Lo primero que vio Ataúlfo Hinojosa del Valle y Mendicutti cuando a bordo del crucero Castilla se disponía a desembarcar en Lloilo (Filipinas) fue el campanario de Jaro que fue reconstruido en el año 1833 después de que fuera destruido por un terremoto. Era y es una atalaya de casi 30 metros de altura, suficiente para avistar las incursiones de los “moros” -los temibles piratas malayos cortadores de cabezas-, bandidos, contrabandistas y otras gentes de similar calaña que en sus barcos de inverosímil navegación pululaban por unas aguas infestadas de tiburones.
Mi tío Ataúlfo se exilió a Filipinas, donde fue profesor ayudante en la universidad de San Carlos, en precipitada huída tras un duelo a primera sangre con un petimetre local -de quien se decía que era un ilustre masón y pertenecía a una de las logias más poderosas- por haberle “levantado” la querida. El duelo no terminó bien y el masón resultó desorejado. La inexistente ofensa se convirtió así en afrenta y sus padrinos, habida cuenta del carácter extremadamente rastrero, ruin y vengativo de su oponente, recomendaron a mi tío que desapareciera durante unos meses, mejor unos años.
Ataúlfo era un hombre bajo pero enjuto y fibroso como un podenco. Tenía un imponente bigote de color pajizo, patillas rizadas como las de un bandolero y sus cejas, que eran finas y grises como un hilo de acero, enmarcaban sus ojos también grises. Estos rasgos concedían a su rostro curtido un aspecto saludable y una mirada fría como de hielo seco. Tenía también una sonrisa franca, amable y seductora que le supuso el favor de un número más que considerable de damas.
Vuestro tío abuelo Ataúlfo tuvo siempre una extraordinaria habilidad para hacerse acompañar (y quizás algo más) por bellezas destacadísimas aún en los sitios más exóticos y alejados, quizás por ello fuera invitado a fiestas y recepciones de todo tipo, donde quiera que se celebrasen y cualquiera que fuera el motivo. Sin embargo a pesar de su merecida fama de conquistador no pudo decirse que tuviera suerte con sus mujeres.
De esta forma tan solaz consiguió una importante agenda de contactos, algo que le resultó crucial a la hora de emprender sus negocios: exportación de porcelanas de la Compañía de Indias y especias exóticas entre las que destacaban nuez moscada, canela, vainilla y clavo, todo ello muy relacionado con la alta gastronomía, pues en aquellos años las vajillas de “porcellana” e ingredientes como los descritos tan sólo estaban al alcance de algunas mesas.
Ataúlfo tenía además un don especial: una nariz prodigiosa capaz de descubrir matices imposibles para el resto de los mortales. Si en una partida de vainilla el mildiu había atacado aunque fuera levemente algunas semillas, era capaz de descubrirlo a pesar de la intensidad exagerada del aroma de la especia, capaz de impregnar de un perfume adherente y dulzón a casi cualquier cosa que permaneciera junto a ella el tiempo suficiente, y con un vigor que muy bien podría ocultar por aplastamiento los hedores más repugnantes.
Dicen las malas lenguas que mi tío ayudaba a la masonería local para hacerse perdonar el duelo que lo llevó allí y que por eso escondía cuerpos entre cargamentos de canela que al salir de puerto eran arrojados a los tiburones, como si en aquellos días fueran necesarias tales estratagemas para semejantes menesteres.
Varias veces -es cierto- tuvo que defender su vida, su honor y su hacienda con las armas pero ya dije que fue profesor de la más antigua universidad de oriente -fundada por los jesuitas- por esto mismo resulta difícil creer que fuera amigo de masones o juramentados. También es preciso que sepáis que nunca se casó e incluso dejó de frecuentar mujeres pues una terrible maldición parecía seguirle: varias de sus amantes más conocidas aparecieron muertas y terriblemente mutiladas.
Sin embargo es cierto que en uno de sus viajes, nada más salir de puerto se desató una tormenta, lo que hizo a éste especial fue que un mal golpe de mar desestibó la carga, algo muy peligroso porque los bultos moviéndose a merced de las olas pueden causar graves daños en la estructura de las naves. Se rompieron varios fardos que esparcieron su contenido con tan mala fortuna que cubrieron por completo a un individuo que falleció por asfixia, o quizás por un mal golpe. Cuatro meses después el carguero llegó a Cádiz, en sus bodegas apareció enterrado entre clavo y canela el cadáver incorrupto de un hombre... desorejado. Posiblemente la altísima concentración de especias impidió a las bacterias desarrollar su trabajo.
Parece probado que el duelista se enroló en la tripulación en Mindanao, que su afán de venganza le hizo perder la cabeza, que recorrió el mundo en busca de quien lo había desorejado con la confesada intención de según sus propias palabras: “Terminar un antiguo trabajo”. También parece probado que los testigos –una tripulación de aventureros codiciosos y maleantes sanguinarios- no podían presumir de probidad y bonhomía, el caso es que testificaron jurando, perjurando más bien, las veces que le habían visto enzarzarse en peleas de todo tipo y presumir de una macabra colección que apareció al registrar el barco: en un cofre de sándalo con un fino trabajo de marquetería en el que abundaban motivos y símbolos masones que a su vez rodeaban a una sola una palabra en latín: “Auriculae” . En su interior había una treintena larga de orejas disecadas de diversos tamaños.
