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31 julio 2008
El corazón de Chopin

El doctor Michael Witt, del Instituto de Biología Molecular y Celular de Varsovia, quiere obtener un pedacito del corazón de Chopin, que se conserva en coñac francés y puede verse en la Iglesia de la Santa Cruz de Varsovia. El afán no es baladí ni, mucho menos, romántico. ¿Y qué busca el Dr. Witt? Demostrar que Chopin no murió de tuberculosis sino de fibrosis quística, fíjense ustedes. ¿Y a quién puede importarle ahora, a los casi 160 años de su muerte, la causa última del óbito? No al Dr. House, claro. Pero sí a su especie de trasunto polaco. Si se demostrara que Chopin murió de fibrosis quística, significaría que nada hay en esta terrible enfermedad congénita que incapacite a un afectado para llegar a ser un genio de la música. Ese es el argumento del científico. Como lo oyen. ¿Fibrosis quística? No se preocupe: Chopin también la tuvo. Nada le impide a usted, por lo tanto, convertirse en un virtuoso del piano, viajar hasta Mallorca (aunque necesite tomar el barco o el avión) y hasta tener un tórrido y tempestuoso affair con la George Sand que le pille más a mano. ¡Ánimo!, por consiguiente. De momento, las autoridades polacas han denegado el permiso al Dr. Witt. El pobre científico, en un razonable afán por ablandarles el corazón (el de los gobernantes polacos, no el del músico), ha escrito: ¿No es loable intentar demostrar a las muchas personas que sufren la enfermedad que hay cosas en la vida más importantes que un cuerpo físicamente débil, y que no están predestinadas a desaparecer sin dejar algo que influya, inspire y enriquezca a las generaciones futuras? Es decir: Chopin o reventar.

Un compañero, profesor de Matemáticas, perdió a su hijo de veinte años a causa de una fibrosis quística. Era un genio de los ordenadores y amaba, sobre todo, la música heavy. Su padre se compró un coche bien grande para poder llevarle a los conciertos con su botella de oxígeno, su cama especial y toda la parafernalia médica que, irremediablemente, le acompañaba allí donde fuese. El muchacho estaba muy implicado en actividades de ayuda a los demás y no había labor que, en la medida de sus posibilidades, no abordara. Rodeado de PCs interconectados, dedicaba los días y las noches, todo el tiempo que le quedaba fuera de los estertores y las crisis febriles que sufría con frecuencia, a publicitar ONGs, a contactar con trabajadores solidarios en cualquier lugar del mundo, a programar todo tipo de actividades, a luchar, en fin, por los demás ya que por sí poco podía hacer salvo sobrevivir al infierno del moco viscoso que atasca bronquios y bronquiolos. Muchos le recordamos años después de su muerte. Como otros amigos recordarán a otros jóvenes muertos de la misma enfermedad. Porque nos han influido, inspirado y enriquecido. Muriera de lo que muriera Chopin, claro.

(Escrito por Protactínio)

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30 julio 2008
Tres poemas dedicados
I. Déjese al alcance de los inconscientes

«Le surréalisme est à la portée de tous les inconscients.» (André Breton)

Para Montano

El irracionalismo de quiosco
es opio incontrolablemente puro:
huesos de santos frívolos, un rosco
de vino hemorroidal en vaso duro.

En paloduz demótico yo enrosco
cien sierpes farmacéuticas. Conjuro
a Satanás por el tablero tosco
sobre el que algunas veces te sulfuro.

Cooperando con Dios, prendo las velas
del aquelarre en un espejo roto.
Mientras los muertos posan en la foto,
los ángeles resuelven mis quinielas.

Dulce irracionalismo de las masas.
Poético fulgor. Juego de brasas.


*

II. Libido peccandi

Para Edgardo

Me habita un heterónimo cristiano,
que tal vez me sembró la falsa infancia
de aquel jardín de clérigos: estancia
donde aprehendí la carne del gusano.

Así, aunque de Epicuro soy marrano,
exhalo sin remedio la fragancia
judaica del dolor, la militancia
sonámbula en el odio a lo cercano.

Cristiano, musulmán, monoteísta,
ingrávido y atroz, corto de vista,
invierto mi entusiasmo en lo vedado:

persigo la pasión que ha fumigado
(control de calidad) el exorcista;
...y estoy al buen amor anestesiado.

*

Mejor cualquier cosa

Para Agustín (y Bartleby)

Cuando te pones serio eres tus padres,
más o menos lo mismo que cualquiera:
un esto luego aquello, un hay un límite,
un así son las cosas, un lo hago
(lo siento) por tu bien, un debe el perro
dormir en la caseta y tú a las nueve
estar de vuelta en casa. Quién te ha puesto,
amigo, a reflejarte en ese espejo
donde se vuelven lágrimas los huesos.

(Escrito por Al59)

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29 julio 2008
1 de agosto de 2008


Despertó con una sonrisa que no le cabía en los labios. Por fin. Era llegado el día. Dos de agosto. El desayuno le supo a gloria. Saludó a Enrique y se lo recordó:

- Día D, hora H.

- Sí, mañana es tu día.

- ¿Cómo que mañana? ¡Hoy!

- No, hombre, hoy es uno de agosto.

Una broma, claro, seguro que se trataba de una broma. Lo malo era que Enrique jamás bromeaba, así que le echó un vistazo al calendario de la pared. 01/08/08 ¿Cómo podía ser?

- Tiene visita –le informaron.

- Tu novia, hombre, no pongas esa cara –le dijo Enrique.

No, no le iba a decir nada a su novia. No iba a estropear aquel momento. Su presencia era un regalo demasiado valioso.

Despertó con una sonrisa que no le cabía en los labios. Por fin. Era llegado el día. Dos de agosto. El desayuno le supo a gloria. Saludó a Enrique y se lo recordó:

- Día D, hora H.

- Sí, mañana es tu día.

- ¿Cómo que mañana? ¡Hoy!

- No, hombre, hoy es uno de agosto.

¿Estaba soñando? Pero si aquello ya lo había vivido… Su novia…

- Tiene visita –le informaron.

- Tu novia, hombre, no pongas esa cara- le dijo Enrique.

¿Valía la pena decírselo a ella? Seguro que se reiría. Apreciaba mucho su humor negro. No, decidió no explicarle nada.

Despertó con una sonrisa que no le cabía en los labios. Por fin. Era llegado el día. Dos de agosto. El desayuno le supo a gloria. Saludó a Enrique y se lo recordó:

- Día D, hora H.

- Sí, mañana es tu día.

- ¿Cómo que mañana? ¡Hoy!

- No, hombre, hoy es uno de agosto.

¿Se estaría volviendo loco? Otra vez aquello no, por favor. Noto la presencia a su espalda:

- Tiene visita –le informaron.

Esta vez sí, esta vez pensaba decírselo. La cosa ya estaba pasando de castaño oscuro. Además, si no se lo decía reventaba.

- Cariño, ¿qué día es hoy?

- Uno de agosto, día de visita, Iñaki, ¿me echabas de menos?


(Escrito por Goslum)

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28 julio 2008
Dobles parejas
El arte tiene su lenguaje propio, como las matemáticas, la música, el ajedrez y los habitantes de La Gomera. El silbo gomero necesita un intérprete para ser entendido. Normalmente lo hace un lugareño espabilado, quien no permitiría que una marcha militar silbada colase como el silbo autóctono. Arte, música, matemáticas y ajedrez también tienen sus lugareños como intérpretes de sus respectivos lenguajes. Lenguajes propios no significa herméticos, salvo que esos traductores actúen como meros guardianes de sus correspondientes disciplinas. La endogamia de los oráculos hace estragos y devora una parte del proceso artístico (creación-admiración). En el arte evolucionan más las formas de los productos que los códigos del lenguaje, hasta el punto de que la forma llega a ser el lenguaje. Esto complica el entendimiento porque desaparecen las antiguas referencias externas (históricas, simbólicas, visuales), que eran claves reconocibles por el espectador. La forma reina y el lenguaje común se hace súbdito y, con él, el espectador, por mucho que se diga ahora que es coautor de la obra a través del proceso mutuo que es la contemplación.

El caso de las dobles parejas sirve como muestra de esta tendencia hacia la
invasión de la forma y, peor, del imperio del efecto:


















(Chris Jordan, 'Bi-polar' )





















(Escrito por Bartleby)

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27 julio 2008
El capitán del Beagle

El año que viene, si nada lo impide, se cumplirán doscientos del nacimiento, un 12 de febrero, de Charles Robert Darwin, un hombre que aparecerá, seguramente, en cualquier clasificación de “los científicos más importantes de todos los tiempos”, un triunfador.

