Pero, claro, los que lloran al muerto nunca sacan la mueca inconveniente, jamás violan la liturgia obligada. Da igual si a uno el muerto ni le va ni le viene, si lo odiaba al punto de no soportar que se haya muerto, frustrando el deseo de haberlo matado con las propias manos. Todos, ante un muerto, tenemos que gesticular algo serio, tendente al dolor. Caso contrario, no tenemos alma.
Pues verán que yo no la tengo. En alguna ocasión me he desparramado de risa a causa de un muerto. En concreto, tres veces me he partido la caja a cuenta de uno de ellos. Para más colmo en dos ocasiones eran muertos cercanos. Esto no se lo cuenten a quienes me conozcan, que echarían a perder mi reputación de tipo sensato y respetuoso. Hoy les contaré otro caso menos trágico –que casi acaba con otro muerto- y que sucedió en medio de un campo plagado de muertos. Esto es para que vean cómo los muchos muertos no tienen por qué producir más horror que uno solo.
La aventura empezó como una simple tarea administrativa sin demasiada importancia. El Ayuntamiento envió a mi madre una comunicación indicando que el nicho en que estaba enterrada su hermana se iba a demoler, porque su estado, como el de los demás del sector, era casi ruinoso. Por ello, tenía que acudir al cementerio a cerciorarse de que el nicho en cuestión era efectivamente el de su hermana y, en las propias oficinas del aparcamiento de muertos, firmar el papelito de marras haciéndose responsable del asunto y comprometiéndose a abonar el coste de la exhumación de los restos, depósito, reparación del nicho y nueva inhumación. Solícito hijo como soy, me ofrecí a acompañarla a buscar el nicho, identificarlo y resolver toda la papelería. Casualidades de la vida, mi coche estaba en el taller el día para el que estaba prevista la excursión a la sucursal del otro mundo en éste. Una amiga, que estaba de viaje y vive cerca, me había dejado las llaves de su coche para que se lo llevara a dar una pintadita a un taller cercano, diciéndome que podía usarlo si lo necesitaba. ¡Coño, pues qué mejor ocasión! Allá que me fui con el coche de mi amiga a recoger a mi madre y, tan pichis, ¡p’al cementerio a pulular entre sus calles a la caza del nicho maltrecho! En callecitas entre nichos y buscando el número correspondiente, es evidente que no circulaba yo muy rápido, sino a paso de tortuga. Y en éstas, ¡zas!, como una centella aguindillada, otro coche se cruza en perpendicular a todo gas rozando con su lateral el paragolpes delantero de mi coche prestado. Recién pintadito, recién pintadito, dense cuenta. Pero eso lo pensé después, porque el correcementerios, con el roce lateral, se desvió de la calle y fue a parar lateralmente contra la esquina de un mausoleo de granito macizo inmenso, absolutamente descomunal, doblándose en ángulo recto contra su ella. ¡Vaya hostiazo, señores, vaya golpe morrocotudo! Mi madre se quedó bloqueada y muy nerviosa, yo salí del coche y, sinceramente, más me preocupó al principio el estado de la pintura de mi coche que la salud del descerebrado del coche doblado. Sólo se había desprendido la matrícula y un poco el paragolpes, pero el Nissan Bluebird azul marino –nunca se me olvidarán la marca o el modelo del coche escuadrado- estaba hecho una mierda, todo desvencijado. Me acerqué y vi, bastante aterrado, que el conductor estaba inconsciente con la cabeza ladeada, mientras un chorrillo de sangre le salía de por encima de la sien. La puerta no se abría ni de suerte, el tipo no respondía y empecé a sentir angustia. Decidí gritarle y surtió efecto: sólo estaba aturdido. Se despejó un poco, le ayudé a forzar la puerta para salir y, ya fuera, se secó la sangre con un pañuelito delicado. Iba el tío de punta en blanco. Cabreadísimo, mientras mi madre miraba atónita, el tipo me espetó toda suerte de insultos diciéndome que era un peligro público, que qué velocidades eran ésas y demás verborrea agresiva típica de quien es consciente de haber jodido al prójimo y ser responsable, y pretende proyectar en el damnificado su propia responsabilidad. ¡Pues ni sangre ni hostias, que la actitud del tipo me hizo pasar de la angustia al cabreo y ganas tuve de rematarlo ahí mismo a cabezazos –suyos- contra la esquina de granito del mausoleo! Lo agarré de un brazo sin decirle ni pío y lo llevé hasta el cruce donde se había desviado al raspar mi coche recién pintadito. Le enseñé con cara de bastante mala hostia el STOP que alegremente se había saltado a todo trapo: era el acceso directo desde la ronda perimetral –cuatro carriles- a las callecitas que menudean entre baterías de nichos. ¿De quién es la culpa, pedazo de mastuerzo?, le dije. Bastante cagado de miedo, mientras para dar pena se sujetaba el pañuelito delicado junto a la sien, me soltó que, claro, que le perdonara, pero que llegaba tarde ¡a un entierro! ¡Coño, si a algo nunca se llega tarde es a un entierro!