En recuerdo de vuestro tío abuelo Ataúlfo os voy a enseñar cómo oficiar un postre con el que estuvo el pobre muy relacionado. Primero por el arroz, cereal que consumió en abundancia en su exilio, después por las especias, de las que era además de entendido un potentado y por último los orejones que si habéis tenido la paciencia de seguir el relato están de sobra justificados.
En dos litros de leche entera pondremos una cáscara de limón, otra de naranja, dos ramitas de canela, media vaina de vainilla, tres estrellas de anís estrellado, dos clavos y un trocito de jengibre. Cuando empiece a hervir, algo que se nota fácilmente si estáis atentos pues la leche sube y si no lo estáis también por el olor que desprende la leche que se habrá derramado sin remedio, añadiremos dos vasos de azúcar y un vaso de arroz.
Lo mantendremos a fuego lento y sin embargo cociendo durante un mínimo de 30 minutos removiendo casi continuamente con una cuchara de madera. Aún así es casi seguro que si os llamaran por teléfono, o fuereis a -permitidme la expresión- evacuar, a abrir la puerta, o a cualquier asunto que os entretenga durante un par de minutos tendrá como consecuencia que se os pegue el arroz.
Si dispusierais de cocinera o de mucho tiempo podríais mejorar el resultado ya notable con otro litro y medio de leche más y un par de horas de cocción sin dejar de remover y añadiendo leche en función de la evaporación..
Dado que el arroz con leche es muy dulce y hay quien dice que pesado, viene bien acompañarlo con un helado que aporte frescor y acidez, a la vez que fibra sin que falte un ligero toque de alcohol.
Necesitaremos un vaso de orejones de albaricoque que hidrataremos durante al menos cuatro o cinco horas en el licor de origen amalfitano que tiene por nombre Limoncello, para lo cual pondremos en el vaso algo mas de la mitad de licor y el resto lo cubrimos con agua, proporciones aproximadas que pueden modificarse en función del toque alcohólico que prefiramos.
Batiremos cuatro claras de huevo a punto de nieve, montaremos también un paquetito de nata, para lo cual lo meteremos previamente en el congelador sin que llegue a congelarse, basta que esté muy fría, pues en caso contrario se convertirá en mantequilla. Trituramos los orejones con el limoncello pero no demasiado si gustáis encontraros con tropezones en los helados. Ahora una irregularidad pero que ahorra mucho tiempo: mezclamos los orejones con un bote pequeño de leche condensada y añadimos el resultado a la nata montada primero y después a las claras batidas moviendo suavemente y con cuidado y no demasiado para que no se baje. Lo metemos en el congelador durante una hora o dos, depende de la potencia frigorífica del mismo. Lo batimos para impedir que cristalice en demasía y lo volvemos a meter en el congelador. A la hora volvemos a batir y ya habremos conseguido la textura cremosa deseada.
Por cierto que mi nombre: Concha, viene de “porcellana” aunque no lo parezca: Cuando en el Renacimiento aparecieron en Europa las primeras piezas de porcelana china se pensaba que estaba fabricadas con cauris pues su viso era muy parecido. Los cauris son moluscos -conchas al fin y al cabo- que aún en muchas localidades se denominan porcelanas.
También es cierto que porcella es el diminutivo latino de porca (cerda) y que se utilizaba para -de modo obsceno y ofensivo- referirse a los genitales externos femeninos, casualmente el cauri fue denominado por los romanos igualmente porcella, pues dicen que el aspecto de su concha recuerda a una vulva.
Mi tío Ataúlfo contaba en las frías tarde de invierno sus aventuras en el lejano oriente: piratas que atacaban a los barcos en pequeños juncos y champanes aprovechando como las hienas cualquier avería, princesas indígenas secuestradas, historias apasionantes de esclavas y sultanes, de venganzas terribles, de heroicas hazañas, de aventureros valientes y hombres rotos y desesperados. Pero a raíz del incidente del duelista embalsamado ya no volvió a embarcarse, se convirtió en un hombre taciturno y entristecido. Siempre portó -hasta su muerte- como si de una preciosa reliquia se tratara un segundo cofre que también apareció en el barco, éste completamente forrado de nácar. En su tapa también había una leyenda: “Porcellas”. Nunca nadie osó abrirlo. Con el cofre entre sus manos fue enterrado.
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UNO, GRANDE Y LIBRE
Al ver on-line el título del artículo de Carlos Boyero en El País, "Uno, grande y libre", he pensado que se refería (ahora que se cumple algún aniversario) a King Kong. Pero no: era Fernando Fernán-Gómez. No está mal. Pero reconozcan que a King Kong le iba mejor: uno, grande y libre. ¡Sí!