Es de suponer que con motivo de tal efemérides habrá todo tipo de actos, recordatorios y homenajes, sin duda merecidos, porque pocos casos habrá en que un científico y sus teorías hayan alcanzado un reconocimiento popular tan amplio, aunque no muchos sean capaces de entenderlas cabalmente, más allá de aquel aserto de que “el hombre desciende del mono”.

Pero como tantas veces ocurre, nadie se acordará del hombre que hizo posible, muy a su pesar, los descubrimientos del padre de la teoría de la evolución.

Hablo del almirante Robert FitzRoy, de familia nobilísima, no en vano era tátara tataranieto de Carlos II de Inglaterra, que desde tempranísima edad ingresó en la Navy, obteniendo las mejores calificaciones que se recordaban en la armada.

Era un tipo que hoy nos puede resultar paradójico, a la vez hombre muy culto, vivamente interesado por las ciencias sociales y de una profunda religiosidad, casi fanática. FitzRoy era uno de esos hombres (normales en su tiempo, claro está) que pensaban que la Biblia era no ya toda la verdad y nada más que la verdad, sino la verdad “literal”, particularmente el Génesis.

Tras la vuelta de su primer viaje a Sudamérica al mando del luego histórico Beagle, cuyo anterior capitán se había suicidado, nuestro hombre removió cielo y tierra para regresar. Sus razones eran varias: había traído consigo cuatro indios fueguinos a los que quería devolver a su tierra -así se lo había prometido y para aquel tipo la palabra de un caballero era sagrada- y quería continuar con la cartografía y con sus propias inquietudes, tanto naturalistas como de orden geológico, estas últimas motivadas fundamentalmente por la lectura de la obra de Lyell, de quien sin embargo discrepaba.

Sobre los fueguinos hay material para extenderse mucho. Sólo diré que la intención de FitzRoy, al parecer, era introducirlos en la civilización inglesa para que luego, devueltos a su tierra natal, pudieran impulsar la prosperidad de sus gentes. Los resultados fueron desiguales: uno falleció de viruela, con gran sentir de FitzRoy, quien se creyó culpable, y los otros oscilaron entre una aceptación casi total de las costumbres británicas, por el que llamaron Jemmy Button, y el rechazo frontal del apodado York. Diré como anécdota que llegaron a tener el privilegio de visitar a los reyes, en una entrevista que se antoja curiosa, cuando menos.

Una de las inquietudes del capitán del Beagle era encontrar alguien que le acompañara en la travesía. El principal requisito que ponía era que fuera un caballero y el motivo fundamental su convicción de que la soledad era mala consejera. Había varios casos de suicidio achacados a esa circunstancia y FitzRoy decidió que necesitaba una persona con quien poder hablar. Aquí es donde apareció Darwin.

Darwin y la fortuna, porque el puesto estuvo prácticamente concedido a otra persona. Sin embargo, lo cierto es que ambos hombres mantuvieron una entrevista y enseguida surgió un entendimiento mutuo que podría llamarse incipiente amistad. FitzRoy, interesado en la frenología, advirtió a Darwin de que sus rasgos fisonómicos, a priori, le hacían parecer como poco apropiado para un viaje de aquella naturaleza, pero parece ser que la amena e interesante conversación del biólogo se impuso a todas sus reticencias, incluso las de tipo político, pues el uno era conservador y el otro liberal acérrimo.

Sea como fuere, FitzRoy venció la resistencia del Almirantazgo, poco inclinado a autorizar el viaje, empeñó su propia fortuna en ello y finalmente zarpó nuevamente con el remozado Beagle.

Ya a bordo, las discrepancias surgieron enseguida: FizRoy, por ejemplo, sostenía la absoluta veracidad del diluvio universal, que a Darwin le parecía improbable. Donde el marino veía una prueba de la inteligencia divina, al crear distintas especies de aves en los distintos hábitats, el otro intuía una explicación distinta.

Sea como fuere, el viaje fue una gran batalla intelectual y, con toda probabilidad, una de las aventuras más excitantes de la humanidad, desde cualquier punto de vista: la dificultad de la travesía, las tierras descubiertas, las especies desconocidas, los indígenas, pero también los conflictos sociales y militares en Argentina o Brasil.

Sobre los indios hay que volver un poco: al liberal Darwin los fueguinos le parecieron poco menos que “orangutanes tomando té en un zoo”, diciendo de ellos que habían caído tan bajo que habían adoptado formas del mundo animal. Los consideró ignorantes, bárbaros y salvajes, una raza inferior, prueba evidente del gran error de Rousseau, destinados a la extinción inexorable.

A FitzRoy, por el contrario, decidido conservador, sus firmes creencias le llevaban a considerarlos hombres como usted y como yo, creados a imagen y semejanza de Dios, descendientes de la unión de Esaú con la hija de Ismael.

Incapaces de llegar a un acuerdo, convinieron en que publicarían juntos los resultados de la expedición, si bien FitzRoy hizo prometer a Darwin que no daría luz a sus teorías, algo que para él suponía la mayor de las afrentas, puesto que al fin y al cabo la expedición estaba a su cargo.

Los resultados del viaje fueron esplendorosos, excepto en el experimento sociológico: los fueguinos fueron devueltos a sus tierras, pero al poco tiempo recuperaron sus viejas costumbres, aunque el joven Button mantuvo su devoción por FitzRoy durante mucho tiempo, pero esa es otra historia.

La de nuestro héroe desconocido nos cuenta que fue ascendido y recibió el cargo de gobernador de Nueva Zelanda, puesto en el que no duró demasiado, por su empeño en reconocer los derechos de propiedad de los nativos frente a la codicia de los colonos británicos.

De vuelta en su hogar, FitzRoy, almirante sin barco, con muy poco prestigio en la armada, fue parlamentario y asistió, finalmente, a la exposición y triunfo de las teorías de Darwin, quien las había culminado, según parece, tras el conocimiento de las de Malthus.

Hay quien sostiene que Darwin pidió permiso a FitzRoy para romper su promesa. En todo caso, se opuso firmemente a las mismas, con muy poco éxito, desde luego, lo que seguramente aumentó su frustración.

Sus finales fueron muy distintos. Darwin, universalmente reconocido, fue enterrado en la Abadía de Westminster, tras fallecer víctima de un colapso y de una enfermedad que aún se ignora, quizás contraída en el viaje del Beagle.

FitzRoy se quitó la vida con una navaja, años antes, incapaz al parecer de escapar al destino de los capitanes de su famosa nave.

En los últimos años de su vida, trabajó en la Cámara de Comercio, dedicado a la meteorología y al diseño de un sistema capaz de prevenir las tormentas en el mar, para beneficio de pescadores y marinos, que incluía predicciones del tiempo y una red de telégrafos que permitiera avisar de la llegada de aquéllas.

Lamentablemente, sus esfuerzos no hallaron demasiado reconocimiento. Esta vez, triste paradoja, el conservadurismo fue su enemigo. La opinión predominante era que el tiempo no se podía predecir y quien lo hacía era considerado un charlatán. Por si fuera poco, los propietarios de buques de pesca no veían bien que los barcos volvieran a puerto por un aviso de tormenta, y su presión política consiguió que finalmente las predicciones desaparecieran (incluso del Times). Al morir, se supo que estaba en la ruina.

El futuro fue más justo con él. Hoy en día es considerado uno de los principales impulsores de la meteorología y estimado, curiosamente, como un hombre adelantado a su tiempo, al menos en ese campo.

Hay un tipo de barómetro que lleva su nombre, una calle en Auckland, según creo y algún monte en la Patagonia, pero sospecho que lo que más le agradaría saber es que en 2002 se dio su nombre a una zona marítima.


(Escrito por Schultz)

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26 julio 2008
Gazpacho de espárragos con guarnición de salmón ahumado

Mis queridos sobrinos:

Hoy voy a contaros un cuento que tiene una parte de historia y otra de leyenda. No me preguntéis cuál es cuál.

“Hace muchos, pero que muchos años, en un cercano país había un rey que a causa de un desafortunado desajuste en su metabolismo había crecido y mucho en la dirección equivocada, quiero decir que estaba más que frondoso, obeso y más que hermoso, monstruosamente gordo.

En aquellos tiempos su gorda magistratura no se consideraba del todo un bien de estado y a pesar de sus escasas cualidades físicas y presumiblemente mentales hubo de ponerse al frente de sus tropas -tal como era costumbre en la época- con ocasión de unas guerras y tal. Lo cierto es que nuestro rey nunca entró en batalla. No penséis mal, no es que rehuyera la contienda, es que su caballo, superado por tan excelsa carga, llegaba siempre el último al campo de batalla.

