Don Zenón de las Tejadas, que así se llamaba el señor conde, perdía por ello poco a poco la alegría de vivir. Un día alguien le recomendó que fuera a consultar con el vidente del río Viar, en el cercano pueblo de El Carbonal, al otro lado del río Grande. Como no había puente, tuvo que cruzar el río en una barcaza de maromas. Don Zenón llegó con su charré, tirado por un garboso caballo blanco, cruzó el río en la barcaza y se encaminó a la cueva donde vivía el vidente. Al llegar a ella, un perro tan flaco que casi no podía ladrar salió a recibirlo y le acompañó olisqueándole los zapatos. Al oír el ruido de las pisadas y los lastimeros ladridos del perrillo, el vidente salió encorvado de la cueva. Era un viejo tan arrugado como la corteza de un alcornoque corchero aunque más ágil de lo que sería esperable en un hombre de tan avanzada edad. Los labios habían desaparecido por la falta de dientes y en los ojos tenía posadas dos nubes cenicientas que seguramente no le dejarían ver bien. Se sentó en una piedra y esperó a que el visitante llegara e hiciera lo mismo. Don Zenón le explicó el motivo de su visita al tiempo que depositaba a sus pies los dones que le habían dicho que llevara: una gallina negra ponedora con menos de un año y un canasto con frutas variadas del tiempo. El vidente cogió la gallina y se la puso entre el costado y el brazo izquierdo, acarició con la mano derecha la cabeza del animal, quedó un rato en silencio, la boca y los ojos discretamente entrecerrados, y, de repente, le arrancó a la gallina unas cuantas plumas que echó al suelo, cerca del cesto de la fruta y abrió los ojos para mejor escudriñar, en silencio, las aparentemente caprichosas figuras que habían formado las plumas al caer. Finalmente dijo con una tremenda naturalidad: “Todo está en la alimentación”. Dicho lo cual se levantó, tomó el cesto de frutas y la gallina y, sin mediar más palabras, entró de nuevo en la cueva.
A don Zenón aquello le pareció un fraude y así lo comentó con sus asesores. La verdad es que de nada le sirvió consultar con el vidente de El Carbonal. Su plantación siguió dando muchos limones pero, como siempre, escuchimizados y renegridos. Hasta que un día Don Zenón se levantó creyendo que había logrado, por fin, descifrar las palabras del vidente. Lo que ha querido decirme, pensó, al decir que todo está en la alimentación es que tengo que cambiar de abono, pero ¿a qué tipo de abono?, se preguntó alarmado. Fue entonces cuando llamó al Dr. Joebronner, un americano que le costó una fortuna y que se llevó varios días analizando muestras de tierra y de hojas de un modo aleatorio; sí, aleatorio: esta era la palabra que utilizó porque dijo que sólo si lo hacía así podía obtener conclusiones científicas. Al cabo de dos meses, el Dr. Joebronne emitió el tan ansiado informe en el que recomendaba a Don Zenón que debía utilizar un abono especial fabricado en exclusiva por una conocida factoría agroquímica norteamericana. Aunque el empleo del abono pudiera resultar sencillo, y de hecho lo era, el Dr. Joebronner recomendó a su cliente que los abonados de los primeros años los realizaran expertos cualificados de la factoría porque así obtendría la máxima eficacia.
Así dicen que lo hizo Don Zenón durante varios años, pero, ¡qué va!, las cosechas no mejoraban y para colmo los limoneros de su plantación estaban cada vez más mustios, afectados, decían, por una extraña enfermedad que llamaban la tristeza. Muchos árboles incluso se secaron, tal vez por haber recibido dosis excesivas del milagroso abono norteamericano.
Uno de los veranos que fui a visitar a mis padres, que vivían frente a la Laberinta, al otro lado de la carretera que atraviesa el pueblo de Los Nardos, me llamaron poderosamente la atención los limones que había en el repostero del comedor. Pregunté a mi madre dónde los había comprado y me dijeron que todos loa años se los regalaba la Laberinta. Al preguntarle por ella fue cuando me puso en antecedentes de lo que realmente había acontecido entre Don Zenón y la Laberinta.
