Yo conocí al mismo tiempo, por Darío o por Borges, ya no recuerdo, a León Bloy y al Conde de Lautréamont. Y quizá de allí (de ellos) no he salido todavía. La literatura fóbica y amarga de quienes han paseado largo tiempo por la cara oculta del orden burgués tiene algo que se(me) adhiere al alma y que acaba dejando su profunda marca (¿o será más bien mancha?). Se dice de Bloy que padeció “la noche oscura del sentido”. Un tipo con mujer e hijos que decide vivir de la literatura al tiempo que no vende apenas un libro, que sabe que jamás venderá llamándose a si mismo El Invendible, el hijo de un matrimonio altoburgués y ateo que, ya mocetón de 23 años, se convierte al catolicismo con paulina obstinación, un incansable guerrero que se sabe derrotado pero que en ningún momento cede al desánimo, un gabacho chulo y prepotente que insulta a todos los pueblos y naciones de Europa, incluyendo a la suya propia, y que acabó convertido en el gran campeón de las letras católicas francesas.
Una extraordinaria mezcla cultural de judío, español y francés del sur, una imaginación desbordada y una fe en Dios como sólo se sospecha en las más viejas historias del Antiguo Testamento. León Bloy miraba al mundo como debieron hacerlo Moisés e Isaac. Quizá pocos intuyan, sobre todo si han leído algo de Bloy, que fue él precisamente quien convirtió y llevo al bautismo al hasta entonces agnóstico matrimonio Maritain. Sí, sí, monsieur Jacques Maritain, uno de los grandes pensadores “cristianos” del siglo XX europeo, abrazó la fe movido por el fiero ejemplo del miserable, barroco e intransigente Bloy. Sí, Maritain, uno de los grandes y graves culpables del Concilio Vaticano II y de toda su baba modernista, vino al catolicismo de la mano de uno de los últimos católicos sinceros de Europa.
Pero Bloy no se engañaba sobre sus días. Llegó a decir que “la fe está tan muerta que nos preguntamos si alguna vez habrá existido”. Llamaba a la filosofía alemana de su época “infecta basura”. En realidad, odiaba su mundo, su tiempo, su circunstancia… pues todo se torció para él con la llegada del Renacimiento. Volver la mirada hacia el hombre, teniendo justo enfrente la Mirada de Dios. Estúpido horror y error. En Bloy también cabían ideas heterodoxas, como que se debía canonizar a Cristóbal Colón, o su confesa admiración por el corso Bonaparte. “León Bloy es una gárgola de catedral que vomita el agua del cielo sobre los buenos y sobre los malos”, reza una frase de su mentor, Jules Barbey d’Aurevilly, otro católico raro y excepcional (tal vez lo uno vaya con lo otro). Bloy decidió encarnar hasta sus últimas consecuencias el papel del mendigo ingrato, del hombre que no sólo muerde la mano que le da de comer sino que pretende arrancarla y escupir sobre ella, aunque para Bloy los pobres existían para que se pudiera practicar la caridad.
Se casó dos veces, enviudó una, tuvo cuatro hijos, dos le premurieron, y llegó a tener que echar al fuego muebles de su vivienda para soportar el frío. Si alguna coherencia política podemos extraer de sus escritos es poca. Para Bloy “los criados han ocupado el lugar de los señores: este es el resumen de la Historia contemporánea”. Se muestra totalmente contrario al sufragio universal, y también dejó escrito que “yo estoy profundamente convencido de que el liberalismo religioso o político es lo más funesto al principio de obediencia, es decir, al principio mismo de la Fe. Pío IX dijo un día que los católicos liberales eran más peligrosos que los mismos comunistas. La afirmación es terrible, pero la creo justa”. No era especialmente monárquico, al contrario que la mayoría de los suyos, y creía que cualquier cosa que no fuese específicamente católica debía arrojarse al olvido.
No fue feliz, no a la manera burguesa de este recién parido siglo XXI, pero Bloy entendió que ser feliz era una idea estúpida, ¿pues acaso se lo preguntó el Señor mientras anduvo entre nosotros? Bloy pensaba, con y como Lautréamont, el Loco de los Cantos, que “deberíamos asombrarnos si los hombres fuesen felices en esta tierra”.
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