Pero el destino es cruel e imprevisible y quiso la casualidad que un aciago día caballo y regia montura dieran con sus huesos en el polvo a causa de un malhadado tropiezo. Tropiezo que hizo trastabillar al noble bruto (al de abajo), el cual, rendido por el descomunal peso de su noble tara, perdió el equilibrio con la desagradable consecuencia de que rodaran ambos por el suelo y con tan mala fortuna que por una vez el caballo montó al caballero.

El peso del caballo tampoco podríamos decir que fuera precisamente escaso, pues hubo de elegir un corcel de aldaba muy ancho de grupa, grande alzada, porte majestuoso, cola y crines onduladas y una soberbia cabeza, tal como merecía su augusto jinete.

Armóse grande revuelo y –no sin esfuerzo– nobles y oficiales lograron desmontar al caballo del caballero. Pero éste perdía color, no le llegaba el resuello, la desdicha hizo que su bellamente repujada armadura se abollara comprimiendo sus reales entrañas hasta impedirle boquear el hálito que precisaba.

El Conde de Picaflor se desprendió de guantes y guanteletes, el Marques de Vallasalto se bajó de su caballo, el Duque de Pocosdientes estaba demasiado borracho, mientras… el rey se asfixiaba, el aire no fluía, nobles y generales incapaces eran de aflojar los espárragos de la armadura, yerros bien forjados que oprimiendo los reales pulmones matando estaban al soberano. En esto llegó un palafrenero, un hombre ordinario y sin embargo apuesto, tosco, ciertamente, pero armado de brazos musculosos como el cuello de un toro bravo, con manos grandes y fuertes y dedos como garfios. Agapito se llamaba aquel desemparentado, “Pitón” para los amigos, apodo que a pesar de ser elogioso no era muy de su agrado. Con sus dedos como garras, con sus dientes como hachas rompió cueros, desbrozó yerros y mallas, enderezó abolladuras y salvó la vida a su rey que yacía extenuado. El rey –una vez repuesto– lo llamó a su lado y le obsequió con un anillo, un cabujón montado en oro puro del tamaño de un ducado, el cual aunque era bien hermoso, pues las manos del monarca hacían cumplidos honores a la majestad de su figura, casi cercena el meñique de mi querido antepasado.

–¿Qué ocurre con el anillo? ¿Acaso no es de tu agrado?- Inquirió el soberano al ver los inútiles esfuerzos del obsequiado.
–No, mi señor, es muy hermoso, pero mis dedos están hinchados.- Respondió Agapito.
–¿Hinchados, animal? Si no fuera por esos dedazos hace un rato que habría expirado. Trae acá esa joya y que le den un arciprestado.
–Soy casado mi señor. Se excusó atribulado.
–Pues entonces te haré Hijosdalgo, así te coronaré yo TAMBIÉN a ti. Despabilado.
Mi pariente mudó la color, gruesas gotas de sudor escaparon de sus poros, tosió carraspeó, se tiró media docena de pedos, dio un par de arcadas y justo antes de que vomitara asustado, el rey continuó:
–La reina habla de ti maravillas, desvergonzado. Dice que no hay en toda la corte nadie tan… bien bragado.
–Esto… Señor…, balbució el palafrenero.
–Sea pues armado Caballero de la Orden de la Fusta y nombrado Conde del Valle de Raboslargos

Poco tiempo le duró a Agapito el oropel de la nobleza pues a los pocos días en acto de guerra fue malherido por una flecha que un ballestero acertó en su escarcela. Lenguas maledicentes propagaron el bulo de que fue lastimado por “hierro amigo” al contemplar el destrozo que la saeta hizo en sus partes pudendas. “AgaPitón” se convirtió en “AgaPitillo” y en consecuencia perdió el favor de la reina. Atribulado por su enorme pérdida y asustado por las posibles consecuencias retiróse a expiar sus culpas en un monasterio donde cultivó quizás con añoranza, quizás con desconsuelo –pero sin dudas con grande esmero– berenjenas, nabos, zanahorias, pepinos y unos soberbios espárragos. Tras su fallecimiento su hijo mayor heredó título y algún atributo que le permitió encandilar a una noble viuda de sobrado patrimonio y amante de lujos y lujuria.”

A lo largo de los años títulos y apellidos se mezclaron, alternaron, se alteraron y aliteraron de modo y manera que, para quien nada sepa de los orígenes, hoy parecen bien hermosos y aseados.

Sabed queridos sobrinos que de mi venerable madre heredé el mismo apellido siete veces seguidas, el octavo cambia y luego sigue otra serie tal que de los veintiún primeros apellidos la nada despreciable cifra de diecisiete vuelve a ser el mismo. Tal grado de consanguinidad ha adornado a nuestra familia con ciertas “taras” genéticas, como dedos fuertes y largos, los ojos verdes, los labios bien perfilados y un… esto… humor de perros.

Gazpacho de espárragos

Partimos de una lata de tallos de espárragos blancos, es suficiente con que sean tallos pues serán triturados. Un par de cucharadas de mayonesa, dos cucharadas de almendras crudas y peladas, una cucharada de cebolleta fresca, una cucharadita (de café) de vinagre de manzana, un trozo de manzana (algo menos de media, que pelaremos), medio diente de ajo, un poco de sal y un poco de agua (la que quepa en el bote de espárragos). Una variación interesante consiste en sustituir el medio diente de ajo por un par de ellos cortados a rodajas y fritos.

Introducimos, con perdón, los espárragos y su jugo, junto el resto de ingredientes sólidos en el vaso de la batidora y batimos durante el tiempo que se necesite para que quede una crema suave y aterciopelada. Una vez conseguida se añade la mayonesa y el agua y volvemos a batir. La viscosidad de la mixtura dependerá de la cantidad de agua añadida y del tamaño de vuestras cucharas.

Como guarnición de este plato utilizaremos un poco de salmón ahumado cortado en tiras muy finas (más finas, por favor) y si os gustan los experimentos con texturas lo adornáis con kikos machacados (maíz frito).

Con las cantidades expuestas tenéis para dos o tres raciones. Si necesitáis más habréis de duplicar o incluso triplicar los ingredientes.

¿Un vino para maridar con un gazpacho? ¿Y además de espárragos? Es algo casi imposible: ni vuestro primo el Sablista, ni el mismísimo Protactinito se atreverían a tanto. Pero… un millésime del 90 sería defendido a capa y espada por el primero, sin pararse a pensar en su considerable precio, el segundo nos recomendaría directamente un gintonic de pepino y cambiará la manzana de la receta por un pepino para ver qué pasa, vuestro primo el Richal elegirá un tinto de verano ya embotellado “mu aparente y que sale mu bien de precio” que no lo cataría ni el mismísimo Hank Chinasky. Lacónico preferiría en aras de la brevedad, pasar directamente al segundo plato sin más preámbulos. Crítico en cambio, preocupado por si las almendras y las manzanas juntas podrían alterar sus niveles de glucosa, se arriesgará con una tónica sin Gin. Goslum en su adorable “despiste” le pedirá consejo a un profesional… la cajera del supermercado por ejemplo. Edgardo necesita que el aceite de la mayonesa sea de olivas picual. Tsevanrabtan lo acompañará –al gazpacho- con un brebaje turco, somalí o manchuriano. J.A. Montano un Lambrusco por dos razones -siempre tiene al menos dos razones para todo- la primera porque es barato y si no marida bien no pasa nada y la segunda porque es un vino que sabe como si ya tuviera la gaseosa dentro. Fedeguico nunca tomaría vino en público para que no le tomen por un dipsómano melenudo, algo que le roería por dentro. Cateto un cava del Penedés etiquetado en castellano, por supuesto. Garven, Gengis, Desdeluego, Sr. Verle, AI59, Scheling y tantos otros a quienes leo a unos con afecto, a otros con sorpresa y a otros con estupefacción no tengáis en cuenta mi torpeza si la edad no me deja recordar vuestros nombres o vuestras preferencias enológicas, al fin y al cabo la memoria sólo interviene en nuestros actos para perturbarnos, siendo -como es- una interrogación inútil entre la ruina de nuestros recuerdos, pensad también que sacamos nuestra fortaleza de nuestros olvidos por eso os ruego que olvidéis mi falta de consideración, así os haréis un poquito más fuertes, porque si lo que tenéis de comida es gazpacho…

Os quiere vuestra

Tía Concha

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25 julio 2008
Poros
René Petillon trascendió hace un par de años el mundillo de la historieta a causa de El Secreto del Velo, una aventura del detective Jack Palmer instigada en la sociedad islámica de París. El meollo de aquel revuelo no causó en mí más impacto que cualquier otro vericueto de actualidad que resulta soslayado de inmediato por la siguiente controversia. Pero sí que activó en mi memoria el recuerdo de un viejo álbum de Jack Palmer, reminiscencia de pubertad en la que un científico era perseguido por diversas mafias a causa de su gran hallazgo: una maquina que permitía al individuo dominar el propio cerebro. El Dr Supermarketstein, que así se llamaba, tenía su escondite en el interior de una gran roca marina con forma de muela. La Muela Picada. La idea es sugerente por posible. Tan posible como que tiene su versión real en el punto más meridional de la península. O si lo prefieren, en el extremo más oriental del Mediterráneo. Porque Gibraltar es una muela picada.

