El año que viene, si nada lo impide, se cumplirán doscientos del nacimiento, un 12 de febrero, de Charles Robert Darwin, un hombre que aparecerá, seguramente, en cualquier clasificación de “los científicos más importantes de todos los tiempos”, un triunfador.
Es de suponer que con motivo de tal efemérides habrá todo tipo de actos, recordatorios y homenajes, sin duda merecidos, porque pocos casos habrá en que un científico y sus teorías hayan alcanzado un reconocimiento popular tan amplio, aunque no muchos sean capaces de entenderlas cabalmente, más allá de aquel aserto de que “el hombre desciende del mono”.
Pero como tantas veces ocurre, nadie se acordará del hombre que hizo posible, muy a su pesar, los descubrimientos del padre de la teoría de la evolución.
Hablo del almirante Robert FitzRoy, de familia nobilísima, no en vano era tátara tataranieto de Carlos II de Inglaterra, que desde tempranísima edad ingresó en la Navy, obteniendo las mejores calificaciones que se recordaban en la armada.
Era un tipo que hoy nos puede resultar paradójico, a la vez hombre muy culto, vivamente interesado por las ciencias sociales y de una profunda religiosidad, casi fanática. FitzRoy era uno de esos hombres (normales en su tiempo, claro está) que pensaban que la Biblia era no ya toda la verdad y nada más que la verdad, sino la verdad “literal”, particularmente el Génesis.
Tras la vuelta de su primer viaje a Sudamérica al mando del luego histórico Beagle, cuyo anterior capitán se había suicidado, nuestro hombre removió cielo y tierra para regresar. Sus razones eran varias: había traído consigo cuatro indios fueguinos a los que quería devolver a su tierra -así se lo había prometido y para aquel tipo la palabra de un caballero era sagrada- y quería continuar con la cartografía y con sus propias inquietudes, tanto naturalistas como de orden geológico, estas últimas motivadas fundamentalmente por la lectura de la obra de Lyell, de quien sin embargo discrepaba.
Sobre los fueguinos hay material para extenderse mucho. Sólo diré que la intención de FitzRoy, al parecer, era introducirlos en la civilización inglesa para que luego, devueltos a su tierra natal, pudieran impulsar la prosperidad de sus gentes. Los resultados fueron desiguales: uno falleció de viruela, con gran sentir de FitzRoy, quien se creyó culpable, y los otros oscilaron entre una aceptación casi total de las costumbres británicas, por el que llamaron Jemmy Button, y el rechazo frontal del apodado York. Diré como anécdota que llegaron a tener el privilegio de visitar a los reyes, en una entrevista que se antoja curiosa, cuando menos.
Una de las inquietudes del capitán del Beagle era encontrar alguien que le acompañara en
Darwin y la fortuna, porque el puesto estuvo prácticamente concedido a otra persona. Sin embargo, lo cierto es que ambos hombres mantuvieron una entrevista y enseguida surgió un entendimiento mutuo que podría llamarse incipiente amistad. FitzRoy, interesado en la frenología, advirtió a Darwin de que sus rasgos fisonómicos, a priori, le hacían parecer como poco apropiado para un viaje de aquella naturaleza, pero parece ser que la amena e interesante conversación del biólogo se impuso a todas sus reticencias, incluso las de tipo político, pues el uno era conservador y el otro liberal acérrimo.
Sea como fuere, FitzRoy venció la resistencia del Almirantazgo, poco inclinado a autorizar el viaje, empeñó su propia fortuna en ello y finalmente zarpó nuevamente con el remozado Beagle.
Ya a bordo, las discrepancias surgieron enseguida: FizRoy, por ejemplo, sostenía la absoluta veracidad del diluvio universal, que a Darwin le parecía improbable. Donde el marino veía una prueba de la inteligencia divina, al crear distintas especies de aves en los distintos hábitats, el otro intuía una explicación distinta.
