Mis queridos sobrinos:
Como todos los años, el padre López, mi confesor pretridentino, ha vuelto a amenazar con una atroz recaída en su envidiable salud. Esta mañana, bien temprano, ha llamado y con una voz de ultratumba -que reserva para las ocasiones realmente especiales- ha amenazado con su inminente fallecimiento, dizque siente un frío casi sobrenatural que le quiebra voluntades y ánimos (se le pegan las sábanas por la mañana), una bola en la garganta que le oprime y ahoga (bolo histérico), una opresión en el pecho que le impide respirar (no es el pecho, sino más bien su prominente bandullo y obedece a los sucesivos empachos causados por los excesos con los pucheros) y un malestar general, una angustia, un sin vivir, una zozobra, desazón, que… el día menos pensado… Como veis, el pobre es víctima de uno de los más conocidos achaques navideños: la nostalgia.
En realidad su “definitivo adiós” no es más que una excusa para poder venir, como él mismo dice: “a bendecir la mesa” en Nochebuena, y cómo la bendice el muy tunante, pues a pesar de que siempre hace algún tímido amago de despedirse, según sus palabras, para cumplimentar a otras familias cristianas del pueblo, rápidamente se deja vencer por la tentación, se sienta, pide perdón por despojarse del alzacuellos y tras alzar esos ojillos vivaces al cielo, se persigna media docena de veces para, abandonando toda ceremonia innecesaria y sin más preámbulos que un abreviado santiamén, poner toda su devoción en el concienzudo trasiego de las viandas con las que nos regalamos.
Lo hace sin recato alguno, aunque es justo decir que regando abundantemente sus frecuentes atoros con todo tipo de libaciones y escancias. Pobrecito mío, cómo disfruta en la mesa. Aunque, eso sí, si he de ser justa he de decir que, como persona educada que es, siempre viene cargado de un par de docenas de unos extraordinariamente sencillos, modestísimos y no menos humildes escapularios que las delicadas manos de las Madres Descalzas de La Santísima Sangre primorosamente elaboran desde hace siglos y que el padre bendice pomposamente en la mesa, en latín –por supuesto- antes de proceder a imponérnoslos con gran ceremonia para que nos proteja de las tentaciones, a las que él tan delicadamente se abandona, al menos en lo tocante a la buena mesa.
Después de la cena, mientras se debate entre el sueño y la vela, sonríe apaciblemente mientras los efluvios del vino, que siempre ingiere de forma generosa, pasan factura a su otrora rápida lengua y nos repite una y otra vez las mismas anécdotas. Unas veces cambia a los protagonistas, otras los desenlaces, las más los detalles que a su parecer permitirían reconocer a los vecinos, un poco inútilmente pues su reiteración y sobre todo la cada vez más escasa población que todavía permanecemos en el pueblo permite identificarlos perfectamente pues flotan sin dificultad sus auténticas identidades en la sobreabundancia de datos.
¿Quién de vosotros mis queridos sobrinos no reconocería a un orondo caballero, vestido de sotana y alzacuello, con elegante bastón de bambú negro, que adorna su barriga con una espléndida cadena de oro terminada en un magnífico reloj de chaqué? Segura estoy que con sólo atisbar apenas su silueta incluso a muchos metros de distancia adivinaríais: el padre López. Pues así oculta él, a la luz del vino, la identidad de mis convecinos.
Y en cuanto se repone de esos momentos de sopor, desde hace ya muchos años insiste en que le acompañemos a la Misa del Gallo y nos lleva a todos en alegre procesión por la plaza de los fresnos, junto a la fuente vieja de piedra, a la parroquia más endemoniadamente fría que podáis imaginar. Enciende unas vetustas estufas de butano que inútilmente se esfuerzan en derramar algunas escasas calorías por un recinto vacío, oscuro y gélido como un carámbano.
Afortunadamente hace tiempo que descubrí que escondiendo en el abrigo un par de bolsas de agua caliente se hace más llevadero el Misterio. Así que enfundada además en una manta de viaje me acomodo rodeada de vuestros tíos, primos y sobrinos y en algo menos de veinte minutos, el padre López, en apresurada faena de aliño –el frío impone los tiempos- remata cabalmente el trabajo.
Tan es así que ya hace tres o cuatro años que se hace acompañar, sólo a la misa del gallo, por dos artistas del sobeteo, dos eslavas altas, más crudas que rubias, de piernas interminables enfundadas en botas de piel altísimas que se pierden entre los pliegues de los abrigos entreabiertos y las minúsculas faldas. No parecen trigo limpio, pues compiten en abrazos y carantoñas a un casi setentón, eso sí de buena planta, pero que ya no aprieta lo que abarca. Por cierto que en el pueblo las conocen por las albóndigas de las Pastueñas, supongo que porque se cuecen en su propia salsa.
El padre López arruga el ceño cuando tío Ambrosio se acerca escoltado por las chicas, que acostumbradas a un clima mucho más frío, lucen generosos escotes muy maquillados, pues tienen la piel más blanca que el pescado, pero tiende la mano cuando se lleva la mano a la cartera y contribuye con una generosa dádiva a la siempre maltrecha economía del clérigo. Tiende la mano.
Pelamos una docena de langostinos en crudo, los sofreímos un poco en el preparado anterior y los cortamos en trocitos. Las cáscaras las sofreímos igualmente y añadimos una generosa copa de manzanilla.
Pasamos a la plancha un filete de perca del Nilo de esa que le gusta tanto a vuestro primo el marqués de Cubaslibres, sólo un momento para desmenuzarla, (el tipo de pescado es importante y el sucedáneo de besugo no es lo más apropiado, bueno, se trata de que no tenga espinas, compráis el pescado que mas os guste, eso sí, sin descalabrar la economía nacional).
Media docena de chipirones, a ser posible de esos que no están esterilizados y que son blancos y brillantes y parecen relavados. Extraemos el interior, esos juguillos de color parduzco y aspecto netamente desagradable y lo incorporamos al sofrito.
“Planchamos” igualmente los chipirones con un poquito de aceite de oliva y los picamos muy finitos.
Un par de dientes de ajo los majamos en un mortero con algo de sal y picamos perejil.
Mezclamos ajo, perejil, pescado, marisco y molusco con un huevo batido o dos si son pequeños y si queda -que quedará- demasiado blando añadimos un poco de pan rayado hasta conseguir una consistencia que permita moldear unas bolitas, que enharinaremos y freiremos en aceite muy caliente, sólo unas poquitas a la vez para que no se deshagan, y sólo un momento, que el pescado no debe hacerse mucho.
Pasamos por el chino cáscaras de langostinos, verduras para extraer el máximo de jugos, y flambeamos con una copita de brandy. Posteriormente lo ponemos al fuego con un par de vasos de agua, varias bolitas de pimienta blanca, una hojita de laurel, otra copita de manzanilla y varias hebras de azafrán. Cuando hierva a borbotones se añaden las albóndigas y además una docena de mejillones limpios, pero con su cáscara llena de agua. Cuando se abran los mejillones están listas. Es el momento de rectificar de sal. Para darle espesor a la salsa, engordarla con un poco de harina tostada en la misma plancha en la hemos pasado el pescado, o más fácil pero mucho menos sabroso, con un poco de maizena disuelta en agua fría. Como todas las albóndigas hay que comerlas al día siguiente.
Para beber: un fino “coquinero” puede haceros despertar glándulas que ni siquiera sospechabais que existieran, o al menos que sirvieran para eso.
Tía Concha
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