Por que yo afirmo, y afirmo rotundamente (o quizá sólo sea sinceramente), que José Tomás ha acabado por establecer el canón del toreo. Iba a escribir que al fin, pero no me parece buena noticia por lo que se verá algo más adelante sino todo lo contrario. Se me objetará, y con todo derecho, que dónde me dejo a Paquiro, a Lagartijo, al Guerra, al Gallo o por supuesto a Belmonte. Pues sí, lo sé, atrás me los dejo. José Tomás los ha superado, siendo capaz de destilar las más profundas emociones que se apuran de un drama sin más diálogo que el valor seco y macho de un torero ni más argumento que los de un trozo de tela, un hombre vestido de extraña manera y una bestia salvaje de quinientos quilos de fuerza. Todo lo que ha precedido a José Tomás son escalones más o menos trabajados en los que se ha ido aupando el toreo para llegar a la cima, hombros sobre los que sostenerse en el camino hacia la perfección del toreo que creo ya alcanzada por el héroe de Galapagar.
Y José Tomás es Tradición porque no inventa, culmina. Los tratadistas, que en esto también los hay, establecieron en su Sinaí particular el toreo bueno mediante tres francos verbos-mandamientos: parar, mandar y templar. Y eso lo han hecho muchos otros antes de José Tomás. Manolete, Camino, el mismo Ordóñez, enloquecían a las masas. Los pobres vendían hasta sus enseres domésticos casas para pagarse una entrada y verlos. Pero José Tomás, fiel y exacto cumplidor de la Sagrada Alianza del toreo, añade otro elemento a esa sagrada terna, un componente fatídico y definitivo, algo que muchos han acariciado y sólo él consigue asirlo y hacerlo suyo,algo tejido de nervios, vida y sueño, esto es, la mística.
Como Cassius Clay en el boxeo o Ayrton Senna en las carreras. La mística, sí, el abandono completo de lo físico en pos de la expresión más absoluta, del ideal, de la pureza última con que están hechas las cosas. Cassius Clay gana el Combate de la Jungla contra Big Foreman porque estaba dispuesto a morir sobre el ring antes que rendirse. Del brasileño Senna qué decir. Ahora piensen en José Tomás. ¿No ofrece, porque la regala, esa misma impresión? Uno asiste a su obra desde lejos, sentado sobre un pequeño trozo de un incomodo banco corrido de piedra, y en cuestión de segundos se ve uno atrapado por lo que hace aquel lejano héroe sobre la arena, se olvida uno de todo, acotándose todo nuestro mundo en esa peculiar danza de engaños en la que se juega la vida sin engaños el artista. Lo demás ya no (nos) importa. Toro, torero y público sienten y respiran al mismo tiempo, se (re)encuentran en unos instantes mágicos, mágicos es poco, religiosos. Uno contempla, no ve, a José Tomás, y no habiendo Lepantos ni revoluciones pendientes, cree uno estar en el centro mismo del universo. Eso, señoras y señores, se llama mística.
José Tomás la trae prendida (y quizá prendada) de si mismo. La despliega a cada instante, casi sin quererlo. En eso se le han parecido dos toreros gitanos del sur, Romero y Paula. Con ellos se escuchaban olés hasta en el paseíllo. Algo distinto traían. Tomás se pasea por el ruedo con la mirada perdida, y nos la hace perder a todos. Tomás le pega cinco o seis pases al toro, clavado al albero, abandonado a su suerte, presa de una concepción irracional de su oficio, y todos somos él, acota nuestro universo a su faena. Qué importa morir cuando se torea así pensamos muchos. Dijo José Tomás en su día que "toreo para vivir, sin torear no sabría hacerlo". También dijo que "hay diez o doce tardes al año en las que a uno no le importa recibir la cornada que ha de llevarlo al cementerio". Parece que se quedó corto. Lo más jodido y preciado del mundo es la capacidad de emocionar, y JT parece habérsela arrebatado al resto de su gremio y habérsela marchitado a los que le precedieron. A su lado el espectador, el público, consigue emocionarse, ser traspasado por esa vaporosa nube de sensaciones sobrevenidas en un mismo, único y duradero instante, emociones que no se explican, que nos llevan (¿devuelven?) directamente a otra forma de estar en el mundo.
Uno sale a la calle, después de ver a José Tomás, de otra manera a la que entró a la plaza. Tal y como en un rito religioso, como debía uno salir del encuentro con Ghandi o Francisco de Asís. Su abuelo Celestino le pinchaba los balones de fútbol. No lo quería futbolista, sino torero. A veces el misterio se sirve de argucias para enseñarse. Porque eso es la mística, misterio que se ve, se toca, se siente, pero no se sabe, todo lo más, se reconoce. ¿Qué es un natural de JT? Coger la muleta con la izquierda, citar al toro, encelarlo con el oficio aprendido mientras te la pasas de adelante hacia atrás gravitando el paño sobre tu vientre y acabar colocando gracias al último vuelo del trapo rojo el toro de tal manera que pueda repetir lo mismo ligando así una serie. Eso es un natural, al alcance de muchos. Sólo JT lo colma de misterio.
No obstante, advierto algo sombrío. Tomás, como el Mesías, viene a cumplir con su tiempo. Camarón no es que cantara mejor que nadie, no. Yo he escuchado a Mairena y he visto con mis ojos al Chocolate tocar la misma gloria del flamenco jondo, dejar inalcanzables la siguiriya o el fandango, llevarte al encuentro del tronco mismo de la humanidad, un cante que te lleva directo a las Cuevas de Altamira. Pero el grito de queja cierta de aquel gitano pequeño y drogata arrasó el flamenco. Después de él, mucha copia y muy poco genio. Temo por el toreo, que el Ciclón Tomás se lleve consigo los cimientos del arte de lidiar los toros, y pueda acabar secando hasta la raiz misma del noble oficio de lidiar toros bravos.
Por eso, estando él, la pregunta es pertinente ¿después de ti, José Tomás, qué?
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