Un fet diferencial de la cocina española –castellana, por mejor decirlo aquí–, un paisaje modelado, como las cárcavas conquenses o las cársticas alturas burgalesas, por años de paciencia y sabiduría, es el empleo del cordero lechal en nuestra gastronomía. Y no lo es, claro está, porque en nuestro patrio solar hayan, como con exacta precisión dice el Marqués de su Zulo, atado históricamente los perros con longaniza; la madre del cordero es, como en muchos otros casos, la pobreza. Al ser tradicionalmente más cara la leche (por serlo el queso) que la carne, había que sacrificar a los corderos a tierna edad para, de tal forma, poder ordeñar convenientemente a las ovejas durante una buena temporada. Lo mismo sucedía con los cabritos, otra importante pieza de recios guisos y frites con ajo más que recomendables. Usted preguntará, con muy buen criterio: ¿y no sería posible que los tiernos corderitos se alimentaran con manjares diferentes de los lacteomaternos? No, desocupado y amable lector. El buen cordero es hijo del poco pasto, de la yerba algo reseca y dura, de la escasez. Como en las malas películas, había que elegir: la madre o la creatura. Y, claro, siempre se optaba por la madre, pignorando al retoño, bien para carne, bien para vivo. Pero a lo que vamos, que se nos está yendo el post en zootecnias. La forma en la cual asamos el cordero en esta su casa, dista mucho de la exquisita, tradicional castellana, sin más oropeles que agua y sal. Magnífico ayuntamiento: el aguasal primigenia, genética, ensamblada con el producto modelado por la aridez, las largas caminatas en busca de pasto y la más paja que grano. Nuestro lechazo es, más bien, un tojunto de cordero y patatas, con una cierta dosis de salsilla producida, esencialmente, por el propio desengrasado y deshidratado de los disecta membra del animalito.
Tomaremos una pierna de cordero, partida en cuatro hermosos trozos más su correspondiente zancarrón (exquisito manjar una vez dorado), que salaremos a conciencia, aunque sin pasarnos un ápice; no le dirá mal su poquito de pimienta. En una fuente para horno (por ejemplo, de cristal), prepararemos un blanco lecho de patatas cortadas en trasversal, como de casi un centímetro de grosor. Sobre éllas, dispondremos la carne y, en los entrehuecos, unos dientes de ajo canónico con su morada casulla, o sea, sin pelar. A ambos extremos de la fuente, unos cuartos de una hermosa cebolla, claro está que pelada previamente. Untaremos el cordero con unas porcioncillas de manteca de cerdo, toscamente distribuidas en todas las piezas y añadiremos, sorpresa que nos acerca a lo andalusí, canela molida sin pasarnos de cantidad. Para que la canela no sufra de indeseable soledad, regaremos con un chorro de aceite. Meteremos este conjunto al horno, que deberá de estar precalentado al máximo (240-250ºC) y con el grill encendido. Pasados unos diez minutos, y cuando la parte superior esté empezando ya a tostarse, daremos la vuelta a todas las piezas y hornearemos de nuevo otros diez minutos. Cuando esté bien dorado, abriremos el horno y añadiremos un generoso chorreón de buen vinagre (de manzana, por ejemplo, que es muy astur, matizado y elegante; pero valdría, igualmente, un aceto balsámico, éste para mentes más renacentistas e italianizantes en general). Dejaremos pasar otros diez minutos y añadiremos algo así como un vaso de tamaño normal de caldo de carne desleído en agua caliente, procurando que moje bien la carne y se distribuya convenientemente. Apagaremos el grill y lo mantendremos una última media hora sin más que regodearnos con los aromas que del horno fluirán irremediables al exterior, empujados por el segundo principio de la Termodinámica. Sin esperar más, no vaya a ser que el conjunto resulte en extremo entrópico, lo sacaremos de su térmica urna y emplataremos. Este monumento se deja recorrer perfectamente con un crianza ligero, aunque con fortaleza. En nuestro caso, un Corpus del Muni “Viña Lucía” del 2002 nos ayudó convenientemente a refrescar la penitencia. Rematé la faena con una generosa copa de licor de brandy “Luis Felipe”, del Condado de Huelva, un ingeniosísimo coupage de coñac procedente de destilado de Zalema que se regocija con un Pero Ximénez extraordinario.
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