Imposible desconocer la vida de excesos de muchos de los legendarios romanos ni, aunque no fuera con la penetración de Tácito, tampoco es un detalle que nos hurtara Plutarco. Sin duda Plutarco es un moralista, como también Montaige (aunque hay negacionistas de este extremo), y por tanto tiene interés en mostrarnos los defectos que observa, sin que ello obligue a caer en la mojigatería. A Plutarco lo seguiría, para gran parte de su obra teatral, Shakespeare haciendo buenas aquellas ideas sobre el plagio expresadas por Fielding según las cuales todo lo que tiene de malo copiar a los contemporáneos lo tiene de bueno cuando se trata de los clásicos. Posiblemente el lector no se entere, el autor no se molesta ni te demandan sus deudos, y, en caso de que al fin se sepa, otorga galardón de vasta cultura y de buen gusto al rescate de clásicos relegados.
Mi intención, apreciados lectores, es hacer comparecer ante ustedes a dos temibles y exitosos militares romanos a los que, no obstante, seguramente debamos bastante del conocimiento que tenemos de las viejas joyas de las letras y el pensamiento. Dos caracteres ciertamente diferentes, tan opuestos como tantos de los que nos convocamos sobre un libro o sobre esta sábana nickjournalina, y sin embargo interesados en los libros. Sus nombres: Sila y Lúculo.
Sila, su historia es crueldad y matanzas. El azul grisáceo de sus ojos era 'duro y violento' e inspiraba miedo, dice Plutarco. En una de esas guerras civiles que vivió Roma, entre muchas otras matanzas, tras reunir al Senado, comenzó a hablar justo en el momento que sus sicarios empezaron a dar muerte a seis mil prisioneros que había juntado en el circo de Roma, "como no podía ser de otro modo, los gritos que se produjeron en un espacio tan reducido con tal masacre provocaron que el espanto arrebatara a los senadores. El siguió hablando sin turbación, con el semblante sereno y les exhortó a prestar atención a sus palabras, sin atender a lo que pasaba fuera, pues no se trataba más que de un castigo que había ordenado dar a unos malhechores". Sila desde joven tenía fama de divertido y propicio a la burla; le gustaba rodearse de la SGAE de entonces, mimos, bufones, cómicos, bailarines, y dar largos banquetes bien provistos de vino. Un tipo bastante dado al amorío y de lágrima fácil, amó durante toda su vida a un actor de entonces, Metrobio, que gustaba de ir vestido de mujer, también tuvo varias mujeres, entre ellas un prostituta que lo enriqueció haciéndole su heredero.
Durante una estancia en el Pireo se apropió de la biblioteca de un bibliófilo del lugar, Apelicón de Teos, en la que se encontraban la mayoría de las obras de Aristóteles y su biblioteca personal, y se la llevó a Roma.
A Lúculo, a parte de sus grandes gestas militares que le enriquecieron enormemente, también se le conoce el gusto por la bebida, los banquetes, las francachelas y la frivolidad. Se le consideró prudente, educado y de buena voluntad, y se criticó que se decidiera a retirarse de la vida pública y dedicarse a gastar sin tasa su brillante fortuna. Palacios, banquetes, jardines, obras de arte, opulencia. Considerado el gourmet por excelencia (es éste el Lúculo de la obra de Julio Camba), también gastó soberbiamente en biblioteca, la suya situada en una finca en Túsculo, cuya fama perduraría hasta Isidoro de Sevilla. De su biblioteca subrayan el uso que le dio: a todos estaba abierta, los paseos en torno a ella y los lugares de estudio recibían sin impedimento a los visitantes griegos y romanos. Su casa era como un hogar para estudiosos, donde se acogía a poetas y filósofos, una 'especie de refugio de las Musas'.
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