El interior del Peñón fue horadado por el ejército británico en los preparativos y desarrollo de la Segunda Guerra Mundial. Con los restos excavados sacaron material para construir el aeropuerto, una pista que cruza el istmo que comunica la Roca con España y que será objeto de una ampliación y modernización en virtud del acuerdo alcanzado por el Foro de Diálogo sobre Gibraltar. Las obras han sido adjudicadas a Dragados.

Volviendo a la caries, el Ministry of Defence excavó una veintena de kilómetros de galerías y túneles además de una planta superior dividida en almacenes de combustible, agua y alguna utilidad secreta. El alambicado refugio llegó a alojar a tropas de 18.000 hombres encomendados a proteger un enclave de alto valor estratégico.


Tuve la suerte de visitar parte del entramado recientemente. Hay una mínima muestra abierta al pública en los recorridos tutísticos que se organizan a partir de la Cueva de San Miguel. Y existe esta otra ruta que no es tan accesible. En 1940 la población civil gibraltareña fue evacuada antes de comenzar las hostilidades en el Estrecho. El Peñón quedó como enclave aliado y hacia allí llegaron a dirigir sus bombardeos las fuerzas italianas que ya habían progresado por el Norte de África y enviaron aviones desde sus bases de Cerdeña. También atacaron fuerzas francesas desde un Marruecos que era territorio adherido a los propósitos de Vichy. Gibraltar fue protagonista de dos episodios de fuego amigo acontecidos durante la Guerra. Desde allí salieron las misiones que bombardearon la costa argelina, lugar en el que se habían asentado tropas francesas. Los ingleses les habían avisado en varias ocasiones sobre su necesidad de actuar. Se cansaron de esperar y en su ataque liquidaron efectivos aliados. Las fuerzas italianas, precisamente, se marcaron Gibraltar como objetivo. Por su forma y la disposición de sus defensas, la Roca constituía un buen refugio defensivo –España sabe bien de esto- y la respuesta antiaérea al fuego italiano la convertían en un inaccesible paraguas antiaéreo. El objetivo parecía imposible de conquistar de no ser porque al lado del muro de defensa seguían vislumbrándose luces poblacionales que revelaban un resquicio menos guarnecido, sin focos de vigilancia. Allí bombardearon los italianos, esta vez con éxito, aunque con el inconveniente de que su ataque se había precipitado sobre la colindante ciudad de La Línea de la Concepción. Territorio amigo, pues no en vano se alojaban espías italianos en dicho término municipal. Y en frente de la parte occidental del Peñón, el ejército italiano había destripado un barco aceitero en cuyo interior colocaron dos torpedos. En intrépida misión, un militar cabalgó a lomos de cada uno con el objetivo de alcanzar el Peñón y volar efectivos enemigos. Pero los ingleses estaban prevenidos y habían colocado unas gruesas mallas metálicas a dos millas de la costa. Allí fueron a dar los torpedos humanos. El interior de la Roca conserva decenas de metros de la impenetrable red.

No sentó bien entre los franceses el ataque de fuego amigo antes referido, de modo que cuando el general Eisenhower tomó el mando en Gibraltar de las fuerzas que ejecutarían la operación Torch (1942), se decidió que los militares enviados desde el Peñón, de abrumadora mayoría británica, se vistiesen con uniformes estadounidenses para que una vez mezclados con los franceses no se produjeran susceptibilidades desaconsejables. La operación, ensayo del Desembarco de Normandía, se completó con éxito y sumó a las conquistas aliadas los territorios franceses del norte de África. En 1943 terminaron las hostilidades, una vez consumado el pulso norteafricano a favor de los aliados, y la base del Peñón pasó a desempeñar labores de suministro y abastecimiento.

El paseo hoy por los intestinos de Gibraltar revela un asentamiento donde el ingenio prevalece incluso en las extravagancias. Desde los tubos de aire acondicionado –viento de levante- que cruzan algunos techos hasta la disposición de las bocas de los túneles en zigzag para prevenir que un eventual fuego enemigo convirtiese la Roca en una enorme y flamígera succión de cañón. Los barracones fueron construidos a imagen y semejanza de los empleados en otros destinos, destacando la particularidad de las ventanas. ¿Para qué en una cueva? Para prevenir o mitigar episodios de claustrofobia entre los guerreros. Los ingleses construyeron hasta cinco hospitales en su particular muela picada, instalaciones perfectamente alicatadas y habilitadas con sus respectivos quirófanos y hasta una sala de rayos-x. La energía era suministrada por mastodónticos generadores propulsados con motores que originalmente iban destinados a buques. Alimentada con gasoil, esta planta fue operativa hasta mediados de la década de los setenta. Un recorrido por sus pasarelas y maquinarias recuerda ineludiblemente a James Bond. No en vano entre el regimiento de 18.000 hombres que pobló el Peñón durante la guerra se encontraba un tal Ian Fleming.

Y durante años circuló la leyenda urbana de que entre esta elevación rocosa surgida de una colisión tectónica y formada por sedimentos marinos, los ingleses habían construido una cámara secreta en previsión de que las fuerzas del Eje tomaran el Peñón. Era la última respuesta a la Operación Félix, firmada por el propio Hitler y que hubiera consistido en la invasión de Gibraltar a través de España. El proyecto fue leyenda hasta que las exploraciones dieron con la susodicha cámara, un habitáculo aprovisionado con agua, víveres, una bicicleta con dinamo generador y un aparato de transmisión. La ventana estaba abierta de tal modo que era inapreciable desde el exterior. Ocuparían la sala un médico y cuatro expertos en supervivencia que se encargarían de transmitir información sobre los movimientos del invasor. Los detalles del proyecto y misión fueron desclasificados en 2006.

La planta alta del Peñón horadado, ahora aljibe, fue primero polvorín. Y una parte significativa del peculiar recinto sigue plenamente operativa, alojando actividad a pie y en vehículos. Toda la zona es empleada regularmente para ejercicios militares. Son maniobras especialmente divertidas para quien conoce el terreno, incluso un tramo en el que aún de forma inexplicable se funden las linternas y se paran los motores de los jeeps. Transcurridos dos tercios del recorrido –un par de horas-, el itinerario enfila un haz de luz, el primero en aparecer tras varios kilómetros de pasillos, grutas, cuestas, naves e incluso explanadas –uno de los ‘habitáculos’ supera la superficie del terreno de juego del Camp Nou- . Perdida la orientación, sorprende encontrarse en el extremo opuesto de donde se entró, con una espléndida vista de la zona de levante del Peñón. Justo encima del cementerio judío que antecede a la pista del aeropuerto y a la franja de litoral español que empieza en La Línea y conduce a la Costa del Sol.

En el pequeño balcón hay inscripciones de varias décadas atrás, nombres de soldados y fechas emblemáticas de personas inmersas en una coyuntura de heroicidad, miseria, nostalgia y desapego. El contraste de la luz tras la penumbra anterior aturde todos los sentidos. Pronto será agosto, cuando la bruma de los días de levante penetra en los túneles y sumerge el interior de la Roca en una apariencia fantasmal. El pintoresco halo de misterio tan propio de este viejo nicho de piratas, asidero de sefardíes, retiro dorado de lores y encrucijada general de gentes venidas de cualquier isla o religión afincada en el Mediterráneo. Esta semana hay un equipo de la Universidad de Cambridge estudiando los restos que dejó la población neandertal.


