LA PRISIONERA DE TEHERÁN
Telón de fondo: Irán
Por Ana Nuño
Mientras escribo esta reseña, Venezuela y Bolivia anuncian que rompen relaciones diplomáticas con Israel y que promoverán una demanda por genocidio contra el estado hebreo ante la Corte Penal Internacional. Así, la "alianza estratégica" entre Irán y Venezuela, anunciada en 2006 durante la visita oficial a Caracas de Mahmud Ahmadineyad, y los vínculos cada vez más estrechos entre Teherán y La Paz han acabado dando sus frutos: de ahora en adelante, al conflicto de Oriente Próximo se invitan los populistas latinoamericanos. ¡Lo que faltaba!
En el caso de Venezuela, la expulsión del embajador de Israel en Caracas, primero, y, ahora, la ruptura de relaciones con este país obviamente significan que la diplomacia local ha dado un giro de 180º a su tradicional política de apoyo a la búsqueda de una paz negociada en Oriente Próximo. De ahora en adelante, Venezuela se alinea no con "el pueblo palestino", sino con Hamás. Es decir, con uno de los grupos terroristas armados y protegidos por Teherán. En cuanto a Hizbulá, uno de los más siniestros brazos armados de la revolución iraní, su presencia en Venezuela, donde cuenta con apoyos al más alto nivel del gobierno de Hugo Chávez, es desde hace tiempo un secreto a voces.
Esta es la otra cara de la actual ofensiva militar israelí en Gaza, sin duda la más importante, la más preñada de peligros. También, la que los medios de comunicación no exploran o prefieren mantener en un prudente fuera de campo. Pero ni la hasta ahora moderada respuesta de la Liga Árabe o el perfil bajo de Mahmud Abbás ni la respuesta diplomática de Bolivia y Venezuela, que sí admite el calificativo de desproporcionada, se comprenden sin referencia al Irán de los ayatolás. Países como Egipto y Jordania, por no decir nada de Arabia Saudí y Siria, ven desde hace tiempo con preocupación la creciente influencia de Irán en Próximo y Medio Oriente. Pues bien, ahora también tienen –ellos, Israel y, por descontado, la nueva administración estadounidense– este otro motivo de preocupación: dos países latinoamericanos, geopolíticamente ajenos a los conflictos de la zona, han decidido alinearse con Teherán en el doble empeño de los ayatolás de borrar del mapa a Israel y convertirse en la mayor potencia militar y económica de Próximo y Medio Oriente.
Como nadie o casi nadie, a propósito de lo que sucede en Gaza, habla de Irán en estos días, bien está recomendar la lectura del testimonio de Marina Nemat. Nacida en Teherán en 1965, Nemat fue arrestada menos de tres años después del triunfo de la Revolución Islámica de Ruhollah Jomeini, cuando tenía dieciséis años, y llevada a la cárcel de Evin, donde fue torturada y permaneció encerrada durante más de dos años. Su arresto fue debido a este inconcebible atrevimiento: un día, en clase, se permitió pedirle a la nueva maestra de cálculo, miembro de los Guardias de la Revolución que el gobierno islámico impuso como personal docente en todas las escuelas del país, nada menos que dejara de adoctrinar a los alumnos y se centrara en la materia.
La verdad es que cualquier otra fruslería hubiese podido conducirla a las mazmorras de Evin. Por ejemplo, pasearse por las calles de Teherán cogida de la mano de su novio, o dejar inadvertidamente que unos mechones de su pelo pudieran verse debajo del pañuelo o el chador obligatorios. El caso es que Nemat, tras ser sometida a espantosas sesiones de tortura, fue condenada a muerte. Salvada de las ráfagas del pelotón de fusilamiento en el último minuto, descubrió que debía la conmutación por cadena perpetua de la pena originalmente impuesta en su ausencia por un tribunal fantasma (sentencia que, en su caso como en el de todos los otros presos de Evin, ni siquiera le fue comunicada) al azar de que uno de sus interrogadores se hubiera enamorado de ella. Y a Alí, su verdugo enamorado, también acabó debiéndole la reducción de esta segunda condena a tres años de presidio y su definitiva salida del sistema carcelario iraní: tan sólo tuvo que convertirse al islam (Nemat es católica, y creyente) y casarse con él, bajo la amenaza no sólo de permanecer hasta su muerte entre rejas si no accedía a los deseos de su carcelero, sino de que todos sus familiares y su novio fuesen también arrestados. Nemat tuvo suerte: Alí y la familia de Alí no la sometieron a maltratos físicos y, sobre todo, su marido impuesto fue asesinado por sus compañeros, en una de las innumerables purgas características del régimen revolucionario. Finalmente, Nemat se casó con su antiguo novio: tuvieron un hijo, y en 1991 los tres lograron salir del país. Desde entonces viven en Canadá.
Como tantas víctimas de violencias extremas, Marina Nemat calló durante veinte años. Ni siquiera su marido sabía de su matrimonio forzado o su conversión al islam. Durante todos esos años se sintió culpable, no de haber colaborado con sus verdugos, sino de haber sobrevivido a tantas compañeras de reclusión y a sus amigos, muchos de los cuales, apenas adolescentes como ella, fueron salvajemente asesinados. El libro de Nemat, así, es un acto de valentía, para empezar, ante sí misma y su conciencia, y su testimonio viene a sumarse a una ya nutrida lista de obras de denuncia del régimen iraní basadas en las experiencias de sus autores. O, para hablar con propiedad, autoras: la abrumadora mayoría de estos testimonios son debidos a mujeres. Baste mencionar a Marjane Satrapi, Nasrin Parvaz, Dalia Sofer. ¿Cómo sorprenderse? La dictadura teocrática iraní no sólo ahorca en plaza pública a los homosexuales, y sus primeras víctimas fueron y siguen siendo las mujeres, condenadas al silencio, la sumisión y la oscuridad. Y a las más brutales formas de violencia.
Como los occidentales somos veleidosos (salvo cuando se trata de Israel y los judíos: desde luego, no hay mayor muestra de nuestra constancia que el desprecio, machadianamente nutrido de ignorancia, cuando no el viejo odio de siempre, que seguimos profesando a los judíos, sean o no israelíes), hemos dejado de interesarnos por la suerte de los millones de iraníes que viven desde hace casi treinta años en la inmensa cárcel en que los negros clérigos chiíes han convertido su país. Sólo cuando la espantosa violencia interior salpica a alguien venido de afuera, como Zahra Kazemi, nos atrevemos a indignarnos. Eso sí, sólo un rato. Y, por descontado, ningún Pedro Zerolo o Joan Saura o Nicolás Maduro ha salido jamás a la palestra a denunciar el horror iraní.
¿Sabrán leer? Por si acaso, que algún alma caritativa les regale el libro de Marina Nemat.
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