Tengo para mí que Stefan Zweig representa poco menos que el paradigma de una pugna, contradictoria pero típica, de los hombres de esa época: el ansia de romper con lo conocido y abrir nuevos caminos contra la tentación de la comodidad, de lo confortable.
Esta disyuntiva se repite una y otra vez, el escritor vienés recrea la ciudad imperial, su perfecta estratificación social, pero a la vez narra los irrefrenables deseos de aventura de sus coetáneos, que no caían en la cuenta, nos dice, de que “los cambios que se producían en el campo de lo estético no eran sino vibraciones y síntomas de otros, de un alcance mucho mayor, que habían de conmocionar y, finalmente, destruir el mundo de nuestros padres, el mundo de la seguridad.”
En ese ámbito de lo estético la mayor revolución de aquella época la produjo el surrealismo. Se ha dicho que tras
Como reacción, Breton y sus seguidores predicaban la libertad de la imaginación, lo que dieron en llamar escritura automática, pero incluso los surrealistas necesitaban una base, un trocito de seguridad. Así, Breton, tras leer a Freud, malamente traducido, al parecer, en aquella época, siente que las ideas del nuevo genio pueden confluir con las suyas. Finalmente, consigue ser recibido por el padre del psicoanálisis. Su experiencia no pudo ser más frustrante. Freud le hace ver que “yo mismo no soy capaz de comprender qué es ni lo que quiere el surrealismo. Puede ser que yo no esté hecho para comprenderlo, yo que estoy tan alejado del arte…”
El pobre Breton volvió a Paris echando pestes del austriaco, de quien dijo despectivamente que era “un humilde anciano que recibía en su modesto gabinete de médico de barrio.”
Lo cierto es que Freud no era precisamente una persona que buscara las simpatías ajenas. En su larga relación con Zweig, por cierto, resulta llamativa la forma en que lo que en este último es rendida admiración por un hombre al que consideraba uno de los genios indiscutibles de la época, en el primero no pasa, en algunas ocasiones, de un mal disimulado desdén. En su correspondencia, el escritor insiste una y otra vez en su deseo de biografiar al genio, pero éste se resiste. “Quien se convierte en biógrafo se ve obligado a las mentiras, la ocultación, la hipocresía, al embellecimiento e incluso a disimular una comprensión deficiente, pues la verdad biográfica no puede lograrse, y si alguien la tuviera no serviría para nadie”, dice Freud, quien llegó a confundir a Stefan con otro Zweig, Arnold, aunque finalmente aceptó, vanidoso al fin y al cabo, el premio Goethe, que Zweig impulsaba.
Estas relaciones entrecruzadas entre grandes del arte y la ciencia son una fuente constante de curiosos malentendidos: Breton admira a Freud, quien sin embargo no entiende el surrealismo. Zweig admira a Freud, por su valor moral, por su búsqueda a toda costa de la verdad, pero, sin embargo, sigue confiando en el hombre, frente al pesimismo irreductible de su amigo. Freud, por su parte, no acaba de verse bien reflejado por el escritor, que se centra en la importancia de su comportamiento, más que en la aceptación de su terapéutica, pero acepta su amistad.
Otro genio de la época busca también su basamento: nuestro Salvador Dalí también ha leído a Freud y, como Breton, busca su bendición, el asidero científico para su teoría de la paranoia como método creativo. Hasta tres veces viaja para visitarle y otras tantas vuelve de vacío. Finalmente, averigua que está en Londres y se dirige allí, en contra de la opinión de Breton, ya escaldado del asunto y del propio Dalí, a quien el francés acabará “expulsando” del surrealismo, algo que al bueno de Don Salvador se le antojó imposible (el surrealismo soy yo, dijo).
