Fue allí donde por primera vez leí sobre Zatopek, Bikila o Nurmi, grandes triunfadores, pero también sobre otros cuyas carreras quedaron marcadas por el fracaso o la desgracia. Entre estos últimos, llamó mi atención Dorando Pietri. De aquello hace mucho tiempo y para ser sincero ni siquiera recordaba el nombre con precisión cuando hace unos meses, no sé dónde, volví a toparme con mi héroe. Por el contrario, recordaba casi perfectamente una fotografía, en la que Pietri, tambaleándose, cruzaba la meta entre dos personas que velaban porque no cayera al suelo.
La historia tuvo lugar en las Olimpiadas de Londres, 1908, hace exactamente cien años.
Evidentemente, el deporte olímpico de aquel entonces poco tenía que ver con el de hoy. El amateurismo se respetaba a rajatabla y la repercusión mediática de las pruebas, lógicamente, no guardaba relación con lo que conocemos, pero la expectación era grande, no en vano los británicos se consideraban poco menos que inventores del sport.
Londres marcó un antes y un después en lo olímpico, pero lo curioso del caso es que no le tocaba. Los juegos debían ser en Roma, pero los daños causados por la erupción del Vesubio dos años antes dejaron al gobierno italiano en la bancarrota y fueron los ingleses quienes aceptaron el reto de organizarlos y, además, hacer los mejores juegos nunca vistos. Con ese objetivo, establecieron muchas novedades y se celebraron competiciones en disciplinas nunca antes disputadas.
Por ejemplo, instauraron la costumbre del desfile inaugural, no exento de polémica, por la negativa de los finlandeses, a la sazón invadidos por las tropas del zar, a pasear tras la bandera rusa.
Sonada fue también la disputa entre británicos y yanquis, ofendidos éstos porque en el estadio White City, construido para la ocasión, figurasen los pabellones de todos los participantes menos el suyo. La disculpa de los anfitriones, que alegaron no haber podido encontrar ninguna bandera norteamericana, no debió resultar demasiado creíble, pues los atletas de los Estados Unidos se negaron, en lo sucesivo, a hablar con los ingleses.
La novedad que más me importa a los fines de esta narración, sin duda la más trascendente para la historia del deporte, fue que por primera vez la maratón se disputó sobre 42.195 metros, pues hasta entonces dicha prueba se disputaba sobre trayectos cuya longitud variaba, rondando los cuarenta kilómetros aproximados que se supone corrió Filípides.
Podría pensarse que el señalamiento de una distancia tan particular respondió a motivos puramente arbitrarios. Nada más lejos de la verdad. Por el contrario, su establecimiento respondió a la necesidad de dar respuesta a problemas reales. En efecto, la idea era recorrer unas 25 millas (unos 40 kilómetros), comenzando en “The Long Walk”, una avenida cercana al castillo de Windsor, pero la princesa de Gales quería que sus hijos vieran la salida, lo que forzó a mover la línea de partida hasta el propio castillo, lo que aumentó la distancia en unos dos kilómetros. A la vez, la línea de meta en el estadio se llevó hasta la altura del palco real, a petición de la reina Alexandra, que no quería perderse el sprint, estableciéndose así la medida definitiva, que en 1921 se aceptó como oficial para la posteridad.
La carrera fue apasionante. Dorando Pietri, el hombre de quien les hablo, no era un desconocido, vaya ello por delante, tenía todos los records italianos en distancias superiores a 5.000 metros y había ganado importantes pruebas, si bien en la olimpiada anterior, en Atenas, tuvo que retirarse, pero no era el favorito.
Los británicos arrancaron con fuerza, pero cuando la prueba se dirigía a su desenlace pagaron su esfuerzo, quedando en cabeza el sudafricano Hefferon y Pietri, un poco alejado. Dicen las crónicas que a Hefferon, favorito del público por su, al fin y al cabo, pertenencia al Imperio, le sentó mal algo de champagne, o calculó mal sus fuerzas, quien sabe, pero el caso es que Pietri llegó destacado al estadio. Entonces se produjo el drama: el pequeño italiano, como fue enseguida apodado, no sin razón, pues apenas medía 1.59, desfalleció y se equivocó de dirección. Los jueces corrigieron su error, pero entonces cayó al suelo. Se levantó y volvió a caer, varias veces. La multitud gritaba a oficiales y jueces para que lo ayudaran, tan cerca como estaba del triunfo. Otros, más entendidos, exclamaban que la ayuda provocaría la descalificación. Sea como fuere, finalmente los jueces lo levantaron y lo ayudaron a llegar a la meta.
