EL CASO DEL RESERVA VIOLETA
Desde hace algunos años, soy miembro del comité de cata de cierta Denominación de Origen. Legalmente, aquel vino que se rechaza por la mayoría de los catadores no puede embotellarse con la etiqueta de la denominación de origen. La realidad es muy distinta: todos los vinos embotellados que se catan vienen ya provistos de su contraetiqueta, por la que los bodegueros han pagado a la D.O. su tasa pertinente. Primera mentira. ¿Qué pasa con los descalificados?, pregunté ingenuamente la primera vez que observé la etiqueta ya pegada. En realidad, nada. Pero hemos de tener comité de cata, porque lo exige la ley. Tan anchos. Se quedaron tan anchos. Pero el viernes pasado, la cata adquirió notas casi dramáticas: rechazamos el ochenta por ciento de los Reservas. No lo eran: su color vivo, fresco, su ausencia de aromas terciarios más allá de un ligerísimo recuerdo de la madera… Los cinco catadores estuvimos de acuerdo… hasta que apareció un vinito, por lo demás muy bien hecho, que sólo yo rechacé. Un colega, enólogo de la prestigiosa cooperativa X cuyo presidente también formaba parte del panel, me preguntó:
-¿No te ha gustado?
-Sí, está bien, contesté. Pero no es un reserva. Como no lo eran los de antes…
Al acabar la cata, taponé todas las botellas catadas para llevarlas al laboratorio y analizar sus flavonoles; al hacerlo, les quité el papel de aluminio que las recubría para ocultarnos marcas y bodegas. Y entonces lo descubrí: el “Reserva” color violeta que sólo yo había descalificado, estaba hecho en la cooperativa X. Al parecer, todos lo sabían menos yo.
EL CASO DE LA BODEGA INEXISTENTE
En los últimos años, mucho dinero (muchísimo, en realidad) del ladrillo y de la industria aneja ha ido a parar al campo. A los nuevos ricos, como los buenos parvenus que suelen ser, les luce lo de tener tierras. Y si es con viñas, mejor. Y con bodega, ni te cuento. Ayer, en cierta feria de la alimentación que se está celebrando en mi pueblo, estuvimos un buen rato en el stand de una ya famosa (aunque nueva) marca de vinos y aceites. Me sorprendió la diferencia entre el contenido varietal escrito en la etiqueta y lo que mi nariz y mi boca me decían, pero me callé prudentemente. Pero, sobre todo, no fui capaz de detectar el más mínimo rastro de cepas jóvenes en un vino procedente de plantaciones con menos de siete años. Estás perdiendo facultades, tío… será cosa del tabaco, me dije a mí mismo algo inquieto. Luego, en la comida, un amigo que conoce el percal (tanto que lleva la contabilidad agraria de la mencionada empresa), me lo aclaró todo. Nada existe: ni la viña, ni los olivares, ni la bodega, ni la almazara de primor ni la casa dedicada al enoturismo. Nada. Puro marketing. El vino se lo compran ya ensamblado a la Bodega X, que lo embotella y etiqueta, y el aceite a la cooperativa Y. Los teléfonos de contacto nunca contestan o te introducen en una jungla de musiquillas y pulse 3. Eso sí: catas en Madrid dirigidas por el famoso P. y la señora M., páginas compradas en la prensa nacional y presencia (pagada, claro) en determinados blogs de vino y gastronomía. Y a ganar diez euros por botella. Limpios de polvo y paja y sin tener que mirar al cielo. Con un par.
EL CASO DEL NOBLE BODEGUERO
Innovador. Famoso. Formado en enología en las mejores Universidades. Amigo íntimo de gurús como Smart, Dixon y el propio Parker. En fin: un lujo de viticultor moderno, internacional, avanzado. Los vinos, claro, con su nombre. Sin necesidad de más. El perfecto anfitrión en su finca: cortés, generoso en los aperitivos que acompañan a la cata, siempre ocurrente y lleno de anécdotas. Un gentleman vestido de pana verde y zapatos ingleses de campo. Poca gente sabe, sin embargo, que hace años, sus innovadoras ideas le llevaron a la ruina: la viña tarda en producir un fruto vinificable de calidad y los bancos te comen por los pies. ¿Solución? Venderlo todo a un potente grupo industrial que embotella (¡y mete en tetrabrick!) vinos de toda laya y condición, negociando que el nombre del susodicho grupo ni aparezca en la botella. Sólo su nombre, que es el que tiene caché. Al grupo le viene bien, porque su fama enológica es manifiestamente mejorable y a él, claro, también: parece que todo sigue en sus manos. Y ahí está, recomprando poquito a poco lo que fueron sus viñas a estos señores tan vulgares. Pero sin perder la sonrisa ni el porte. Y diciendo, siempre, mis viñas casi como si se refiriese a sus hijos.
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