Cuando los padres de la Constitución, que eran siete, como los magníficos de John Sturges, parieron el Título VIII de tan magna carta más lo hicieron pensando en solucionar el problema nacionalista, vasco y catalán, que en dotar al Estado de un determinado modelo territorial basado en una profunda descentralización administrativa. Dicho problema, nacido a finales del siglo XIX, tuvo una primera explosión durante la II República, para quedar más o menos y momentáneamente aparcado durante la guerra civil, y silenciado, manu militari, por el franquismo hasta finales de los años sesenta, momento en que irrumpe en escena la organización terrorista ETA. Fueron ingenuos tan doctos juristas, o políticos, pues creyeron que una amplia, o amplísima con el devenir de los años, autonomía para estas dos comunidades solucionaría un problema que amenazaba, si no lo estaba ya, con enquistarse definitivamente. Ignoraban, quizá poseídos por la fiebre democrática que recorría toda España, que se enfrentaban al Mito, a la Leyenda de la que se nutre un fenómeno tan poco racional como el nacionalismo. Treinta años después de aquellos debates y ponencias, que fueron narrados en tiempo real con luz y taquígrafos, el balance de los objetivos propuestos y los finalmente conseguidos no es muy favorable y el panorama de las perspectivas futuras es más bien desolador. El nacionalismo vasco, así como el catalán, y como cualquier otro fenómeno de esta naturaleza, se basa en el Mito y la Leyenda. Sin ánimo de profundizar en lo puramente teórico, por ser lo práctico el objeto de este breve análisis, el primero implica una construcción más o menos artificial, algo que se refiere a una historia sagrada, de un tiempo trascendental; es pues, una historia simbólica que mediante la oralidad, básicamente, va pasando de generación en generación sin que haya la más mínima discusión o deliberación más o menos racional. La leyenda, que etimológicamente es lo que debe ser leído, sería la narración de hechos con enorme cantidad de elementos imaginativos y que se intenta hacer pasar por verdadera, por real, jugando en ella la misma oralidad que en el mito, en muchas ocasiones, un factor de transformación, pero siempre con las limitaciones impuestas por aquello que se pretende glosar. Mito y Leyenda se complementan para otorgar a una comunidad cultural una determinada explicación de hechos o acontecimientos cuya existencia dista mucho de estar probada o acreditada. Tenemos, pues, un núcleo histórico al que se añaden elementos imaginativos, lo que acostumbra a desembocar en una fuerte manipulación de la Historia, de la realidad, algo a lo que nuestros nacionalismos, como veremos en algunos de sus mitos y leyendas, están perfecta y permanentemente abonados. Más o menos, así lo refleja Jon Juaristi en su obra La tribu atribulada, inspirándose en Kipling: Te preguntas, viajero, por qué hemos muerto jóvenes/ y por qué hemos matado tan estúpidamente./ Nuestros padres mintieron: eso es todo. Observemos unos cuantos y emblemáticos ejemplos.
La leyenda del tubalismo comienza ya a fijarse durante la Edad Media: según ella, sería Túbal, nieto de Noé, quien llegaría a la Península Ibérica y otorgaría a sus pobladores los tres pilares básicos sobre los que asentar su vida y relaciones sociales: la lengua (euskera, obviamente), la religión (un monoteísmo preludio del cristianismo) y la Ley (fueros). La peculiaridad de la leyenda, y su encaje en el nacionalismo vasco, radica en el hecho de que todos los pueblos de la Península desperdiciaron tan precioso legado al mezclarse con otros pobladores que iban llegando, excepto, claro está, la pura estirpe vascongada que allá en sus montañas y valles conservó tamaño tesoro.
Domuit vascones. Esta frase, aparentemente inocente, se ha convertido en una especie de lema de todo el nacionalismo vasco, a derecha e izquierda, siendo incluida hasta en algún comunicado de ETA. Falsamente se ha atribuido la expresión a los diferentes reyes godos, quienes andaban siempre sometiendo a los vascones, una y otra vez, a rey muerto, rey puesto, y todos hacían gala de la expresión, llegando incluso al extremo de acuñar monedas con el lema, como si su reinado no tuviera otro sentido que someter a aquellos díscolos pobladores del norte peninsular que nunca se dejaban dominar del todo y resurgían, una y otra vez, de sus cenizas, como otro mito, el del Ave Fénix. Lo malo es que la frase nunca llegó a escribirse de manera oficial por ningún rey godo.