(Para arrojar algo de luz sobre la motivación de los jueces conviene tener en cuenta que tras él llegaba el americano Hayes, a quien por cierto nadie llamó el pequeño americano, aunque sólo medía tres centímetros más que Dorando, con gran disgusto de la afición, que no quería ver a un yanqui en el podium. El reporte oficial, por su parte, dijo al respecto: “ … era imposible dejarlo ahí, ya que parecía que podía morir delante de la presencia misma de la Reina ...”)
Los jueces, mientras Pietri reposaba en la camilla, se apresuraron a alzar la bandera italiana, pero como no podía ser de otra forma los americanos reclamaron y Pietri fue descalificado.
Hasta aquí, poco más o menos, el relato de la carrera, ilustrada en la fotografía que recordaba. Hace unos meses, leí en algún lugar que he olvidado que uno de los hombres que ayudó a Pietri fue nada más y nada menos que Arthur Conan Doyle, Sir Arthur Conan Doyle. Incluso, se aseguraba que era una de las personas de la fotografía. El asunto me interesó especialmente porque en esos momentos tenía a medias la estupenda Arthur&George, de Julian Barnes, en la que el creador de Holmes y Watson es uno de los protagonistas. Avancé en el libro, investigué un poquillo y averigüé finalmente que, efectivamente, Doyle, afamado sportmen y apasionado del fair play, se encontraba en el estadio, como periodista, trabajando para el Daily Mail. Esa condición de gran amante del deporte le llevó, impresionado por lo ocurrido, a escribir un artículo ensalzando a Pietri, el pequeño italiano, su abnegación y deportividad, y pidiendo una recompensa. La popularidad de Doyle era inmensa en aquella época y entre una cosa y otra la reina Alexandra entregó una copa de oro al italiano, que había sido lamentablemente descalificado. No es imposible pensar que la Queen tuviera una punzada de culpabilidad clavada en la conciencia, al fin y al cabo si no hubiera sido por su petición la prueba hubiera finalizado doscientos metros más atrás.
Pero Doyle no se paró ahí. Un hombre como él, ferviente defensor de los débiles, tenía que hacer algo más y él lo hizo. Organizó una recaudación de fondos y obtuvo 300 libras, con las que se supone que Pietri abriría una panadería en su tierra.
Sin embargo, es radicalmente falso que Doyle sea uno de los hombres de la foto, correctamente identificados como el juez Jack Andrew y el doctor Michael Bulger.
Aquí termina la épica y empieza el negocio y quien sabe si el final del amateurismo. Paradójicamente, el hombre que para Doyle y muchos otros encarnó el más claro ejemplo del espíritu olímpico, “lo importante es participar”, más verdad en su caso que en ninguno, fue uno de los primeros atletas que literalmente se forraron gracias al deporte.
Pietri, del que se decía que su afición empezó un día en que, viendo una carrera que pasaba por delante del taller de confección donde trabajaba, decidió salir corriendo detrás sin siquiera quitarse el uniforme, se hizo famoso y hasta Berlin le dedicó una canción. No había televisión, pero había prensa. El artículo del Daily Mail trascendió y se inició, particularmente en América, una gran admiración por las carreras a calle abierta.
Hombres de negocios comprendieron enseguida que allí había futuro e invitaron a Pietri y Hayes a una revancha, celebrada en el Madison Square Garden y ganada por Pietri unos meses después. A esa carrera le siguieron otras veintiuna, de las que el italiano ganó diecisiete. Se calcula que en los años siguientes el tipo participó en más de cien carreras, obteniendo unos benéficos de nada más y nada menos que 200.000 liras en apenas tres años. Hayes también se hizo rico, abandonando su puesto administrativo en los almacenes Bloomingdale`s.
No se sabe si Pietri devolvió las 300 libras. Quizás le hicieron falta. Ya retirado, montó un negocio hotelero con su hermano, hombre por lo visto poco cuidadoso con los dineros, que lo arruinó por completo. Un infarto acabó tempranamente con su vida. Su última ocupación, quizás harto de correr, fue la de taxista.
Etiquetas: Schultz
Māyā