(M. C. Escher, Metamorfosis)
Que la correspondencia entre lo que hay y la idea que nos hacemos de ello es defectuosa y frustrante es tema inaugural de cualquier curso de filosofía. Hay que contar con ello, cogerlo por los cuernos, cortar por lo sano —y pasar en seguida a otra cosa. Cualquier certeza vale: que esta correspondencia es, a pesar de sus defectos, lo único que tenemos, y por tanto irrenunciable; que no cabe pensar en ella como un defecto insalvable, sino como un déficit progresivamente cubierto, a medida que la Ciencia y la filosofía van corrigiendo las tosquedades del lenguaje común y tratando con la debida ironía y precaución sus propias producciones; que si los pretendidos defectos no impiden que las máquinas funcionen, los silogismos cuadren y la comunicación fluya, sería estúpido darles demasiada importancia.
Tiene, por tanto, mérito que Agustín García Calvo lleve tantos años insistiendo en que esta herida fundamental no puede menos que cerrar en falso. Sin embargo, es así. Ahora mismo, alguien (cualquiera) siente o contempla, dormido o despierto, lúcido o ebrio, algo que escapa a las categorías que conoce, y siente, quizá inseparables, la amenaza que eso supone para su equilibrio y el placer de entregarse a tal vértigo. No ha pasado un instante y ya esa patata caliente está en manos de don Real, convertida en una formulación que utiliza las ideas disponibles y por tanto las reitera y confirma.
El movimiento, sin embargo, se produce en ambos sentidos. También ahora mismo, alguien está combinando palabras (e ideas) comunes, y una vez de cada muchas, acierta a producir un enunciado que en vez de confirmar los supuestos que lo hacen posible, los pone en duda o desmiente. Mi ejemplo favorito (que debo, como tantas cosas, a Ana Leal) procede de un poema del maestro:
entre tú y yo, nada.
¿Qué intimidad podría haber mayor que ésta?: que nada se interponga entre nosotros. Sin embargo, tanto el contexto como la formulación en sí admiten y aconsejan una interpretación inconciliable, opuesta: negar que haya nada entre nosotros es excluir todo vínculo o relación, colocarnos en órdenes tales que, cual flecha de Zenón, ni en siete ni en mil pasos podríamos desplazarnos por el eje de semejanza o contigüidad y llegar del uno al otro.
Aunque García Calvo explica en sus libros que la poesía es una confluencia del ritmo laxo del lenguaje y el ritmo medido de la música, en letra pequeña nos recuerda que la virtud principal de este dejarse ir a tiempo reside en favorecer ocurrencias como ésta, que por caminos imprevistos salen de lo real con dirección desconocida. Del Hades, receptor universal, escapan chispas de continuo, grumos inertes que cobran vida.
La imagen de este doble movimiento (lo desconocido dejándose atrapar; lo conocido revelándose prodigio) tiene la fuerza de una cosmogonía mítica: no importa cuándo mires (quizá ni siquiera adónde), don Real mantiene intacta su soberanía a grandes rasgos, pero sus redes se alimentan de lo desconocido (su administración de Muerte precisa algo vivo que la soporte) y, por familiares y bien trabadas que sean, no pueden conjurar del todo el riesgo de deshacerse en cualquier momento, volverse inmanejables sin previo aviso.
Si no hay aventura filosófica ajena a esta danza, tampoco hay ninguna que guarde la debida fidelidad a la misma. Es mezquino negarle a García Calvo el agradecimiento que le debemos por mantener despierta, cual tábano socrático, esta conciencia entre lógica y lisérgica de la que es tan necesario evadirse para ser uno mismo y funcionar como Dios manda, con la debida confianza en nuestros intereses, inversiones y perspectivas.
Don Real procesa como puede estas aportaciones. Esta misma entrada, si en un 50% intenta hacer sentir la maravilla de lo desconocido, en otro tanto-por-cierto contribuye a la industria de las glosas y explicaciones que reducen lo imprevisto a variación banal de lo dado. Escupan, si pueden, las molestias —y acéptenme, a cambio, este gracias.
(Escrito por Al59)
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