Y pensar que Acebes, Botella , Aguirre, Ignecio Villa y demás peperos son seguidores de esto:
Dejad que los niños vengan a mí
Oriundo del estado mexicano de Michoacán, el octagenario Marcial Maciel Degollado, a quien sus secuaces llamaban afectuosamente Mon Père, parecía salido de una novela negra. Pederasta, morfinómano y hombre de negocios de éxito, logró fascinar a dos papas que marcaron época como Pacelli y Wojtyla, que le aseguraron protección ilimitada.
Y hay que decir que sus comienzos no fueron precisamente prometedores. Expulsado cuando joven de dos seminarios –por razones jamás hechas públicas—, Marcial Maciel, que se jactaba de contar con varios obispos en su familia, se convirtió en sacerdote a los 24 años, en 1944. Pero, extraordinariamente, tres años antes, en 1941, había ya logrado fundar una orden religiosa: los Legionarios de Cristo, precisamente, que no han dejado de crecer y expandirse desde entonces. Hoy tiene 600 sacerdotes y 2.500 seminaristas presentes en cuatro continentes, como recuerda con cierto orgullo su sitio web (www.legionariesofchrist.org).
Aun a pesar de sus viciosillas costumbres, ampliamente documentadas en decenas de denuncias, el prelado mexicano reunía consensos y simpatías gracias a un programa deslumbrantemente simple: extender el Reino –con mayúscula— de Cristo. Un mensaje destinado a entusiasmar también a los defensores laicos del Occidente –también con mayúscula— cristiano.
Ello es, en efecto, que en 1946 el padre Maciel recala en España por invitación de importantes sostenedores, como el industrial Iñigo de Oriol y Alberto Martín Artajo, ministro de asuntos exteriores de Franco. Allí, aun logrando echar “raíces” entre los ultras católicos “que cuentan”, los planes expansionistas del padre Maciel experimentan un revés cuando, en 1956, llegan al Vaticano las primeras denuncias de sus prácticas sexuales y de su adicción a la morfina, provocando una primera suspensión a divinis. Una cautela que no durará más de dos años, porque el padre Maciel tiene altísimos protectores, como el cardenal Angelo Sodano, secretario de estado de la Santa Sede.//1
Para disculparse del consumo de Dolantin –la morfina en ampollas, que llevaba siempre consigo en una elegante petaca de piel de cocodrilo—, el padre Maciel exhibía un certificado médico firmado, sin fecha, por el doctor Galeazzi Lisi, el arquiatra del papa Pacelli. En lo que hace a sus pasiones homosexuales por los jóvenes seminaristas –se gozaba en que le masturbaran—, se justificaba con ellos diciendo que le servía para “aliviar sus intensos dolores” y que esas prácticas le habían sido autorizados, según él, por el mismísimo Pío XII en persona. Luego, de todos modos, absolvía a sus víctimas en confesión, recomendando el silencio.
Recuperado de éste y de otros escándalos menores, reducidos inmediatamente al silencio –como cuando fue arrestado en España mientras compraba varias dosis de morfina—, Marcial Maciel volvió a tomar las riendas de los Legionarios y prosiguió su obra de conquista de las almas de poderosos y millonarios. Educación paramilitar, obediencia ciega, obligación de secreto y “discreción”, unidos al culto a la personalidad del fundador, han sido siempre los valores centrales de la orden. Además de una visión teocrática de la sociedad a imponer, si preciso era, con la fuerza y, huelga decirlo, de un anticomunismo feroz.
Quien crea que los integristas agresivos anidan sólo en campo musulmán, tendría que documentarse un poquito sobre los Legionarios de Cristo, que están cabildeando en favor de la santificación futura de su fundador, inspirados en el ejemplo de José María Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei.
El diablo da palos de ciego...
Pero en noviembre de 1997 la lápida que cubre los pecados del padre Maciel se levanta de nuevo: ocho exlegionarios que habían sufrido las prácticas del religioso en su adolescencia, cansados de que les dieran largas, lo denuncian directamente al papa Juan Pablo II. No se trata de pesos pluma: son todos abogados, médicos e ingenieros de sólido prestigio y óptima reputación. Uno de ellos, Juan Manuel Fernández Amenábar, que había sido rector de la Universidad de Anáhuac fundada en México por Maciel, hace, encima, su denuncia en ellecho de muerte, en febrero de 1995, suplicando que se hiciera pública. Uno de los denunciantes, el doctor José Barba Martín, catedrático del prestigioso Instituto Tecnológico Autónomo de México, declaró: “Al revelar todo esto, cumplo con una obligación de conciencia, porque quiero una Iglesia coherente”.
Parecía que esta vez la Santa Sede, puesta ante testimonios coincidentes tan numerosos, no podía seguir adoptando la política del avestruz. Sin embargo, el cardenal Ratzinger, entonces responsable de la Congregación para la Doctrina de la Fe, hizo dormir por años la práctica de instrucciones, y en 1999, confió al obispo mexicano Carlos Talavera, que venía insistiendo para abrir el proceso, lo siguiente: “Lo siento mucho, Monseñor; el caso del padre Maciel no se puede abrir, porque es una persona muy amada por el Santo Padre (Juan Pablo II) y ha hecho mucho bien a la Iglesia. No es prudente, lo siento”. Tuvieron que pasar otros siete años, para que el mismo Ratzinger, ya papa Benedicto XVI, se resolviera a tomar una decisión, juzgada por muchos vaga e insuficiente, también porque, al final de la misma, prodgaba un elogio a la obra de los Legionarios.
En particular, los denunciantes del potentísimo padre Maciel, que estaba protegido también por el cardenal primado de México, Norberto Rivera, y por el exnuncio apostólico Girolamo Prigione, al conocer en 2006 que el proceso quedaba definitivamente postergado, se declararon “escandalizados por el evidente pacto entre el Vaticano y un criminal”. En aquella ocasión, anunciaron que tenían intención de llevar el caso ante algún organismo internacional de derechos humanos.
En declaraciones al cotidiano mexicano La Jornada, las antiguas víctimas de Marcial Maciel han puesto de relieve el contraste entre la gran clemencia mostrada con el fundador de los Legionarios y la severa condena con que se castigó en 2005 al sacerdote italiano Gino Burresi, fundador de los Siervos del Corazón Inmaculado de María, un paidófilo pleno de estigmas.
Al padre Maciel, en cambio, se le ahorró el proceso “en consideración a su edad y a su estado de salud”, invitándolo a dedicarse a “una vida reservada de oración y penitencia, renunciando a cualquier ministerio público”. Ni una palabra para las víctimas de los abusos, como si no existieran. ¿Y los traumas existenciales provocados por aquellas violencias infantiles? ¿Y el valor cívico de aquellas denuncias, mantenidas durante años en la esperanza de impedir nuevos abusos?
Pequeñas molestias, que es mejor ignorar por parte del Vaticano. Lo importante es seguir a buenas con los Legionarios de Cristo, gente seria que desarrolla un trabajo óptimo. Y de todas maneras, desde 2005 la congregación la dirigía ya el sacerdote cincuentón Álvaro Corcuera.
NOTA T.: //1 Angelo Sodano (Italia, 1927), actualmente Decano del Colegio Cardenalicio del Vaticano, fue entre 1978 y 1988 Nuncio Apostólico en el Chile de Pinochet, y nunca recató sus simpatías por el dictador
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