Me quedé algo rezagado, recordando lo que sabía de aquel hombre, más bien poco, apenas lo que había leído de él en Castilla en Canal, de Raúl Guerra Garrido, hasta que uno de mis acompañantes se retrasó para reincorporarme al grupo. Mi amigo miró el cartel y preguntó por el sujeto: un ingeniero, contesté. Su respuesta fue apenas un cabeceo dubitativo, típico del que entiende pero no comprende.
Mientras volvía con los demás, repetí para mis adentros: un ingeniero, un ingeniero español, recordando la anécdota con la que Guerra Garrido empieza a hablar de Betancourt, el error de un guía ruso que lo toma por francés, como seguramente le acababa de suceder a mi compañero.
El olvido y casi menosprecio de las ciencias en España y por lógica conclusión el de los hombres dedicados a las mismas es ya casi un lugar común. Su frecuente exilio, obligado o no, otro tanto de lo mismo.
Tampoco deja de ser recurrente la apropiación por los franceses de todos aquellos españoles que sirvieron, de una u otra manera, en su país, si bien cabe considerar que en una alta proporción no se trata sino de reconocimiento a su labor, el mismo que no tuvieron entre nosotros. En este caso, por otra parte, el apellido puede inducir a error.
Lo cierto es que Agustín de Betancourt era canario, aunque dejó muy pronto su tierra natal, a la que nunca volvió. De familia muy interesada por las ciencias (su hermana María puede ser el paradigma de la mujer adelantada a su tiempo), marchó a Madrid con apenas veinte años a estudiar en los Reales de San Isidro. Apenas siete años después, se trasladó a París para ampliar sus estudios y enseguida surgió en él la idea de crear en nuestro país el equivalente a la École des Ponts et Chaussées.
Una vez convencido Floridablanca de la bondad del proyecto, Betancourt se instala en la capital francesa con un grupo de becarios del gobierno español. Durante varios años, estos hombres van a reunir planos, maquetas y memorias científicas, cuenta Guerra, que recogían las muestras más modernas de la ingeniería civil europea.
Seis o siete años después, ese ingente trabajo será el fundamento de la creación del Real Gabinete de Máquinas del Buen Retiro.
Este hombre, pionero en tantas cosas, lo fue también, a su manera, de lo que podríamos llamar (no se me enfade nadie) el nacimiento del espionaje industrial.
El inglés James Watt había inventado lo que los técnicos llaman máquina de vapor de doble efecto, a partir de la transformación del movimiento lineal en movimiento circular uniforme. Uno, que de estos temas no tiene idea, debe ceñirse a la explicación de los que saben, según los cuales esa circunstancia provocaba que el pistón recibiera la presión del vapor en ambos recorridos.
El invento había puesto a Inglaterra, si no lo estaba ya, al frente de la ingeniería europea y en este momento Betancourt visita a Watt en Inglaterra.
Sobre este viaje hay diversas consideraciones, pero parece mayormente reconocido que desde el principio el objetivo de nuestro hombre era conocer el secreto de los ingleses, celosamente protegido en fábricas que no permitían la entrada de cualquiera.
Sea como fuere, Betancourt se encuentra en Birmingham con el inglés, en Boulton&Watt, y aquél, cordialísimamente, le enseña todas sus invenciones, excepto la que buscaba.
Cuenta la historia que Betancourt, testarudo, visitó después otras fábricas y que en una de ellas pudo apenas vislumbrar al fin, semioculta tras unas cortinas, la maquinaria en cuestión.
Sea como fuere, lo que vio le bastó y a su vuelta a Francia sus diseños sirvieron para que en colaboración con los Perier se construyera la primera máquina de vapor de doble efecto fuera de Gran Bretaña.
También por la misma época diseñó una prensa hidráulica y un modelo de telar mecánico, del que igualmente se dice era copia de uno que había contemplado al otro lado del canal.
Poco después de la revolución volvió a España, donde dirigió el Real Gabinete y fue nombrado Inspector General de Canales, Caminos y Puertos. Una de sus principales aportaciones fue la del telégrafo óptico, que instaló y llevó hasta Cádiz e incluso hasta Bayona.
En 1807, sus disensiones con Godoy y la intuición de que estaba pronta una guerra en la que él no saldría bien parado le llevan a pensar en marchar a Rusia, en cuya embajada pidió asilo, en sus propias palabras: “supuse que era necesario, para no perecer con toda mi familia, buscar un asilo en un reino extranjero en que ponerla a salvo y me pareció que Rusia debía ser el más a propósito . .. me pareció que ya era tiempo de salir. ... y como en aquel tiempo se alejaba de la corte a todo individuo que gozara de una cierta consideración, se me dió licencia para viajar al instante que la pedí.”.
Causa cierto escalofrío repetir estas últimas palabras “se alejaba de la corte a todo individuo que gozara de una cierta consideración”. Así era (dejémoslo en era) nuestro país por aquel entonces.
En Rusia vivió quince años y sus obras le acarrearon grandes distinciones: fundador de la Escuela de Ingenieros, director general de Vías de Comunicación, Inspector General de Canales. Participó en el diseño y construcción de la Catedral de San Isaac en San Petersburgo, donde, en una vitrina, figura su retrato. También diseñó e hizo el conjunto de bellísimos puentes de San Petersburgo y el famoso Picadero de Moscú, que no es lo que están ustedes pensando, sino
Hoy todavía es conocido en aquél país como Agustín Agustinovich y allí está enterrado, en San Petersburgo. Transcribo unas palabras de Gorbachov que demuestran el gran aprecio de los rusos para con nuestro hombre: “Llego a un país del que tengo inmejorables referencias; vengo a una España en la que nació el más ilustre colaborador que jamás ha tenido Rusia: Agustín de Betancourt”, aunque hay que advertir que en sus últimos años fue relegado por el Zar.
Sobre Betancourt se puede escribir muchísimo más, por supuesto, porque el volumen de sus trabajos e invenciones es ingente. Dejo el breve dato, para los interesados por el arte, de que también se interesó por la pintura. Sus estudios sobre la aguatinta y la aguada acabaron llegando a Goya, vía Bartolomé Sureda, otro ilustre desconocido.
Sería injusto, por otra parte, negar que últimamente, sobre todo desde Canarias, se ha recuperado su figura y se han impulsado actividades de todo tipo para dar a conocer su obra.
Con todo, no deja de ser, para la mayoría de nosotros, un desconocido y no lo que de verdad fue: el padre de la ingeniería moderna en España y uno de los científicos europeos más destacados de su tiempo.
Valga el ejemplo de su “Essai sur la composition des machines”, publicado en París en 1808, que sirvió durante décadas de libro texto en toda Europa, alcanzando el honor de ser traducido al español en 1990.
Si alguna vez se lo encuentran en un cartel, no sean tontos, presuman de él y no permitan que cuele como francés.
Etiquetas: Schultz
- [AY, CAMPANITA...]
*
¡Ay, campanita de plata
con badajillo de oro;
y un repicar que me mata
a suspiros, risa y lloro!