(Escrito por Sickofitall)

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24 julio 2008
Alerta naranja

Antiguamente, cuando veraneábamos en La Mata y Torrevieja era, todavía, un pueblín en el que escuchar habaneras tranquilamente y ver la salida –lunes, miércoles y viernes– de las goletas negras cargadas de sal camino de Alicante, mi padre recibía el “Lanza” (diario local de Ciudad Real) con dos o tres días de retraso. Sistemáticamente, iba a la página dos y allí, junto a la farmacia (la, femenino singular) de guardia, el horario de misas o la cartelera del Cine Castillo (masculino, aunque igualmente singular), estaba la notilla del observatorio meteorológico. Con cierta suficiencia y mientras recibía en su cara el agradable lebeche mañanero, decía mi padre: “¡Qué barbaridad! Treinta y nueve grados…” O cuarenta, algunas veces. Sobre todo, en esta segunda quincena de julio, con el día de Santiago como mítico “hors catégorie” del año. Ahora, qué amables, nos avisan y previenen. Alerta naranja, le dicen. Estamos en alerta naranja, aúlla la locutorcilla sustituta en los programas locales de radio. Nos aconsejan, incluso, beber mucha agua y no hacer ejercicio físico en las horas de más calor. ¡Como si la siesta no estuviese inventada desde hace siglos!

La siesta. Ha sido la siesta lo que ayer hizo perderme lo de Sastre y l’Alpe d’Huez. Entre brumas, cuando me medio despertaba, escuché a Javier Ares pregonar la noticia. Me acordé entonces de José Antonio Montano. Y de Mercutio y sus predicciones. ¿Lo habría previsto Mercutio?, le pregunté a Carmen que, igualmente, peleaba por salir de la modorra. En realidad, no se lo pregunté a ella. Lo pregunté, en general. Al hado o al hada. Al granito alpino, no sé. A la naranja de la alerta. Pero cuando me contestó: ¿Mande…? supe, claro, que la pregunta era ociosa. Meramente literaria, o sea. Pero ahí está: más de dos minutos en los trece kilómetros (¡y veintiuna curvas!) de la ascensión. Con un par. Ni su jefe de filas, que iba de amarillo, aguantó el tirón. ¿Habrán reconvenido a Sastre por la proeza?

Reconvenido, ese sí, el pobre Pereiro. Después de la caída (bajaban a tumba abierta, que decía un clásico), de la rotura del húmero, del miedo, de la –así lo ha contado él mismo– sensación de que todo se acababa, de que lo único que quería era no sufrir demasiado en esa muerte que sintió con la mano en el culotte, ya en el hospital y radio mediante, habla con su mujer. Ella le habla en gallego y le explica que lo hace porque les están lloviendo las críticas más feroces, las amenazas más descarnadas, los insultos. Pereiro ha firmado el “Manifiesto en defensa de la lengua común” y los aberzales de la berza, la nabiza y el nabo han decidido hacerle la vida imposible. Se alegran, dicen, de la caída. Sólo lamentan sus escasos resultados. Ellos son así. Porque les sale, quieren desgalleguizar a Pereiro. ¡Como si tal fuese posible! Pero si hasta muchos argentinos son gallegos, coño. Y sin haber visto nunca O Monte do Gozo, a praia da Lanzada o el pai Miño en Fingoi. Estos sí que merecen alertas naranjas. O rojas y amarillas, leche.

(Escrito por Protactínio)

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23 julio 2008
Un verano (I)
El ciruelo se lanzaba hacia lo vertical del cielo casi transparente. Llevaba en el pueblo más tiempo que mi familia, casi tanto como el nogal que nos daba sombra en las infinitas tardes veraniegas. Entre el cobertizo y la roca que sujetaba el bancal escondíamos una caña larga, abierta en uno de sus extremos con una piedra plana que habíamos atado con una soguilla para que no se soltara.

Había amanecido varias horas atrás, pero aún el fresco se dejaba sentir en la piel. Me dirigí hacia el ciruelo dispuesto a coger algunas de aquellas ciruelas frailes, de carne prieta y sabor almibarado. La dueña las desperdiciaba pues las contaba cuando aún colgaban del árbol y luego cuando yacían en el suelo, como si la cosecha consistiera en esa contabilidad estéril y que se agotaba en saber que nadie le robaba ninguna. Como no ocurría así, a tardes alternas se acercaba por la casa y le protestaba a mi madre por el robo intolerable de sus ciruelas. Mi madre solía escucharla con paciencia y luego le preguntaba por su hija y por sus gatos, una manada de cimarrones negriblancos y pintos que no cesaban de reproducirse. Cuando volví a casa llevaba en el capazo una docena larga de ciruelas, alargadas, y verdosas entreveradas de brillos dorados. Las dejé en la alberca para que se refrescaran y poder comérnoslas al mediodía. Después, habiéndome calzado las deportivas, bajé al pueblo a por los churros. El camino de tierra desembocaba en otro de asfalto casi al llegar a la plaza, y desde allí solo había que ir cuesta abajo por un par de callejuelas escoltadas por macetas de geranios y olores de bodega y por el más que perceptible olor de la fritanga de la churrería. Allí compraba los tejeringos todas las mañanas, saludaba al churrero que me preguntaba por mi padre y se quejaba del tiempo que hacía desde que se vieron la última vez, casi casi cuando se fue mi padre a estudiar a Granada, y la mala suerte de que no habían logrado verse ni en el bar ni en la plaza. Por el camino, vi que María ya preparaba el cubo con la cal para darle una manita a la fachada y redondearla un poco más con una nueva capa.

De vuelta a casa, aún estaban dormidos, y desayuné a solas, con la cría de gato que había decidido quedarse a vivir con nosotros paseando por entre mis piernas y maullando lastimera. Después de desayunar había ya poco que hacer. El calor comenzaba a apretar y la naturaleza se detenía hasta el atardecer. Ni un gorjeo, ni las gallinas picoteando por el porche, ni los perros ladrando y jugueteando. Era un silencio inmóvil el de esas mañanas, solo quebrado por la música que salía de transistor a pilas que me llevaba al fondo de la huerta. Sentía pasar el tiempo mientras el calor resecaba mi piel. Mantenía una respiración pausada y suave, de descanso y atención. Cerraba los ojos y trataba de identificar todos los olores que me llegaban, las flores de los limoneros, de los limeros, de los mandarinos, el olor de las ciruelas, y el de la buganvilla del muro lindero con los vecinos. Quietud expectante y relajada, desmentida en lo alto por el vuelo obsesivo y circular de unos buitres. Ya alguien había despeñado por la barranca alguna recua enferma o vieja, quizás incluso muerta, ya los buitres se asomaban desde su distancia a la calva abierta por la Naturaleza entre el alcornocal y los olivares.

Cuando ya en la radio habían anunciado el ángelus y el sol en su mediodía se lanzaba de plano contra la blancura añil de las paredes, contra los caminos desiertos a esa hora, contra las láminas tensas y elásticas de las piscinas, me acerqué por el sendero terroso y me di un chapuzón en el agua helada y continua de la alberca, acaso solo deseando el frío que contraía los músculos y granulaba la piel renegrida. Desde una de las esquinas, la que siempre estaba soleada, veía el chorro incesante del manantial que se lanzaba contra el fondo de la alberca, detenido súbitamente por la superficie, y escuchaba el desagüe que se iba perdiendo en un regato cada vez más mínimo en el fondo de la huerta. A lo lejos, el murmullo de personas y las risas de los niños de El Zumacal, a veces tan cerca y otras tan lejos. Algunas mulas cruzaban indolentes la finca; en los serones de esparto, algunos aperos, las cáscaras de las almendras e incluso una cría de perra perdiguera. La temporada de la perdiz no andaba lejos, y los cachorros debían de aprender el rastreo y señalamiento de las aves.

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En esos años sonaban canciones como ésta o ésta, o ésta otra.


(Escrito por Garven)

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22 julio 2008
Qal’at Rabah

A Fernando y Elvira, recordando Barajas. A Arturo, pintor excelso de Calatravos que parecen Obersturmbannführer de las S.S. o agentes del K.G.B.

El pasado sábado se cumplió el aniversario de la batalla de Alarcos (1195), topónimo procedente de Al-Arak, el arco, por la curva que traza el Guadiana para evitar la elevación volcánica en cuya cima hubo asentamientos humanos desde, al menos, los iberos. Esto es poco original pues, que se sepa, otros dos importantes hechos de armas (Guadalete ,711 y Bailén, 1808) cumplieron años ese mismo día. Sí es recordable, sin embargo, por ser ésta la primera –y única– derrota de los freires calatravos en sus más de trescientos años de historia.

Poco temple tuvieron los Templarios cuando, en 1157, comunicaron al rey Sancho III que “non podrían ellos ir contral grand poder de los aláraves” que, de forma insistente, atacaban el castillo de Qal`at Rabah, fortaleza en una encrucijada de tres caminos (el de Córdoba a Toledo, el de Mérida a Tarragona y el de Portugal a Valencia) que Alfonso VII había ganado diez años antes, representando la frontera sur de la cristiandad. Tras la defección de los Templarios, el rey dispone que el cisterciense Raimundo de Fitero se encargue de la guarda de la fortaleza, que castellaniza su nombre árabe (Qal’at Rabah, Castillo de Rabah, nombre propio del, probablemente, primer defensor del mismo) haciéndolo Calatrava. Y nace, al poco, la primera de las órdenes militares españolas.