Arrigorriaga. Piedras rojas. De sangre, obviamente. Batalla de Padura, de dudosa autenticidad, que tiene como trasfondo las guerras de Castilla para independizarse del reino de León, en el siglo IX. Curiosamente, y no es caso único, en esta leyenda ya tenemos a los vizcaínos guerreando, codo con codo, con los castellanos (también lo harían en la conquista de América o en el sometimiento de Navarra), y capitaneados por un tal Froom, al parecer un noble escocés que, caso de haber existido, hoy podríamos identificar con una especie de Gerry Adams que ya andaba metiendo cizaña. Sabino Arana y otros autores nacionalistas, muchos de ellos de vocación religiosa, cómo no, reinterpretaron la leyenda a su antojo, glosando aquel enorme derramamiento de sangre como una lucha de los antepasados para salvar a Vizcaya de la dominación española(¡¡España en el siglo IX!!). Sabino supo sacar tajada y, como la presunta victoria sobre los españoles se produjo un 30 de noviembre, no sólo estableció esa fecha como fiesta nacional (aunque más tarde la cambiaría por el domingo de resurrección, Aberri Eguna), sino que, siendo ese día San Andrés, tomó la cruz del citado apóstol para diseñar la ikurriña.
Fueros. O como el nacionalismo convierte un privilegio, una concesión real, en una institución preexistente a la voluntad del soberano que los otorga, una suerte de Constitución originaria que el pueblo se habría otorgado a sí mismo. Se omite que quizá esa concesión obedecía a la españolidad de los vascos, a su lucha junto a los reyes de Castilla para someter, por ejemplo, al reino de Navarra, teniendo, además, un alto contenido económico y fiscal. Xavier Arzalluz, la figura más influyente en la historia del PNV, junto a Sabino Arana y José Antonio Aguirre, considera, sin rubor, que es en el año 1.839, con el abrazo de Vergara que pone fin a la primera guerra carlista, cuando el País Vasco pierde su independencia, cuando por la fuerza de las armas terminan los privilegios de los que se venía gozando. Equiparar fueros, privilegios de corte medieval, con independencia es una manipulación histórica que nadie, que no milite religiosamente en la tribu, puede sostener en un debate serio. ¿Acaso luchaba el mítico Zumalacárregui por otra cosa que no fuera, aunque con otro monarca, el reino de España? Esta ficción ha sido asumida y sostenida reiteradamente hasta por la propia ETA.
La raza: ??????
La mitología nacionalista catalana es menos belicosa, quizá debido al carácter más bien pactista de los catalanes. No obstante, también hay un lugar para la guerra, el medio sin duda más favorable para la aparición de héroes, de figuras sobre las que cabalgar……Recientemente, en un programa de televisión, Carod Rovira echaba en cara a los españoles que nada habían aprendido desde 1.714, fecha mágica en el imaginario colectivo catalanista, o más bien nacionalista. Algo sí hemos aprendido, al menos los que estudiamos algo de historia no adulterada por el nacionalismo, y sabemos que la derrota del 11 de Septiembre de ese año, encuadrada en la Guerra de Secesión, supuso la abolición en Cataluña, mediante los Decretos de Nueva Planta, de fueros y otros privilegios y la desaparición de la lengua catalana del ámbito público u oficial. Quizá el problema de Cataluña fue apostar a caballo perdedor en aquella guerra, pero es evidente, e innecesario extenderse en ello, que hasta ese momento Cataluña era tan española como Castilla, Aragón o Navarra. De aquella derrota surgió un mito, la independencia perdida, y un héroe, Rafael Casanova, conseller en cap de Barcelona durante el sitio de la ciudad. No parece que el héroe batallase mucho, pues huyó de la ciudad disfrazado de fraile mientras muchos morían en defensa de lo que él predicaba; más tarde, perdonado por el rey y ejerciendo la abogacía, viviría perfectamente encuadrado en el nuevo sistema político y administrativo importado por los Borbones, a diferencia de otro personaje, el militar Antonio de Villarroel (1), que organizó la defensa de la ciudad y luchó hasta el final, siendo encarcelado por ello. Pero todo ello no es obstáculo para que el nacionalismo reinante en Cataluña considere a Casanova un padre de la patria, un adalid de la independencia robada, alguien a quien se honra cada Diada y del que seguramente se omiten estas palabras (algo sabemos, Carod, algo leemos), con las que arengaba a las tropas por aquellos días de derrota, pero también de gloria, llamando a pelear por nosotros y por la nación española:
"Señores, hijos y hermanos: hoy es el día que se han de acordar del valor y gloriosas acciones que en todos tiempos ha ejecutado nuestra nación. No diga la malicia o la envidia que no somos dignas de ser catalanes y hijos legítimos de nuestros mayores. Por nosotros y por la nación española peleamos. Hoy es el día de morir o vencer. Y no será la primera vez que con gloria inmortal fuera poblada de nuevo esta ciudad defendiendo su rey, la fe de su religión y sus privilegios".
