Ayer me acordé de ustedes:
__________________________Robert Anson Heinlein – El gato que atraviesa las paredes
(Al final del capítulo 3)
—¿Crees que vas a poder dejarme atrás? ¿El día de nuestra boda? ¡Inténtalo si lo atreves!
—Entonces sería conveniente que lo pusieras algo de ropa.
—¿Te avergüenzas del aspecto que tengo ahora?
—En absoluto. Vamos.
—Está bien, de acuerdo. Medio segundo, mientras encuentro mis zapatillas. Richard, ¿podemos pasar antes por mi compartimiento? Esta noche en el ballet lucía muy chic, pero el traje es demasiado elegante para los pasillos públicos a esta hora del día. Querría cambiarme.
—Tus menores deseos son órdenes para mí, señora. Pero eso suscita otra cuestión. ¿Tienes intención de trasladarte aquí?
—¿Quieres que lo haga?
—Gwen, mi experiencia me dice que el matrimonio puede soportar a veces las camas separadas, pero casi nunca los domicilios separados.
—No me has contestado.
—Así que lo has dado cuenta: Gwen, tengo una mala costumbre que hace que resulte difícil vivir conmigo. Escribo.
Pareció desconcertada.
—Así que me lo has dicho. ¿Pero por qué lo llamas una mala costumbre?
—Oh... Gwen, mi amor, no estoy disculpándome por escribir, del mismo modo que no me disculpo por esa pierna que me falta..., y realmente una cosa conduce a la otra. Cuando ya no pude seguir la profesión de las armas, tuve que hacer algo para comer. No estaba entrenado para ninguna otra cosa, y allá en casa algún otro tipo tenía mis papeles. Pero escribir es una forma legal de evitar trabajar sin tener que robar, y un trabajo que no necesita ningún talento especial ni entrenamiento.
»Pero escribir es antisocial. Es tan solitario como la masturbación. Molestas a un escritor cuando se halla en plena vena creativa, y lo más probable es que te muerda hasta el hueso, sin siquiera saber que lo está haciendo. Como se dan cuenta a menudo las esposas y esposos de escritores y escritoras, con gran horror.
»Y..., ¡atiende cuidadosamente, Gwen!..., no hay forma de que los escritores puedan ser domesticados y devueltos a la civilización. Ni siquiera curados. En una casa con más de una persona, en la que una es escritor o escritora, la única solución conocida por la ciencia es proporcionarle al paciente una habitación donde pueda aislarse, donde pueda soportar su estados más agudos en privado, y donde la comida pueda ser introducida mediante un palo largo. Porque, si molestas al paciente en tales momentos, puede estallar en lágrimas o ponerse violento. O puede no oírte en absoluto y..., si lo sacudes en este estado, muerde.
Sonreí con mi mejor sonrisa.
—No lo preocupes, querida. En la actualidad no estoy trabajando en ninguna historia en particular, y evitaré empezar una hasta que arreglemos una habitación de aislamiento donde pueda trabajar. Este lugar no es lo bastante grande, y tampoco el tuyo. Hummm, antes de que vayamos al eje quiero llamar a la oficina del Administrador y ver qué compartimientos más grandes hay disponibles. También necesitaremos dos terminales.
—¿Por qué dos, querido? Yo no utilizo mucho el terminal.
—Pero cuando lo haces, lo necesitas. Cuando estoy utilizando éste en modo de proceso de textos, no puede ser usado para ninguna otra cosa..., nada de periódicos, ni correo, ni compras, ni programas, ni llamadas personales, nada de nada. Créeme, querida: sufro esta enfermedad desde hace años, sé como manejarla. Déjame tener una habitación pequeña y un terminal, déjame meterme en ella y cierra con llave la puerta a mis espaldas, y será como si tuvieras un marido normal y saludable que se marcha a la oficina cada mañana y hace lo que se supone que hacen los hombres en las oficinas, cosa que nunca he sabido qué era ni he tenido demasiado interés en averiguar.
—Sí; querido. Richard, ¿te gusta escribir?
—A nadie le gusta escribir.
—Me lo preguntaba. Entonces debo comunicarte que no lo dije exactamente la verdad cuando señalé que me había casado contigo por lo dinero.
—Y yo tampoco lo creí. Estamos en paz.
—Sí, querido. Realmente puedo permitirme el mantenerte como un animalito de compañía. Oh, no puedo comprarte yates. Pero podemos vivir con una razonable comodidad en la Regla de Oro..., que no es precisamente el lugar más barato del Sistema Solar. No tienes que escribir.
Me detuve para besarla, cuidadosa y concienzudamente.
—Me alegro de haberme casado contigo. Pero voy a tener que seguir escribiendo.
—Pero no te gusta, y no necesitamos el dinero. ¡De veras, no lo necesitamos!
—Gracias, amor. Pero no te expliqué el otro aspecto insidioso de escribir. No hay forma de dejarlo. Los escritores siguen escribiendo incluso mucho después de que les resulte financieramente innecesario..., porque duele menos escribir que no escribir.
—No comprendo.
—Yo tampoco lo comprendí cuando di ese primer paso fatal..., era un relato corto, y pensé sinceramente que podía dejarlo en cualquier momento. No importa, querida. Dentro de diez años comprenderás. Simplemente no me prestes atención cuando lloriquee. No significa nada..., tan sólo el mono que tengo sobre mis hombros.
—¿Richard? ¿Ayudaría un psicoanalista?
—No puedo correr ese riesgo. En una ocasión conocí a un escritor que había intentado ese camino. Le curó de escribir, es cierto. Pero no le curó de la necesidad de escribir. La última vez que le vi estaba acurrucado en un rincón, temblando. Era su fase buena. Pero la simple visión de un procesador de textos le provocaba un ataque.
—Oh... ¿De nuevo esa ligera tendencia a la exageración?
—¡Vamos, Gwen! Puedo llevarte hasta él. Mostrarte su lápida. No te preocupes, querida; llamaré a la oficina del Administrador. —Me volví hacia el terminal...
__________________________Robert Anson Heinlein – El gato que atraviesa las paredes
(Al final del capítulo 3)
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