Medio año después, como epílogo de aquella noche mágica, una España finalista en Europa tenía la ocasión de rematar la faena en la cita francesa, pero fiel a su estilo, y con la inestimable colaboración de un portero díscolo que gustaba llevar medias blancas para no lucir las negras con los ribetes rojigualdos, sucumbía ante los hijos de la Marsellesa, negros de las colonias o moros de los suburbios muchos de ellos, casi todos hoy día, pero que cantan con orgullo el himno al que tanto deben.
Desde entonces hasta hoy, y sin obviar el cúmulo de fracasos en las citas periódicas a las que siempre se acude y en las que nunca se triunfa, el poco interés que despierta la selección española hunde sus raíces en algo más profundo que lo meramente futbolístico, algo que entra de lleno en lo político. Así como la ilusión inicial del felipismo se vino abajo con la corrupción generalizada, propiciando el desencanto por la política y sus profesionales, la idea misma de España, con pensionados de la cosa pública y titiriteros que buscan a marchas forzadas letra para un himno que al menos engrandezca un poco los eventos deportivos, es un valor a la baja, una mercancía averiada que desde hace tiempo, valga la expresión comercial o mercantil, no vende, o no se sabe, o quizá no se quiere vender. Selección y Constitución, metáforas ambas de la nación, caminan desde hace años, y bien cogidas de la mano, por la senda del desencanto, huérfanas de crédito y en busca de una renovación que les devuelva algo, aunque sea poquito, del atractivo perdido. Eufemismos como estado español o este país son utilizados con total normalidad y sin rubor alguno para no decir España, para no ser tachados de rancios, casposos o simplemente fachas; ni siquiera conceptos más asépticos y jurídicos como nación española, que abre el preámbulo de
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