Estas palabras, “He oído habar de tu padre en Al Jazira”, se las dijo un amigo al hijo de Robert Redeker cuando éste acababa de ser condenado a muerte. Una fatwa dictaminada por el jeque Yusuf al-Qaradawi lo había convertido en el objetivo número uno del islamismo terrorista. Se condenaba a Redeker por el ‘delito’ de publicar en Le Figaro un artículo crítico con el islamismo y el Corán (19 de septiembre de 2006). Un nuevo caso como el que padeció Salman Rushdie se daba en Europa: mismo patrón, mismo perfil de la víctima como del verdugo. Desde ese momento la vida de Redeker, profesor de filosofía en un instituto de Toulouse y columnista habitual de la prensa francesa, es abducida por un viraje absoluto. Toda su vida ha cambiado, y, además, para un período de tiempo indeterminado. Por su seguridad, Redeker es obligado a dejar su trabajo y su casa, y a vagar por diversos escondrijos, protegido por la policía francesa. Aislado de todo, como si se encontrara en una realidad paralela.
Si ya de por sí esta situación se le hace dura a este hombre, más se complica y envenena cuando se ve convertido prácticamente en culpable de su situación. Por una parte, se ve obligado a sufragar por sí mismo los gastos de esta nueva vida, que tanto nos recuerda a las de los amenazados de muerte por el terrorismo nacionalista de ETA en el País Vasco. El Estado francés se desentiende de sus obligaciones de garantizar la seguridad plena de sus ciudadanos, lo que obliga a una serie de intelectuales (Lanzmann, Finkielkraut, Bruckner, etc.) a organizar campañas para ayudar económicamente a Redeker. Para salvar la vida de uno de sus ciudadanos que ha ejercido la libertad de expresión, el Estado obliga le obliga a esconderse, a encerrarse en una tumba en vida. En suma, se le exige que se convierta en otro o que se calle. “Aunque soy la víctima, me tratan como a un culpable (...), paso a estar bajo control policial como si fuese un culpable” (p. 36). Redeker, que simplemente ejerció sus derechos como ciudadano europeo, se ha visto precisamente por ello expulsado de la propia condición ciudadana.
Lo peor, sin embargo, viene de toda esa gente que se mueve en lo que sería una cierta intelectualidad de izquierdas, es decir, gente de la cultura, de naturaleza bienpensante y autocomplaciente. Intelectuales, profesores de instituto, periodistas, políticos, etc.; todo ese colectivo, de una gran influencia en la sociedad francesa, le da la espalda a Redeker. Mientras que la condena de la fatwa se emite en términos superficiales y casi protocolarios, las acusaciones principales se dirigen contra el propio Redeker, por haber cometido el supuesto delito de ‘provocar al Islam’. Es decir: no se aprueba la condena a muerte, pero sí que se justifica, en cierta forma, que Redeker haya sido puesto en el centro de la diana. Como reflexiona el propio Redeker en las páginas de su deprimente diario, ¡Atrévete a vivir! (Gota a gota, 2007), las víctimas no son iguales para la clase progresista: “no soy una buena víctima” (p. 48). Redeker, por sus ideas, es considerado un provocador, un ‘reaccionario’ que se merece padecer la situación en la que se encuentra. Todos esos movimientos sociales que se manifiestan severamente por, en ocasiones, cualquier nimiedad, le niegan su explícita solidaridad a un condenado a muerte por el terrorismo islamista. Redeker lo tiene claro: si sus críticas, que se encuadran en la línea de cierta tradición voltaireana, se hubieran dirigido contra el cristianismo, los halagos habrían sido generales. Pero la crítica tenía por objetivo la religión de Mahoma, y eso, incomprensiblemente, es juzgado como reaccionario por gente que se considera a sí misma de izquierdas. ¿Desde cuándo criticar a una religión es algo reaccionario? Philippe Val, redactor jefe de Charlie Hebdo, da en la diana: no puede ser que la libertad de expresión la regulen los tribunales religiosos. La legalidad democrática no puede adaptarse a las normas o leyes de cada una de los sistemas religiosos. La libertad de expresión, en una democracia, debe estar por encima de delitos ya excluidos de la legalidad contemporánea, como son los de opinión o blasfemia.
Se evidencia en el caso Redeker, como también sucedió hace poco con la película Fitna, del diputado holandés Geert Wilders, el enorme poder de intimidación que ha conseguido alcanzar el islamismo radical en Europa. Una condena emitida por una autoridad religiosa desde el extranjero consigue que se aplique, de alguna forma, en el territorio de un estado democrático. Demuestra lo interiorizado que tenemos el miedo las palabras que emitió el ministro de educación, Gilles de Robien, que exigía a Redeker ‘prudencia y moderación’. ¿Acaso no está vigente la libertad de expresión en Francia? En la teoría sí, pero se encuentra amenazada por unas coacciones que peligrosamente van siendo asumidas por los propios franceses (y europeos en general).
Capítulo aparte merece el gremio de los profesores de instituto, cuyo comportamiento en este caso ha sido en general repulsivo. Aparecen en el libro de Redeker no pocos ejemplos de hasta qué nivel de miseria se puede llegar por prejuicios ideológicos. Como Redeker no es considerado uno-de-los-suyos, es decir, un profesor progresista, contra él se dirigen no pocos reproches. Como si él fuera el verdadero culpable, como ya se ha dicho.
Hoy, veinte meses después de decretarse la fatwa contra Redeker, éste sigue siendo un recluso. No se sabe cuánto tiempo podrá durar esta situación de condena.
(Escrito por Horrach)
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