Para muchos ciudadanos españoles corren tiempos difíciles, que generan miedos muy concretos, de esos que no dejan dormir: a perder el trabajo, a tener que cerrar la empresa, a no poder pagar la hipoteca ni enviar a la universidad a los hijos, a no saber, en definitiva, qué va a ser de mí y mi gente dentro de cinco o diez meses. Lo peor de estos miedos es la indefinición de sus causas, ignorar cuál es su fundamento real, no comprender qué mecanismos los mueven. También la sensación de que no hay nadie al timón de la nave España, a la que unos vientos tempestuosos empujan por unas aguas amenazantes a las que no se les ve el fin. ¿Por qué, de pronto, se nos viene encima todo esto? ¿Qué podemos hacer para superarlo? La falta de respuestas sencillas, fáciles de entender o creer, genera frustración, angustia, miedo, todo ello amalgamado en una abrumadora sensación de soledad ante el peligro.
Voy a atreverme a hacer una disección de este embrollo. Para empezar, lo que nos está pasando se debe a causas en parte externas y en parte internas a España.
En cuanto a las causas externas, se resumen en un cambio del sistema económico mundial, al que hemos llamado globalización y que consiste en la creación de un mercado único planetario. Como en todos los sistemas económicos que se han venido sucediendo desde el Neolítico, su cinética es ondulatoria, hecha de una sucesión de períodos de expansión y contracción. Además, no existe todavía el correspondiente sistema político planetario capaz de mantener a ese mercado bajo un cierto control. Atraviesa ahora una contracción o crisis, que no es la primera ni será la última. Los países ricos vivimos por encima de nuestras posibilidades, y los emergentes se enfrentan a aceleraciones de crecimiento en las que más de uno se saldrá de la carretera. Tienen que producirse ajustes, todo esto es absolutamente normal, aunque no por ello menos fastidioso.
Si hay suficiente inteligencia en el planeta, la prognosis final de estos procesos globalizadores debería ser optimista. Irá surgiendo de ellos un mundo más igualitario, que será un mundo más justo y con menos guerra. Algo así era lo que pregonaba como posible en los años 50 el gran Bertrand Russell, un filósofo metido a utopista, cuando escribió “New hopes for a changing world”: el mundo, amenazado entonces por el estalinismo y la guerra atómica, podría llegar a ser feliz gracias al progreso de la técnica y una vez unificado políticamente bajo el gobierno mundial de una gigantesca federación, siempre que fuera capaz de controlar el crecimiento de la población.
Del lado positivo, yo destacaría en este mundo globalizado dos fenómenos: a).- Una transparencia informativa enorme gracias a Internet, que es fuente de numerosas oportunidades y también de igualdad y conocimiento mutuo de los humanos. b).- La desaparición de las fronteras en la economía productiva, que hace real el viejo y mítico peligro amarillo, con su fortísima capacidad competitiva, pero que también, al repartir las cartas de nuevo, abre para el conjunto del mundo grandes esperanzas.
Del lado negativo: a).- La aparición de una economía financiera cada vez más apartada de la economía productiva, lo que se pone dramáticamente de manifiesto en la volatilidad de las Bolsas, que ya no se sabe para qué sirven. Esta economía financiera es viciosamente especuladora y crea burbujas inflacionarias, es decir, crea artificialmente dinero, como en los viejos tiempos, solo que mucho más a lo bestia; vienen a la memoria aquellas burbujas inflacionistas del franquismo autárquico, que estaban bien mientras duraban, pero que de súbito estallaban arruinando a media España. b).- Un fundamentalismo muy extendido geográficamente que ve en la guerra la solución de sus problemas; una guerra nueva, la del terrorismo y la inmigración masiva generadora de guetos transculturales en los que pueden esconderse los terroristas. Este fundamentalismo es el último reducto, por el momento, de un pasado humano sangriento, y no se le debería dar cuartel.
En cuanto a las causas internas, son ese conjunto de errores que se han venido cometiendo en España, en buena parte inexcusables, que agravan el impacto de esa crisis global que golpea también a los españoles. Cansa tener que volver a enumerarlos, pero es que de obvios que son los dejamos de ver a cada momento.
Después de cuarenta años de rodaje, el estado de las Autonomías ha tenido sobradas ocasiones de poner de manifiesto sus puntos débiles. Debe renovarse, porque es ley de vida, debe enfrentarse a sus problemas y adaptarse a las nuevas circunstancias. Tanto este estado como la nación española que lo sustenta están en crisis, pero se trata de un fenómeno natural, que no hay que tomarse a la tremenda. La crisis afecta, por lo honda y extensa, a todas las dimensiones del estado.