Sea como fuere, el viaje fue una gran batalla intelectual y, con toda probabilidad, una de las aventuras más excitantes de la humanidad, desde cualquier punto de vista: la dificultad de la travesía, las tierras descubiertas, las especies desconocidas, los indígenas, pero también los conflictos sociales y militares en Argentina o Brasil.
Sobre los indios hay que volver un poco: al liberal Darwin los fueguinos le parecieron poco menos que “orangutanes tomando té en un zoo”, diciendo de ellos que habían caído tan bajo que habían adoptado formas del mundo animal. Los consideró ignorantes, bárbaros y salvajes, una raza inferior, prueba evidente del gran error de Rousseau, destinados a la extinción inexorable.
A FitzRoy, por el contrario, decidido conservador, sus firmes creencias le llevaban a considerarlos hombres como usted y como yo, creados a imagen y semejanza de Dios, descendientes de la unión de Esaú con la hija de Ismael.
Incapaces de llegar a un acuerdo, convinieron en que publicarían juntos los resultados de la expedición, si bien FitzRoy hizo prometer a Darwin que no daría luz a sus teorías, algo que para él suponía la mayor de las afrentas, puesto que al fin y al cabo la expedición estaba a su cargo.
Los resultados del viaje fueron esplendorosos, excepto en el experimento sociológico: los fueguinos fueron devueltos a sus tierras, pero al poco tiempo recuperaron sus viejas costumbres, aunque el joven Button mantuvo su devoción por FitzRoy durante mucho tiempo, pero esa es otra historia.
La de nuestro héroe desconocido nos cuenta que fue ascendido y recibió el cargo de gobernador de Nueva Zelanda, puesto en el que no duró demasiado, por su empeño en reconocer los derechos de propiedad de los nativos frente a la codicia de los colonos británicos.
De vuelta en su hogar, FitzRoy, almirante sin barco, con muy poco prestigio en la armada, fue parlamentario y asistió, finalmente, a la exposición y triunfo de las teorías de Darwin, quien las había culminado, según parece, tras el conocimiento de las de Malthus.
Hay quien sostiene que Darwin pidió permiso a FitzRoy para romper su promesa. En todo caso, se opuso firmemente a las mismas, con muy poco éxito, desde luego, lo que seguramente aumentó su frustración.
Sus finales fueron muy distintos. Darwin, universalmente reconocido, fue enterrado en la Abadía de Westminster, tras fallecer víctima de un colapso y de una enfermedad que aún se ignora, quizás contraída en el viaje del Beagle.
FitzRoy se quitó la vida con una navaja, años antes, incapaz al parecer de escapar al destino de los capitanes de su famosa nave.
En los últimos años de su vida, trabajó en la Cámara de Comercio, dedicado a la meteorología y al diseño de un sistema capaz de prevenir las tormentas en el mar, para beneficio de pescadores y marinos, que incluía predicciones del tiempo y una red de telégrafos que permitiera avisar de la llegada de aquéllas.
Lamentablemente, sus esfuerzos no hallaron demasiado reconocimiento. Esta vez, triste paradoja, el conservadurismo fue su enemigo. La opinión predominante era que el tiempo no se podía predecir y quien lo hacía era considerado un charlatán. Por si fuera poco, los propietarios de buques de pesca no veían bien que los barcos volvieran a puerto por un aviso de tormenta, y su presión política consiguió que finalmente las predicciones desaparecieran (incluso del Times). Al morir, se supo que estaba en la ruina.
El futuro fue más justo con él. Hoy en día es considerado uno de los principales impulsores de la meteorología y estimado, curiosamente, como un hombre adelantado a su tiempo, al menos en ese campo.
Hay un tipo de barómetro que lleva su nombre, una calle en Auckland, según creo y algún monte en la Patagonia, pero sospecho que lo que más le agradaría saber es que en 2002 se dio su nombre a una zona marítima.
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Buenos días. Su entrada, Schult, promete ser enjundiosa. La leeré con calma cuando tenga tiempo.