No estaba dispuesto a cabrearme más y, civilizadamente, le dije que cogiera sus papeles para redactar el bonito parte amistoso que íbamos a firmar. Ni corto ni perezoso, dijo que no y por el mismo sitio por el que entró como una bestia con su coche, salió a pie de vuelta fumándose un cigarrito. Al entierro, ¡que le dieran por culo! Total, debería pensar, casi había estado él a punto de ser uno más de los residentes…
El colmo llegó cuando llamé a la Policía Municipal para informar del accidente, para que luego no me acusaran de sabe Dios qué. Quería que vinieran para que dieran fe de que no era culpa mía y explicarles que el herido del pañuelito se había largado sin dejar datos ni nada, sólo el coche doblado en escuadra contra el mausoleo. Cada vez que lo miraba, más grande me parecía la masa de granito, más robusta, más dura y más mierda me parecía el Nissan. Nunca me compraré uno. Y la pintura recientita del coche prestado, ¡cómo me la había arañado el cabrón del pañuelito! El caso es que, conectado con el amable municipal, le cuento el asunto y, con voz de cabreo me advierte de que las bromitas a la policía son delito. Ya, señor guardia, lo sé, pero esto no es broma: estoy en el cuartel XX del Cementerio, entre las filas de nichos xx e yy, con el coche paradito en un cruce y, en la esquina siguiente, hay un Nissan Bluebird azul doblado en escuadra contra un rascacielos de granito, cuyo conductor, herido en la sien, se ha dado a la fuga a pie fumando un pitillito y empapando su sangrecita en un pañuelito delicado.
Y llegó la patrulla de la policía municipal. El que hablaba conmigo mantenía la seriedad y el compañero torcía muequecillas de medio descojono. Mientras relataba las circunstancias de la cosa, se iban quedando de piedra, muy serio el que parecía jefe, valorando sesudamente si la actitud del del pañuelito con el coche empotrado en el granito podía ser delito. Así, hasta que volvieron la cabeza para ver la chatarra de color azul empotrada contra la mole granítica. La carcajada del ayudante se oyó en todo el cementerio. Se le saltaban las lágrimas al ver el resultado de las prisas para llegar a un entierro. Hablando claro, se descojonaban vivos, los dos. Fueron amables, tomaron parte de todo, mi madre se calmó, encontramos el nicho de mi tía, hicimos los papelitos funerarios, volví a llevar el coche de mi amiga al taller para rehacerle la pintura –y un ajuste de bastidor de no te menees- y santas pascuas. ¡Cómo te lo agradezco que te hayas ocupado de mi coche mientras estaba de viaje!, me dijo mi amiga al volver. Sólo dos años más tarde tuve arrojo para decirle que su coche, durante su viaje, había estado en el taller dos veces, no sólo una. Me sigo hablando con ella, no crean.
Espero que se hayan divertido. Si a alguien no le ha gustado, que se muera, que ya verá cómo me parto de risa.
(Perpetrado por Dragut)
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