Empiezo con la crisis política:
Tenemos una clase política profesionalizada, con una arquitectura de chimenea, ahí está el caso de Manuel Pizarro para demostrarlo. Gestiona con poca eficiencia, derrochando una parte significativa del dinero público, y no se atreve a tocar el statu quo sobre el que se asienta su opulencia; ¿para cuándo una nueva ley electoral, con listas abiertas y neutralización del poder bloqueante de las minorías sobre los presupuestos del estado? Pero nuestra sociedad tampoco acaba de madurar políticamente y de entender que la alternancia frecuente del partido en el poder es fundamental para la salud democrática: ahí está para recordarlo el triste caso de Andalucía, convertida en ese mezzogiorno somnoliento que necesitan los políticos mediocres. No dejan de crecer, por otra parte, la insolidaridad y la fragmentación del país, resultantes de la multitud de gobiernos de los que los ciudadanos dependemos: europeo, nacional, autonómico, local, todos con amplios poderes, lo que lleva a consecuencias tan escandalosas como la enorme y creciente desigualdad fiscal entre las regiones, también a unos sistemas educativos que ahondan las diferencias propias de una España vieja y compleja y no forman a los jóvenes para la vida que se les echa encima. Finalmente, el grave deterioro del prestigio y la capacidad operativa del poder judicial son muy preocupantes; sin una Justicia rápida y eficaz no puede haber una democracia sana; ¿por qué pasan, no ya los años, sino las décadas, y sigue sin resolverse este problema, cuya naturaleza debería ser simplemente técnica?
Sigo con la crisis económica.
El sistema financiero, o sea los bancos y cajas, tiene que superar su indigestión de créditos fáciles antes de que el país entre en bancarrota. El gasto público, por su parte, se ha ido de las manos corriendo sin control, y muchas políticas públicas, como la energética, siguen indefinidas, dando bandazos. A la mayoría de las empresas, que son pymes, les será difícil sobrevivir si persisten las condiciones actuales, con unas estructuras sindicales y unas relaciones con la administración en fase avanzada de fosilización. No creo que todo esto sea consecuencia de una crisis del modelo económico, sino de la imprudencia y el mal gobierno. Es decir, no creo que haya que inventar la pólvora, sino hacer los arreglos necesarios.
Y termino con la crisis social.
Su componente principal es una crisis demográfica; los niños que siguen naciendo en España son en su mayoría hijos de inmigrantes, mientras que muchas mujeres españolas no es que no quieran tener hijos, sino que no pueden permitirse ese lujo, pues la pretendida liberación de la mujer no resulta en muchos casos sino en su proletarización. El crecimiento demográfico basado casi exclusivamente en la inmigración planteará problemas de integración cultural, pues nuestra España variopinta es todo lo contrario a un melting pot; también puede traer consigo problemas de seguridad nacional, no olvidemos que Felipe III expulsó a los moriscos por la presión ejercida por los piratas berberiscos, con el Gran Turco detrás, sobre las costas españolas. Finalmente: la crisis demográfica es también una crisis de la familia, hasta ahora pilar fundamental de la trama social española, que si con más de un 30% de paro juvenil no ha estallado en revueltas ha sido gracias a muchos padres y abuelos sacrificados.
Todas estas crisis internas ahondan y multiplican los efectos que la crisis globalizadora y planetaria tiene sobre nosotros. ¿Por qué siguen todas ellas sobre la mesa? Creo que el responsable principal es Zapatero, que durante sus seis años de gobierno se ha distraído cazando mariposas, con una frivolidad y una falta de preparación que asombran. Derechos de gays y lesbianas, igualdad laboral de la mujer mediante la imposición de cuotas, libertad de aborto para las quiceañeras, alianza de civilizaciones, memoria histórica, frívolos coqueteos federalistas, qué se yo cuantos asuntos secundarios más, se han constituido en el foco principal, si no único, de su atención, y han resultado en un olvido de los problemas verdaderamente urgentes, cuando no, además, en un enfrentamiento perverso y estúpido de unos españoles contra otros.
El suarismo, el felipismo y el aznarismo, cumplieron bien sus papeles históricos. Claro que cometieron equivocaciones, pero en lo esencial supieron hacer lo que era importante que hicieran. No es este el caso del zapaterismo, que amenaza además con llevarse por delante, para largo tiempo, al mismísimo PSOE. Ya basta.
Pero el rajoyismo tampoco se presenta, por el momento, con avales suficientes. Su obligación como oposición no es simplemente criticar a Zapatero, asunto éste facilísimo, sino hablar de España y sus problemas, predicarle a los españoles incansablemente, como San Cirilo y San Metodio lo hicieron con el cristianismo a los eslavos, que sus problemas tienen solución, y cuáles son los caminos concretos para resolverlos, así como los sacrificios y renuncias necesarios para conseguirlo. Todo esto hay que hacerlo digan lo que digan los expertos en marketing político, porque un estado no es una marca de gaseosa. Con liderazgo, que la prudencia excesiva es pereza o cobardía. Ya está bien.
A pesar de todos los pesares, los españoles de hoy tenemos mucha más suerte que la que tuvieron nuestros padres o abuelos. Afortunadamente, no vivimos en una época revolucionaria como fue el 36, donde anarquismo, comunismo y fascismo trotaban salvajes por nuestras calles en busca de sus asuntos pendientes. Estamos integrados en la Unión Europea, amparados por el euro y por una cultura tolerante y avanzada. Nos hemos enriquecido mucho, aunque ahora perdamos parte de lo que hemos conseguido. Hemos construido grandes empresas multinacionales, y otras más pequeñas que salen sin complejos al exterior. Nos faltan, eso sí, buenos políticos, gente sin miedo, con la maleta siempre hecha, capaz de decirnos la verdad y, por encima de todo, gente patriota, comprometida con España y su Constitución. Todo eso que los currantes de a pie no tenemos la obligación de ser, pero ellos, los políticos, sí. Lo llevan exigible en su sueldo.
(Escrito por Olo)
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