Curiosamente, Dalí recurre a Edward James y Zweig para conseguir que Freud le reciba. El gran hombre está ya muy enfermo, apenas le queda un año de vida, pero conserva su entereza. La escena es fenomenal: Dalí lleva uno de sus cuadros, Metamorfosis de Narciso y una revista en la que habla de su método. Intenta explicarse, pero según el mismo pintor catalán Freud no se molesta en contestarle y se limita a hablar con Zweig, aunque mantiene su mirada fija en el pintor, que al mismo tiempo retrata a su interlocutor. Zweig, a un lado, observa la escena, que culmina con una exclamación de Freud, dirigida al otro vienés de la sala: “Nunca vi ejemplo más completo de español. ¡Qué fanático!”
Dalí contará más tarde que volvió completamente apesadumbrado, convencido de que no había logrado interesar en lo más mínimo a su anfitrión de aquella tarde.
Es difícil saber hasta qué punto la frustración del pintor le llevó a renegar del psicoanálisis a favor de la física cuántica. Hay quien dice que Dalí era un hombre muy interesado en la ciencia, hay quien piensa que cuando se adhería a las distintas corrientes que florecían sólo buscaba notoriedad y lucimiento. En todo caso su frase ha pasado a la posteridad: “Mi padre ya no es Freud, sino Heisenberg.”, dice. De la búsqueda de la seguridad a la búsqueda de la incertidumbre, quizá.
No es menos cierto, sin embargo, que su ruptura con Freud suena más a despecho que a otra cosa. Al poco tiempo, se encontró con Zweig en Estados Unidos (quien había pronunciado unas palabras en el funeral de aquél) y le preguntó qué le había parecido al genio el dibujo en que lo había retratado durante su visita. Zweig contestó con evasivas, de forma poco concreta, asegurando que le había gustado.
De América del Norte Zweig viajó a Brasil, acompañado de su segunda esposa. Allí, algún tiempo después, tras redactar sus memorias, desolado por las noticias del avance de Hitler, se quitó la vida en un pacto de suicidio con su mujer. Esta muerte tampoco deja de resultar contradictoria, en cierto modo: el hombre redacta cartas, se despide, lo prepara todo. El amante de la seguridad se quita la vida, un gesto que parecería impulsivo, pero que la lectura de sus cartas revela meditado. Está desazonado por la tragedia del mundo, pero guarda siempre un atisbo de optimismo.
En todo caso, si quiso encontrar algo seguro en la muerte no lo consiguió por completo, alguien manipuló los cuerpos y dejó dos instantáneas que se antojan incompatibles.
Stefan Zweig nos dejó unas cuantas novelas que sospecho que han envejecido de manera regular, alguna biografía interesante y sobre todo unas memorias que todo europeo debería leer.
Así lo hizo el propio Dalí, quien leyendo “El mundo de ayer” comprueba que Zweig le había mentido. Freud no llegó a ver el dibujo, éste representaba con toda crudeza a un hombre moribundo y el escritor no quiso que Freud lo viera. También se entera de que Freud escribió a Zweig tras la visita del pintor, diciendo de él que “Hasta ahora me inclinaba a pensar que los surrealistas, que parecen haberme elegido como santo patrón, eran unos locos absolutos (pongamos que al 95% como el alcohol). Pero el joven español, con sus ojos cándidos y fanáticos y su innegable maestría técnica, me ha sugerido otra apreciación y a reconsiderar mi opinión”.
Ni que decir tiene, que esta revelación alimenta su inagotable vanidad y lo lleva a vanagloriarse de que “sin darme cuenta dibujé la muerte terrestre de Freud, en ese retrato al carbón que hice un año antes de que muriera”.
Tres prototipos de la época: el pesimista Freud, el idealista Zweig y el ególatra Dalí. Sus vidas tuvieron mucho de tragedia, pero el tiempo arrasa con todo. Hace unos años, Terry Johnson estrenó Hysteria, dirigida por el gran John Malkovich, una revisitación, en clave cómica, de aquel encuentro en Londres. El hombre que lo hizo posible ha sido olvidado, pero algo nos queda.
(Esto es para nuestro austrohúngaro particular, traductor de portugués en sus ratos libres)
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