Bien que, inicialmente, los calatravos profesaban los tres votos (pobreza, castidad y obediencia), vestían hábitos y dormían sobre un simple jergón, dedicándose, por lo demás, a la oración y a la persecución del moro, una vez que dicha persecución pasó de ser batalladora a esencialmente diplomática, es decir, tras la victoria de las Navas de Tolosa, en 1212, la Orden devino, poco a poco, en un reducto aristocrático de considerable poder económico y bastante molestia para los reyes. De hecho, la fundación de Villa Real por Alfonso X en 1255 obedece al deseo real de dotarse de una ciudad aforada de realengo en pleno centro de los dominios de Calatrava. Posteriormente, reyes de Castilla como Alfonso XI o Pedro I no tuvieron ningún empacho en interferir manu militari sobre la elección de Maestres de la Orden. Por ejemplo, el Maestre, entre 1367 y 1371, Martín López de Córdoba, fue impuesto por Pedro I con la inestimable ayuda papal, para lo cual debió encarcelar previamente a don Diego García de Padilla, Maestre electo pero perteneciente a la partida de Enrique de Trastámara. A pesar de haberlo nombrado, Pedro I no las tenía todas consigo respecto a la lealtad de don Martín. Así, se confabuló con el comendador de Martos (calatravo igualmente) para que diese muerte al Maestre, con la promesa real de sucederle. No obstante, y aunque el de Martos apresó a don Martín, la intercesión del rey musulmán de Granada le hizo seguir con vida. Extrañamente, y eso sí que es lealtad medieval, don Martín se mantuvo fiel al rey Pedro en la pelea dinástica con su medio hermano Enrique de Trastámara, llegando a custodiar personalmente el tesoro real. Ello le valió, muerto ya Pedro en Montiel, ser degollado en Sevilla por Enrique II.

De las múltiples intrahistorias de la Orden, una de éllas me atrae particularmente por motivos de cercanía geográfica y personal: la batalla de Barajas. Me ha costado encontrar en la Crónica de Juan II, el rey que cambió el nombre de Villa Real por el de Ciudad Real, las páginas relativas a dicha batalla. Pero las he hallado y las copiaré luego para ustedes. La historia es tan simple como la maldad que al ser humano confiere la desmedida ambición. A finales de 1442, el anciano Maestre don Luis de Guzmán dejó el castillo de Calatrava La Nueva (Qal’at Rabah, o Calatrava La Vieja fue arrasada por los musulmanes tras la batalla de Alarcos) y se retiró a Almagro. Los rumores sobre su muerte inmediata corrían por la corte de tal modo que su sobrino, Juan Ramírez de Guzmán, Comendador Mayor de los Calatravos (tercer puesto en importancia institucional, tras el Maestre y el Clavero), decidió adelantarse a los acontecimientos y proponerse como futuro Maestre. Sin embargo, su agonizante tío ya había acordado con los calatravos que su sucesor sería Fernando de Padilla, a la sazón Clavero de la Orden. El aspirante, afecto a Enrique de Aragón más que a su rey natural Juan II, consigue de aquél una ayuda bajo la forma de cien jinetes y doscientos hombres de armas y se dirige desde Toledo hacia Calatrava. Enterado de ello el Clavero, le hace frente con superioridad de tropas y entablan batalla en Barajas, junto a Daimiel. Esto dice la crónica:
Capítulo XXXVIII. De la batalla que ovieron en el campo de Barajas el Comendador Mayor de Calatrava don Juan Ramírez de Guzmán y Fernando de Padilla, hijo de Pero López de Padilla, Clavero de la Orden de Calatrava.
En este tiempo, estando el Infante don Enrique en Toledo, vino ende nueva cómo don Luys de Guzmán, Maestre de Calatrava, estava en punto de muerte. E como don Juan Ramírez de Guzmán, Comendador Mayor de Calatrava, fuese mucho del Infante don Enrique, demandóle ayuda de gente para ocupar las tierras del maestrazgo teniendo que, aviendo los lugares y los votos de los Comendadores de Calatrava, (h)abría el maestrazgo. Para lo cual el Infante dio cierta gente que podrían ser con los de su casa hasta doscientos hombres de armas y cien ginetes, y con esta gente él se partió para continuar su propósito. E como el Maestre aún no fuesse muerto y toviesse la gobernación del maestrazgo un cavallero llamado Fernando de Padilla, Clavero de Calatrava, el cual como fue certificado de la venida del Comendador Mayor, allegó hasta cuatrocientos rocines, los ciento y ochenta hombres de armas y los otros ginetes con los cuales tomó su camino para donde le dixeron que el Comendador venía. Y como el Comendador Mayor supo la venida del Clavero, salió con la gente que tenía a un campo que se llama Barajas donde ovieron su batalla, la cual fue por ambas partes ásperamente ferida, en la que el Comendador Mayor fue preso y dos hermanos suyos y un su hijo y fueron muertos quatro sobrinos suyos y muchos otros presos y murieron muchos cavalleros de ambas partes y de la parte del Clavero fueron algunos muertos aun que no hombres de fación y otros fueron feridos.

Poco le duró, sin embargo, el cetro al vencedor. El 24 de febrero de 1443 fallece, por fin, el Maestre don Luis de Guzmán y el Clavero convoca Capítulo General de la Orden el día 2 de marzo. Allí, es elegido Maestre concediendo además a los freires que vivían en Calatrava cuanto estos solicitaron. Sabemos gracias a las Actas de dicho Capítulo, por ejemplo, que en el castillo tenían siete sirvientes moros (así los califica el acta) que hacían las labores de cocinero, herrero, leñador, pastor, hortelano, barbero y acemilero. Otrosí, que consumían al año mill et cuatrocientas arrobas de vino, las mill de pura et las otras de agua pie. No es mal consumo, si tenemos en cuenta que una arroba de vino es, exactamente, la treceava parte de un barril, que contiene 216.5 litros. Es decir, los freires se bebían casi ¡diecisiete mil! litros de vino puro al año. Considerando que el castillo lo habitaban entre veinte y veinticinco freires, echen ustedes la cuenta. Al saber de la elección, Juan II monta en cólera (ovo grande enojo dice la Crónica) por no haber sido avisado de élla. Él tenía su propio candidato: Alonso de Aragón, hijo bastardo del rey Juan de Navarra, y de sólo 14 años de edad. De tal forma, envía cartas al nuevo Maestre previniéndole de la, en su opinión, irregular elección. Incluso se sirve de don Pero López de Padilla, padre del mismo, para advertirle de los daños que caerán sobre él de persistir en su actitud, según el rey, levantisca. No hay caso. En un último intento por ganar partidarios, el nuevo Maestre libera al antiguo Comendador Mayor, al que venció en Barajas, haciendo que éste le bese la mano y le reconozca como nuevo Maestre. Don Juan Ramírez de Guzmán lo hace y, acto seguido, corre a Toledo a ponerse a las órdenes de Juan II, defendiendo a su candidato bastardo. El rey envía un ejército a sitiar Calatrava, bajo el mando del Infante don Enrique. De nuevo, la Crónica de Juan II es precisa:

Y estando el Infante en Cibdad Real embió notificar los poderes que llevaba del Rey por las villas y lugares del maestrazgo de Calatrava y del que el Clavero Fernando de Padilla ovo sabiduría de la venida del Infante partiose de Almagro y fuesse al Convento porque es lugar y fortaleza muy fuerte donde podía estar seguro y fueron con él Diego López de Padilla y Gutier de Padilla sus hermanos y la mayor parte de los Comendadores de la Orden de Calatrava que podían ser todos hasta cincuenta de cavallo y cincuenta peones que toda la otra gente avía despedido. (…) Y estando allí en el sitio sobre el convento acaesció que un escudero del Clavero Fernando de Padilla tirando con un mandrón a los que en el cerco estaban por caso desastrado dio al Clavero un mortal golpe en la cabeça del cual dende a pocos días fallesció.

Obsérvese que Fernán Pérez de Guzmán, autor de la Crónica, llama en todo momento Clavero al que ya era Maestre electo. Se ve que deseaba, cien años después de sucedidos los hechos, remodelar la historia y dar la razón a Juan II, cuyo bisnieto Carlos I ordenó escribirla. Al final, el bastardo se hizo con el Maestrazgo y rápidamente, tras el llamado “Golpe de Estado de Rámaga” (9 de julio de 1443, menos de un mes después de la muerte de don Fernando de Padilla) detuvo e hizo prisionero al rey Juan II. Agradecimiento, se llama eso.