Lluís Companys es sin ningún género de dudas el mito por excelencia del nacionalismo catalán, seguramente por el trágico final que tuvo el que fuera Presidente de la Generalitat durante la II República y la Guerra Civil. Mito y Mártir. Desde hace tiempo los militantes de Esquerra Republicana le rinden homenaje, coincidiendo con el aniversario de su fusilamiento, en una marcha con antorchas que recuerda, vagamente y con menor número de asistentes, a las concentraciones del partido nazi en Nuremberg. En Cataluña la figura de Companys no admite discusión y no se soporta, ni tampoco tolera, el menor atisbo de crítica hacia el personaje. Quizá por eso ha sido silenciada por la oficialidad catalana un excelente y objetiva biografía escrita por un historiador amateur, Enric Vila, Lluís Companys: La Veritat no necesita màrtirs *, de L´esfera dels llibres. Un historiador, si no nacionalista, al menos netamente catalanista, que desnuda al personaje, que a la vez lo humaniza, despojándolo así de los atributos de mito que por obra y arte de los políticos le han sido otorgados a lo largo de décadas. Companys no es el mito que nos venden los nacionalistas ni el demonio que pintó el franquismo, antes y después de fusilarlo. Fue un personaje con una vida, en lo personal y lo político, tremendamente desordenada, que tuvo sus devaneos con el lerrouxismo, sin reparos entonces para glosar la españolidad de Cataluña, y que se alió, cuando fue necesario, con los revolucionarios anarquistas, a los que más tarde dejó en la estacada, mirando para otro lado y siempre con la finalidad de perpetuarse en el poder, cuando llegaron los sucesos de mayo de 1.937 y los comunistas eliminaron, política y físicamente, a los antiguos aliados, ácratas y poumistas, del President mártir. Pero tampoco peleó mucho por impedir, al inicio de la guerra, el asesinato de muchos catalanistas a manos de eufóricos revolucionarios. Companys, mal que pese a algunos, pertenecía, para bien o para mal, a un partido que entonces era bastante menos independentista que hoy; un partido que sigue ignorando la indudable responsabilidad histórica que tuvo su mito, su mártir, en unos acontecimientos históricos que ahora se reviven. Como bien dice el autor del libro indicado, y con notable ironía en sus páginas, mientras no se juzgue a Companys con la suficiente objetividad por el nacionalismo catalán, tratándolo de tú a tú, el mito seguirá siendo un fantasma.
Sí que es de justicia, aunque pueda pesar a muchos, reconocer al nacionalismo una evidente y notable capacidad para adaptarse al medio, por hostil que éste sea, en su estrategia clara y rotunda de expansión, de pulso permanente al Estado en una batalla en la que el tiempo, si el Estado al que consideran su enemigo no se refunda, juega a su favor. Casos como el de Ibarretxe o Montilla rompen determinados clichés que hasta ahora parecían sagrados, pues dejan en segundo plano elementos o características hasta ahora sagradas del Mito nacional, como pueden ser la lengua o el territorio. El lehendakari, en el momento de acceder al cargo y pese a unos apellidos tan netamente vascos, no conocía, y menos utilizaba, el euskera. El caso de Pepe (o Josep) Montilla, aupado al cargo por los más y mejores divulgadores del Mito y la Leyenda, es todavía más sorprendente: no sólo recibe clases de catalán antes que de economía o ciencia política sino que es nacido fuera del territorio, lo que para algunos puede significar un detalle chusco, o gracioso, pero que se inscribe, por parte del nacionalismo reinante, en una estrategia de mucho mayor alcance de lo que a simple vista pueda parecer, en una reinterpretación del Mito, soslayando dogmas como el territorio (aquí opera como lugar de nacimiento) o la lengua, en el afán incansable por alcanzar sus metas al precio que sea, dulcificando su mensaje para la captación de más y mejores adeptos, fenómeno en forma de banderín de enganche al que tampoco serán extraños en un futuro, o ya mismo, los inmigrantes de otras latitudes.
(1) Tal vez, Villarroel no alcanzó la condición de héroe nacional por no ser catalán más que de nacimiento, pero de no de ascendencia. No obstante, tiene dedicada una calle en Barcelona.
(2) Desconozco, a día de hoy, si el libro ha sido traducido al castellano. Sería una pena que un excelente trabajo como éste no tuviera la difusión que merece, porque Companys forma parte de la Historia de Cataluña, pero también de la de España.
(Escrito por Reinhard)
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