1. La independencia de Cataluña no es una fatalidad que haya que esperar con resignación pero tampoco una herejía para una Constitución que haya que sacralizar como inmutable. Por cierto, igual de laico debería ser el Estatuto, a pesar del anuncio oficial de que recuperará su eficacia anterior al fallo del TC a través de leyes orgánicas. Se está imponiendo la arbitrariedad de los gobiernos sobre los poderes legislativo y judicial. No es una nación lo que hay que oponer a otra sino un Estado en el que se reconozcan sus ciudadanos. En lugar de ese Estado y a la vista de las reacciones del gobierno central y la oposición, sólo se ofrece el esperpento de un personaje de Jardiel: “Estábamos tan borrachos [de vitriolo, en este caso] que íbamos dando vivas a la ley seca.” La miseria de la política española, limitada a tácticas electorales, es el mejor aliado de la estrategia independentista.
2. Hablar de o negar naciones es un diálogo de sordos a palos. El Tribunal Constitucional se ha limitado a recordar el concepto de nación jurídica y su lugar –la Constitución- mientras que los agraviados -posición emocional inmune a la crítica- por la sentencia contraponen la nación cultural y la voluntad popular como fundadores automáticos de estado, sin posible objeción o siquiera control de constitucionalidad. Un nuevo pacto político entre los gobiernos de España y Cataluña, como se reclama, implica el reconocimiento tácito de un próximo estado catalán, es decir, un proceso inevitable hacia su independencia, al que tendrían que adaptarse parlamentos y judicatura. Y la famosa voluntad política formada por el paso de Estatuto por el parlamento catalán (82%), español y referéndum (28%) no está al margen de la ley y sus garantías (el control de constitucionalidad). En su lugar cabe un pacto político entre ciudadanos a través de los parlamentos, una vez medida la voluntad política de independencia por el procedimiento reglado, no por encuestas ni manifestaciones.
3. La deriva soberanista del PSC no deja espacio electoral ni social a los restos de partidos españolistas en Cataluña, ellos sabrán por qué, anulando cualquier posible equilibrio a la vasca. No hay paradoja en ese desierto por colonizar porque la oferta del PSC es insuperable para los inmigrantes españoles, incluidos los catalanes de primera generación: independizarse de su pasado (que creen menesteroso) y ser (o creerse) ciudadanos de primera. ¿Qué mayor negocio puede haber que sustituir la foto pasiva de la primera comunión por otra multitudinaria de combate? La independencia puede ser su mayor catarsis para muchos. El presidente Montilla actúa como gran proveedor de biografías y futuro, pero no será él quien proclame el Estat Catalá. Ha aceptado el contrato de viajante que los nacionalistas originales le hicieron y será un comparsa en cuanto entregue el género. Mientras tanto, sin noticias del País Vasco, cuyas únicas diferencias con Cataluña son el PSE y el concierto económico.
4. Una manifestación no es un plebiscito, sino un episodio más de la tradición de mitos y leyendas que se construye a toda prisa. Sólo legitima una supuesta aspiración de un grupo de gente en una sociedad gregaria y alegal. Frente a la imposición de los ejércitos del sí (© AGC, vía Al59), contrapeso de La Roja incluida, ya que hablamos de símbolos, hay que oponer la solvencia democrática, empezando por las próximas elecciones catalanas. Por tanto, nadie puede interpretar una manifestación como la legítima e inequívoca voluntad política de unos cuantos –por muchos que sean- contra otros cuantos. Las comuniones son sólo eso: atribuciones de opinión unánime hechas por padrinos interesados.
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