(Escrito por Protactínio)

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21 julio 2008
Manifiesto por la libertad de lengua / Posología de las lenguas vernáculas
Con el fin de contribuir a la concordia en el espinoso asunto de las lenguas, común y vernáculas, ofrezco este Manifiesto, que se clavará en las puertas de iglesias, orfanatos, supermercados, casas de salud y delegaciones de industria:

1. Las lenguas no son personas jurídicas, ni siquiera físicas, por lo que no son sujeto de derecho. No insistan.

2. Sin embargo, los hablantes tienen derecho al uso de su lengua, como los creyentes a la práctica de su culto, puesto que de cultos y ritos hablamos. Ese derecho no implica más obligación por parte del Estado que la de no estorbar. En absoluto supone la declaración de oficialidad o el reconocimiento jurídico de “lengua propia” para una región, puesto que no hay ninguna comunidad en España con lengua vernácula como única propia ni exclusiva.

3. Las lenguas nacen, crecen, se prostituyen y mueren, como los osos pardos, el abejaruco moreno o los naturales de cualquier lugar, pero no son una especie en extinción. Principalmente porque no son una especie, sino que pertenecen a la misma especie: se pueden mezclar y cuando una se extingue se pasa a hablar en la vecina o en la que a cada uno le acomode. No procede su protección pública porque la extinción de una lengua no afecta a la comunicación entre ciudadanos bilingües ni de éstos con terceros.


4. Pueden considerarse como un bien público siempre que su uso no excluya a otra lengua (el castellano), no sea obligatorio para los residentes en un lugar determinado y sus beneficios (comunicación) se repartan de manera indivisible entre toda la comunidad, con independencia de que los ciudadanos quieran usarlas o no. Las lenguas vernáculas no cumplen estas condiciones hoy. Aunque fueran bienes públicos, el estado no queda obligado a su provisión pública ni gratuita.


5. Las lenguas sirven para comunicarse, incluso para entenderse, no para pedir subvenciones ni para sufragar canonjías. La dedicación al trabajo autónomo por parte de sus hablantes evitaría muchas tensiones y aliviaría notablemente la hacienda pública.


6. Posología de las lenguas vernáculas: se reconoce el derecho de sus hablantes a ser atendidos en ellas por los servicios públicos, quedando los funcionarios correspondientes obligados a entenderlas, que no a hablarlas. Unos modestos servicios de traducción de y a la lengua común y la buena voluntad de esos probos empleados públicos harán el resto, incluso el contento de los sensatos.

7. Contraindicaciones: su abuso puede producir exceso de bilis, ceguera e incluso ruina educativa y social en la zona afectada.

8. Las lenguas de combate están condenadas a la trinchera cuando la común conquistada se sacude de encima las balas de fogueo. Mientras esto no suceda, no se permite la violencia institucional ni social contra ninguna lengua.

9. No hay rentistas de las lenguas: los comisarios lingüísticos serán tratados como los capellanes castrenses y otras almas en pena: se les deja en libertad, sin cargos ni sueldo público.

10. Hay una jerarquía de lenguas, como la hay de novias, amantes, sabores, humores, honores y camisas que ponerse. Esa jerarquía se mide con la capacidad de comunicación y de mezcla que tiene cada lengua y con su apertura a nuevos hablantes. En la cola figuran aquéllas que necesitan subvención e institución para sobrevivir. No se engañen más con el placebo de la igualdad.

Este Manifiesto puede suscribirse íntegra, parcialmente o ser objeto de añadidos por parte del lector, siempre que sea de su puño y letra y al pie del pasquín.


Que disfruten ustedes de unas merecidas vacaciones lingüísticas. No podré atender sus justas reclamaciones hasta dentro de un mes.

(Escrito por Bartleby)

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20 julio 2008
Infiernidario




Cerca de Ribadesella, en un paseo matutino, encontré por casualidad un nuevo reloj de sol. Moderno y sobrio. Erigido cual templo al tiempo pasado y futuro. Con su gnomon y su lema.




El reloj está perfectamente alineado con el meridión y con el eje polar. Es ecuatorial y al parecer lo ha construido un doctor arquitecto.

Lo curioso del reloj de sol es que su eje polar (esa especie de cañon de artillería que se ve en la foto) también funciona de gnomón. Proyecta su sombra sobre una superficie plana donde se disponen las horas civiles del lugar (diferenciando pulcramente entre el horario de verano y de invierno). Sin embargo, como se ve en la foto, cuesta trabajo distinguir la sombra del eje polar.



La culpa, no podía ser de otra forma, es de un ladrillazo especulativo. O quizá de que el doctor arquitecto calculara mal. O, tal vez, que el doctor político dijera que tenía que ser allí.


Ein Deutsches Post / last churrero

dentro de poco me iré de vacaciones, así que he decidido contarle en esta carta todo cuanto sé de mí.

Siga con salud,


Eine Spanische Antwort /
poytq


Ánimo. Le espera una ardua tarea. Y no olvide volver de sus vacaciones. Es un consejo zen de Orravan Erep. El joven shaolín.

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19 julio 2008
Siam
Esto de los anuncios de viajes exóticos es una sutil estrategia para la frustración. Sobre todo en el mundo de los No-A (No-Acaudalados, No-Acomodados…). Con perricas, cuchufletas, que decía mi abuela, y con una buena billetera lo que le pide el cuerpo al currito es largarse a algún spa de lujo onírico del Lejanísimo Oriente. Esos que salen en las secciones de viajes apoteósicos, y que al ver el precio de la escapada desencadenan una angina de cartera o un estreñimiento de tarjeta de crédito en el lector del semanario de colorines.
Lástima que la inmensa mayoría no solo no podamos ir a arreglarnos las goteras del cuerpo a estos sitios tan prometedores (díganos, querido Crítico, si no le vendría estupendamente una temporadita aquí), sino que hasta corretear por las calles esquivando riskshaws, mendigos, coches destartalados y monjes budistas cargados con mochilas queda fuera de nuestras posibilidades.

La solución mas rápida (aparte de hacer como el Solitario y declararse “expropiador de bancos”) es montarse el ambiente exótico en la mesa. Decoración ad hoc, unos posters llamativos con fotos sugerentes, velitas y flores frescas, música de los aborígenes, telas en artística disposición…

(Antes del despelote y cambio a la camisola de batik, habrá que hacer un poco de intendencia… la cacerola wok, la salsa de pescado tailandesa y el tofu se pueden buscar en supermercados orientales o en algunos comercios como el Tijeretazo Británico o el Lidel)


Tofu frito con Salsa de Cacahuetes (Tou Hu Tod)

Para preparar la salsa, calentamos en un cazo a fuego muy suave 1 cucharada de vinagre de arroz y otra de azúcar y una cucharada de pasta de chile suave (o sea, se cogen chiles frescos y se majan en el mortero), mezclando con cuchara de madera o paleta. Cuando el azúcar esté disuelto, mezclar 6-8 ramitos de cilantro fresco picados, cacahuete (o anacardos) fritos y majados, y darle la vuelta de honor a la hierba para que se mezcle con el resto. Servir en un cuenco y coronar de abundante cacahuete (o anacardo) picado.

Digamos que no hemos localizado tofu frito en la tienda. Pues en este caso compramos tofu sin freír del “duro” (mas consistente), lo cortamos en trozos del tamaño de un bocado, lo escurrimos y lo freímos en abundante aceite de girasol (el aceite muy caliente, para que no empape la comida). Si lo encontramos ya frito, bastará con colocarnos en el horno en una bandeja y tostarlos unos minutos para que queden crujientes. Servir inmediatamente con la salsa de los cacahuetes (o anacardos).



