Bueno, y para que les sirva de ilustración (mismo e instructivo blog):
"En "Años de hierro")
Los Aliados sometieron a los jefes nacionalsocialistas a los juicios de Núremberg, los cuales han recibido críticas de parcialidad, por su tono de venganza y por la inclusión de figuras nuevas de delito aplicadas ilegítimamente con retroactividad. Las figuras empleadas fueron: crímenes contra la paz, crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad y conspiración para realizar cualquiera de los anteriores. Desde luego, los líderes nazis y cientos o miles de sus seguidores podían ser acusados de esos delitos, y sin embargo el castigo fue chocantemente benévolo por comparación con los hechos: once condenas a muerte, tres a prisión perpetua y algunas otras menores (aparte, claro está, de centenares de ejecuciones por los aliados occidentales y de un número desconocido por los soviéticos, en otros juicios o sin ellos).
En España las acusaciones de Núremberg fueron acogidas con grados diversos de incredulidad, y el juicio entendido como una revancha. El monárquico ABC reproducía el cuadro de Velázquez La Rendición de Breda, para contrastar la generosidad hacia el vencido con el rencor de los Aliados. No obstante, Fernández de la Mora, llamado a ser uno de los teóricos más conspicuos del régimen, publicó en el mismo ABC un enfoque distinto: “Si el Derecho ha de ser algo serio, forzoso es admitir que los Estados, lejos de poder determinar inapelablemente qué es lo justo y lo injusto, están sujetos a una Justicia superior y trascendente (Derecho natural) (…) Si los jefes alemanes prepararon y declararon una guerra injusta, violaron tratados y preceptos bélicos y cometieron asesinatos en masa, esos delitos deben ser castigados inexorablemente. Porque lo contrario sería (…) reconocer el absurdo de de que los mayores crímenes, cuando se cometen en ejercicio de la soberanía, deben quedar impunes. Es además inexacto que tales delitos sean una invención actual. Ahí está la doctrina del tiranicidio entumecida de puro vieja, y la perenne obra de Vitoria, Molina, Suárez y toda una escuela de juristas y teólogos españoles”. El tribunal competencia del tribunal, señalaba el articulista, debía representar a la humanidad y no a estados parciales, pero “es preciso no olvidar que la pena impuesta por un Tribunal incompetente puede ser justamente merecida” (12). Justificaba el juicio argumentando sobre el Derecho natural, mientras que los jueces seguían un Derecho positivo estricto, menos adecuado a su objeto.
Restaban otros problemas espinosos. Los soviéticos podían ser acusados de la mayoría de las acciones achacadas a los nazis: asesinatos y deportaciones en masa, guerra injusta contra Finlandia y agresiones a los países bálticos o Rumania, matanza de militares e intelectuales polacos, conspiración contra la paz en colusión con Hitler mismo y reparto de Polonia con él. Y uno de los crímenes de guerra más feroces fue, desde luego, el bombardeo de la población civil, en el cual destacaron con diferencia los países anglosajones… por lo que no fue juzgado. Las acusaciones a Dönitz por diversas acciones navales fueron retiradas cuando quedó de relieve que los submarinos useños hacían lo mismo contra Japón, lo cual sugería que un acto constituía o dejaba de constituir delito según quién lo realizase. Y la conducta en marcha con los vencidos (deportaciones, muertes por hambre y miseria en los campos de prisioneros, trabajos forzados, etc.) no dejaba de recordar las conductas juzgadas como criminales. Los anglosajones -- no los soviéticos-- solo estaban en condiciones de acusar al nazismo de haber planeado y desatado la guerra; así como del Holocausto, un crimen excepcional por sus características, aunque ellos tampoco hubieran hecho gran cosa por impedirlo.
Sorprende un poco la idea misma de crímenes contra la humanidad, por cuanto los nazis formaban parte de la humanidad, y el concepto implicaba que otra parte de ella se arrogaba la representación del conjunto. Las aporías jurídico-morales podían extenderse a los “crímenes contra la paz”, ya que todos los contendientes perseguían una paz en sus propios términos; y suena excesivo considerar eterno e inalterable el orden previo a la guerra, y criminal su alteración. Finalmente, un tribunal de la humanidad y no solo de las potencias vencedoras, como sugería Fernández de la Mora, puede sostenerse sobre “las leyes eternas e inmutables de los dioses”, de Antígona, no fáciles de especificar, pero no tanto sobre los decretos soberanos y debidamente promulgados, de Creonte. Conflicto de interpretaciones que no ha cesado ni probablemente cese.
La justificación de los juicios guarda relación con la declaración de San Francisco: el propósito de eliminar para lo sucesivo las guerras. Los causantes de la pasada (la parte vencida) debían recibir ejemplar castigo y exposición permanente al horror y vergüenza, a fin de evitar la repetición de actos semejantes. Designio cuya desmesura utópica, humanista en el mal sentido, la expresó Harold Laski cuando advirtió que democracia y totalitarismo no podrían convivir: apuntaba falsamente a España, pero tenía razón en un sentido distinto. El totalitarismo se expandió con rapidez y la preconizada paz definitiva se transformó en “guerra fría”. La cual no llegó a hacerse globalmente caliente debido a la conciencia de que acarrearía la mutua destrucción, pero condujo a numerosas contiendas menores y de crueldad extrema, manifiesta en la proporción creciente de víctimas civiles, en nuevas deportaciones y genocidios.
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