Al parecer, años atrás, Don Zenón hizo todo lo posible por echar a la Laberinto de su vecindad. Decía que la choza desmerecía de su hacienda, que él se había gastado mucho dinero en adecentar la cerca y que la choza la deslucía. Llamó a los Escopeteros de la estación de Los Nardos y les encargó que echaran de allí a la Laberinta, con el fin de poder quitar la choza, que aquel suelo era de él y que así lo reconocían sus escrituras de propiedad. La Laberinta no les hizo caso, se resistió a ser expulsada y parece que los escopeteros la zarandearon con fuerza pero sin conseguir que abandonara la choza. Esa noche, la Laberinto abortó. Llevaba más de cinco meses embarazada. El feto estaba ya tan granado que pudo apreciar que se trataba de un varoncito. Estremecida de dolor lo tomó en sus manos y le echó las aguas santas al tiempo que lo nombraba Rafael, como su padre. Después cavó un hoyo entre los dos limoneros y lo enterró envuelto en un jirón de sábana. Varios días estuvo la Laberinta sin poder salir de la choza y no murió del trago gracias a la caridad de las vecinas, a alguna de las cuales, le contó con sigilo y a grandes rasgos la causa de sus males. Cuando se recuperó y salió a la luz del día se dio cuenta de que veía muy poco. Un médico le diagnosticó que tenía un glaucoma en fase muy avanzada. En poco tiempo quedó casi ciega. Echó los papeles y consiguió que le dieran los cupones. Vendiendo cupones mejoró su situación y reedificó su vivienda, ahora con ladrillos y tejas. De la desgracia de sus ojos sin luz le llegó la prosperidad cuando menos lo esperaba. Poco después sus dos limoneros empezaron a dar las esplendorosas cosechas de limones que tanto envidiaba su vecino, el señor conde. Cuando alguien le decía que por qué no vendía sus limones, que podían alcanzar muy bien precio en el mercado por ser tan escasos como excelentes, ella respondía con aplomo que la carne de sus entrañas nunca estaría en venta. Que los podía regalar, pero nunca vender.
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Les dejo este texto de mi querido filósofo Santiago López Petit para que veamos todos que hay vida intelectual más allá de los manido temas de Millet, Gurtel y Caja Madriz Aguirre.
Esa realidad que se nos impone como única y sin afuera, como plenamente tautológica no es más que la verdad del capital. Digámoslo claro. La verdad del capital es la que ha triunfado y frente a ella no hay en estos momentos alternativa alguna. La verdad del capital ha triunfado porque puede organizar el mundo. Sólo hay que ver lo que sucede en relación a la crisis actual. Nadie es capaz de poner en el centro del debate la necesidad de una verdadera transformación social. Sólo se oyen las propuestas cínicas de reformular las bases éticas del capitalismo, desde Sarkozy a los intelectuales que sostienen el statu quo. Mi respuesta a tu pregunta es entonces: ¿cómo se combate una verdad sino es desde otra verdad? Si quieres lo puedo formular de una manera menos provocativa. Esa realidad a la que simplemente he intentado aproximarme está atravesada por una profunda crisis de sentido. Esta crisis de sentido remite al hecho de que el sentido del mundo es uno solo. ¿Por qué? Porque existe un único acontecimiento que da sentido al mundo, ese acontecimiento es el desbocamiento del capital, lo que de una manera aproximada podríamos llamar la globalización neoliberal. Cuando el sentido es único hay necesariamente una crisis de sentido, ya que el sentido siempre es plural. Evidentemente esta crisis de sentido tiene una lectura conservadora (crisis de valores, crisis de autoridad…). Lo que me interesa destacar es que la mayor parte de la propuestas críticas intervienen aquí intentando proponer un sentido a esta crisis. Desde un nuevo relato emancipador, a la diseminación, pasando por un pragmatismo desencantado… Pues bien, yo creo que sólo la verdad –una verdad que nace en la experiencia de lucha y del compartir –puede sacarnos de la crisis de sentido e incidir sobre la realidad. La verdad entendida como desplazamiento o interrupción del sentido común y de la realidad obvia.
¿Podrías dar algún ejemplo?
Si en lugar de autoestima hablamos de dignidad abandonamos el ámbito de los libros de autoayuda -que en el fondo siempre plantean un pacto cobarde con la vida- por una posición desafiante; si en lugar de participación hablamos de implicación, abandonamos una problemática interna al poder por una posición crítica respecto del poder, etc. La verdad es el desplazamiento. Más exactamente, la verdad se produce en el momento del desplazamiento.