Bocaditos Tailandeses de Pollo, Menta y Lima

Se elige una lechuga iceberg bien aparente, y se separan las hojas del cogollo una a una procurando no romperlas. Se lavan al chorro y se dejan en un recipiente con agua muy fría (algunos añaden cubitos de hielo para asegurar el helor), que las vuelve crujientes. Se mezclan en el wok colocado en el fuego 500 gr. de carne de pollo (o de cerdo si los adolescentes comensales tienen restringido el pollo por aquello de las hormonas), 100 ml de caldo de carne de buena calidad, 2 cucharadas de salsa de pescado tailandesa, 1 cucharadita de azúcar, dos cucharadas de jengibre fresco rallado y una guindilla de potencia mediana (o un chile rojo fresco) picadito, cocinándolo con fuego suave unos 10 minutos, de modo que la carne esté cocinada y el líquido reducido a unas pocas cucharadas. Añadir un puñado de hojas de menta fresca y otro de albahaca y el zumo de una lima. Se revuelve para mezclarlo bien y se aparta del fuego. Machacamos un puñado de cacahuetes fritos y se esparcen por encima. Se sirve junto con las hojas de lechuga de modo que cada comensal, armado de cuchara y platillo, pueda hacer paquetitos con las hojas de lechuga: se pone una cucharada del guiso en cada hoja y se cierra con pliegues que impidan que escurra el jugo, llevando el bultito a la boca con primor y engulléndolo de un bocado, así que a menos que tengáis como apertura un símil de buzón de correos o las fauces del Leviatán procurad ser mesurados en la paquetería. Para acompañarlo podéis usar arroz blanco thai (parecido al basmati) cocido según lo que indique el paquete, o fideos de arroz, que solo precisan de una cocción de dos minutos en agua salada hirviendo, escurrirlos y servirlos en fuente aparte.

Para acompañar: zumos de frutas exóticas, leche de coco, cerveza… ¿algún vino blanco seco?

De postre, servid piña natural en rodajas sobre hielo picado, que calmará el ardor del picante y ayudará a la digestión. Recordad que los masajes nunca se deben recibir durante la digestión a riesgo de provocar un corte de digestión, y menos si hay concupiscencia y libertinaje.

(Escrito por Mandarin Goose)

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18 julio 2008
Madiba Mandela


No, a los negros no les gustaba el rugby. Y que nadie me pida corrección política, la farsa que todo lo pudre. Llamaré así, genéricamente, a todos los surafricanos de origen Xosha, Nguni, Tsonga, Zulú o Swazi y demás, por contraposición a afrikaaners, anglosajones y mestizos o mulatos. Sólo porque hay que describir lo que se cuenta. Digo que no les gustaba, pero en realidad lo que detestaban era lo que representaba: el dominio blanco de los descendientes de los trekkers, la supremacía bóer del Partido Nacional. Era lo usual: silencio ante el Die Stem, y aplausos y vítores para los visitantes, sobre todo si eran los Lions. El delirio si ganaban la serie de test-matches a los aborrecidos Springboks, como en 1974, cuando los británicos de Willie John McBride derrotaron a los anfitriones.

Por eso lo que sucedió en 1995 fue milagroso. Sólo alguien que desde su celducha en Robben Island dispuso de una vida para estudiar a sus enemigos, pudo haber logrado unir a gentes tan diversas tras un proyecto común, del que el rugby no era más que un colofón. Ya sabemos que no fue fácil llegar al N’kosi Sikelel’ i Afrika, que era algo que sólo Mandela sabía, pues lo había diseñado con el tiempo detenido en aquella larga condena, cuando decidió que sus carceleros iban a dejar de ser enemigos.

Rhodesia es el negativo de la fotografía. Algunos recordarán el nombre del Reverendo Ian Smith, Premier de la colonia que había de ser Zimbawue. Y sabemos que allí también se jugaba un rugby decente. Y ya vemos en que ha quedado todo bajo la férula del sátrapa Mugabe.

Por eso recordamos en estas crónicas por primera vez a alguien que no fue un destacado jugador internacional, pero que hizo uso del rugby para un gran proyecto: el que pondría en práctica desde que en 1990 abandonará el presidio merced a esa jugada táctica de Frederick De Klerk, el Presidente a quien sustituiría en 1994. En esos cuatro años cruciales Mandela evitó la guerra civil a la que muchos querían ir y que pocos meses antes de que Joel Stransky marcara en primer ensayo para los Bokke en el partido inaugural frente a Australia, aun pretendía el General Viljoen.

Naturalmente el rugby sólo era una parte de la estrategia, la odiada religión del opresor, pero había una posibilidad de aprovecharla. Mandela sabía que contaba con el apoyo mayoritario de negros y coloured, a pesar de las trapacerías de Mangosothu Buthezeli y sus Inkhatas o de la villanía de Winnie, la que acabó con el tiranuelo angoleño. Pero el gran hombre estaba por encima de esas vicisitudes, no en vano venía preparándose como un redimido Montecristo. Afortunadamente para todos los implicados el hombre del Movimiento Nacional Africano, el marxista, maduró una respuesta sosegada, inteligente y magnánima. Abandonó la ortodoxia hegeliana y el odio racial y tendió la mano a los de El Cabo, para pisar firme y ganarse a los holandeses después.

El rugby, entonces. La metáfora del Afrikaaner, el calvinista que lleva a sus hijos descalzos a la escuela parroquial, donde juegan sobre maleza apenas desbrozada aprendiendo ya a despreciar el dolor físico, inútil para la mentalidad de frontera de los seguidores de Jan Smuts y del Presidente Krüger. En 1990, lejos de saber si los blancos anglosajones habían de aceptar el gobierno de la mayoría negra, comenzó su labor en libertad. Convenció a su partido para que abandonara su boicot contra el rugby y negoció con Louis Luyt el Presidente entonces de la South African Rugby Board, la segregacionista federación que iba a desaparecer en 1992. Sin embargo, en la primera ocasión que juegan los Springboks, retumba el Die Stem, contra lo pactado, como canto de afirmación frente a la Historia ineludible. Mal augurio. Mandela persiste y logra in extremis que el CNA no de marcha atrás justo cuando la IRB, en una apuesta muy arriesgada y jugándose el futuro de la competición, sólo en su tercera edición, otorga a Suráfrica la organización de la Copa del Mundo. Sin embargo, estalla la violencia, los zulúes Inkhata, los Umkhonto we Sizwe –las bandas armadas del CNA- los paramilitares del Afrikaaner Volksfront y el ruido de sables del ejército, de mayoría bóer.

Mandela no duda, no puede haber ganadores y sabe que se prepara un golpe de mano: Constand Viljoen, el general radical (su hermano Braams se lo ha contado) conspira contra De Klerk, el otro visionario, el que firmaría el acta de defunción del régimen. El arzobispo Tutú le anima: “hable con el general, o habrá guerra, es posible que la haya de todas formas”. El Presidente, el arzobispo y el político ganaron el Premio Nobel.

“General, ¿tomará leche con el té, azúcar quizá?”

Viljoen, dudó, pues oyó esas palabras en su lengua y no lo esperaba. No le dio tiempo a responder, Mandela advirtió la defensa frágil y la aprovechó. “General, no puede ganar”. Lo que siguió es parte de la Historia. Ganó el hombre de Estado, no hubo separación de un pretendido estado blanco, los Inkhata dejaron de navegar entre dos aguas, y en abril de 1994, cuando Viljoen y los suyos se hubieron plegado a lo inevitable, Suráfrica tuvo por presidente a quien lo había merecido. Aun así siguió el Presidente cultivando al General pues temía su potencial desestabilizador y sabía que habría brotes de violencia. Justo un día antes de que los Springboks se anotaran la primera victoria contundente desde su regreso al panorama internacional (frente a Gales, un 5 de noviembre y en Arms Park, cuando vimos por primera vez a los Du Randt y Van der Westhuizeen) Johan Heyns, un moderado afrikaaner fue asesinado. Era un símbolo. Los díscolos desafiaban a los colaboracionistas. La policía fue cómplice. El rey zulú Buthezeli, ministro de Asuntos Internos, espera acontecimientos, le preocupan más los suyos que la República. Pero Mandela mantiene firme el timón, no apacigua, combate a los rebeldes con la Ley y los destierra del futuro. La transición tiene capitán y habrá Copa del Mundo: Pienaar y los suyos, aun el gigantesco Kobus Wiesse, el que no habló con Chester Williams hasta que le endosó cuatro marcas a Samoa, se conmueven con su Presidente, que le visita en sus entrenamientos y acude a los partidos. Y se descubren los xhosas y los zulúes y los tsongas gritando por los Springboks y sufriendo cuando casi pierden bajo aquel diluvio frente a la Francia del malhadado Marc Cécillon (yo creo que fue ensayo) y llegan al paroxismo cuando se enfunda la camiseta con el nº 6 en la final y los All Blacks se dan cuenta de que no sólo juegan contra los Bokke, sino que la Historia les ha convertido en comparsas de algo más grande que el último acto de esa Copa del Mundo. Lomu y Zinzan y Mehrtens saben que no pueden ganar. Eran mejores, pero ni físicamente (una torpe maniobra ayudó) ni moralmente podían. Ni debían.



Hoy, 18 de julio de 2008, cumple 90 años un hombre decente. Madiba Mandela.

(Escrito por Phil Blakeway)

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[0] Editado por Tsevanrabtan a las 8:00:00 | Todos los comentarios 303 comentarios // Año IV