(Hoy, sábado 31 de Mayo, se celebra el Día de Castilla-La Mancha. Este año, además, el sitio elegido para los fastos es la villa de Las Pedroñeras, patria del ajo morado y de Manolo de la Osa. Como estoy en tierra extraña, los vinos son ácidos y mi melancolía resbala peligrosamente hacia cierto caudaloso río que, afortunadamente, no me lleva a ninguna parte, he decidido recuperar, para todos ustedes, una entrada antigua de mi extinto blog. ¡Viva la Mancha!)
“De que le vi llegar con la albarda en la mano, dije: a por la burra viene.” Esta sentencia resume la lógica de las tierras raras. Es una lógica de martillo y yunque: sencilla aunque eficacísima, sin necesidad alguna de interpretación o matización. La cocina es hija directa de la lógica; y de la necesidad, claro. ¿Qué se puede hacer con patatas, huevos, ajo, aceite y el único pescado que sobrevive a la infinita distancia al mar de estas tierras de frontera? Ajoarriero manchego o, por más poético decir, atascaburras. Plato de rápida factura y fácil deglución, igual sirve para el niño que para el viejo desdentado, que no deja de ser un niño con melancolía. Y aporta los tres principios inmediatos en cantidades equilibradas. Eso lo comprendemos ahora; nuestra historia, en fin, no es más que intentar comprender lo que de siempre se ha sabido.
El inicio de la intrahistoria del atascaburras, tiene mucho que ver con el pilpil pues, al igual que los vizcaínos, comenzamos por sofreir ligeramente en buen aceite, y a fuego mínimo, unos ajos laminados impidiendo que lleguen a tostarse. Cuando las láminas se rompan sin dificultad bajo la leve presión de una cuchara de madera, habremos conseguido su sazón. Separaremos el frite del fuego, y lo dejaremos a su amor hasta que la ley del enfriamiento que formulara Newton se cumpla y su temperatura se iguale a la de la cocina. Por otra parte, habremos desalado durante doce horas, cambiando el agua un par de veces, un par de buenas porciones de lomo de bacalao. No es menester llegar a su completa rehidratación, pues la sal que aún conservan será la que el plato lleve. En abundante agua, llevaremos los lomos de bacalao hasta que comiencen a producir esa espuma blanca y odorífera que, a más de contentarnos el estómago ante la perspectiva, nos avisará de que ha llegado el momento de retirar del fuego. Si nos pasamos en el tiempo de esta breve cocción, el pescado quedará seco y zapatero y, salvo que queramos elaborar un “plato-homenaje” a la nada mental, no debemos alcanzar dicho punto de sobreguisado. Pelaremos y lavaremos cinco patatas medianas que, troceadas sin miramientos, coceremos, éstas sí, unos veinticinco minutos acompañadas de un par de huevos. No es que la operación precise de particular valor o viril gallardía: es que el plato requiere dos huevos duros. Y ya lo tenemos todo. Majaremos hasta convertir en finas hebras los ajos con una miajita de su aceite; pelaremos los huevos y separaremos variables: las claras serán, entonces, finamente troceadas; es también el momento de deshojar el bacalao, que ya tendrá una temperatura apta para ser manejado sin quemarse. En un recipiente semiesférico truncado por su base (de otro modo no sería fácil la operación, al menearse éste como un tentemozo), mezclaremos las patatas, las hojas de bacalao, la picada clara de los huevos y el majado de ajo y, ayudados por un tenedor grande de madera, empezaremos a majarlo todo, añadiendo chorreones generosos del aceite frito y frío. Proseguiremos la operación hasta que la patata deje de pegarse al tenedor: ése es el momento, señores. Alisaremos la superficie, por mor de la refinada presentación y, provistos de un rayador metálico, haremos añicos una de las yemas –ahora ya amarillas esferas– espolvoreándola sobre el guiso. Un manojito de berro artísticamente colocado en el centro, dará una nota de prescindible color. Se puede tomar templado, es decir, justo después de guisarlo, o dejarlo un buen rato hasta que se enfríe por completo. Personalmente, prefiero la primera opción.
Lo podemos acompañar, albarda sobre albarda, con un Airén del año, más aún en este tiempo cuando ya el vino, embotellado hacia mitad de diciembre, ha adquirido todo su cuajo. Si el Airén fermentó en barrica, la felicidad será tal que veremos disiparse las nieblas que cubren estas tierras raras y hasta brotará de nuestra sesera un haiku manchego:
En el plato la nieve
Atascaburras
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