Como ya sabéis, hace poco más o menos un mes que descubrí el tesoro mejor guardado de Nicanora, mi vieja ama. ¡No Richal, no es eso que estás pensando…! Se trata de un magnífico recetario recopilado a lo largo de una vida dedicada a la cocina con fervor casi pagano. En ese manuscrito -devocionario casi- hay un apartado de cocina económica, rescoldo de la temporada que estuvo nutriendo la enjuta figura de un arruinado caballero: Don Arturito Poc-Ascacas de la Majada decimonono conde –con grandeza de España- del Alto la Majada quien era y es un hombre delicadamente esbelto, sutil, liviano y etéreo pero que desafortunadamente arrastra una maldición familiar: sus ojillos semicerrados, la comisura de los labios que apunta al suelo y el entrecejo permanentemente fruncido le confieren una indisimulable cara de estreñido.
Don Arturito lleva “tieso” desde que su tía abuela Lucrecia legó a la Iglesia gran parte de su patrimonio, en contra no sólo de lo que esperaban Arturito y media docena de sus primos, sino de la vida regalada que llevaban a cuenta de su previsible herencia.
Lucrecia -en vida, buena amiga mía- sin embargo era como Calígula pero en malo y no se le ocurrió nada mejor para procurarse el recuerdo durante al menos un par de generaciones -eso sí: no demasiado agradable- que favorecer al obispado con las dos terceras partes indivisas de la segunda indivisa de “Los Astracanes de la Majada” una soberbia finca con magníficas tierras de labor. El testamento incluía como disposición la prohibición expresa de vender, donar y/o transmitir la propiedad de ninguna de las formas vigentes.
Como consecuencia de tan sorprendente disposición una parte importante de las rentas de las que vivía don Arturito se emplean desde entonces en pleitear para conseguir liberar en lo posible la propiedad de un socio tan correoso y resistente como “las Reverendas Madres Adoratrices de la Última Lanzada y Las Siete Palabras de Jesús Crucificado”, quienes dedican su sacrificada vida con un rigor sólo compatible con la vida monástica a procurar el respeto inexorable de las últimas voluntades, algo a lo que se dedican con fervor inusitado amén de, por qué no decirlo, gran pericia… profesional.
Quizás por vocación, o tal vez por devoción el caso es que son igualmente rigurosas en la fiscalización las cuentas de “Los Astracanes” de manera que no son raras las pugnas con el resto de propietarios a causa de diferencias de criterio a la hora de aceptar algunas deducciones poco claras (como cuando don Arturito pretendió contabilizar como gasto -entre otras pequeñas trampas- los honorarios del letrado que le asesora en estos delicados asuntos bajo el embozo de administrador de la finca pero que -como posteriormente descubrieron las madres, a las que entre sus múltiples virtudes habría que añadir su habilidad para las pesquisas- era en realidad especialista en testamentarías, aunque más le hubiera valido serlo en Teología Pneumatológica Dogmática, pues sólo con la inspiración del mismísimo Espíritu Santo, cuya misión es enseñar, defender, gobernar, y santificar a la iglesia, podría litigar solventemente con semejantes contrincantes para ayudar a resolver alguno de los problemas que presenta la complicada economía del mayor de los Poc-Ascacas.
Tal es el cuidado que ponen en la revisión de las cuentas, tan disparatadas las desavenencias y tan sutiles pero cargados de tósigo son los argumentos que surgen en las discusiones referentes a la administración de la finca que en el pueblo los paisanos, ya sea porque no saben lo que es un astracán, o porque conocen lo venenoso de las disputas, la llaman “Los Alacranes”.
Oficiaremos hoy entonces un platillo rescatado del tesoro de Nicanora que es a la vez: económico, muy sabroso, nutritivo y sencillo de preparar.
Habréis de elegir un kilo de patatas pequeñas añejas (las más baratas del mercado), la lavaréis bien y las cortáis sin pelar (que la cáscara también se come cuando la economía se resiente) en rodajas como para tortilla.
Picáis un puerro, sólo la parte blanca, un pimiento verde y otro rojo.
Necesitaremos además cuatro patas de gallina (si vuestra economía no se resiente tras los sustos de los mercados podéis sustituirlas por media docena de alones), la parte verde del puerro, una zanahoria, un poco de orégano y una hoja de laurel. Con estos modestos ingredientes que poco pueden comprometer los posibles y un vaso de vino blanco y dos de agua haremos un caldo de “gallina” que dejaremos reducir hasta la tercera parte del volumen.
En una paella de hierro (no una paellera, pues se trataría de una señora aficionada a degustar u oficiar paellas y dudo que se prestare a tal evento) ponemos un buen chorro (de 10 a 12 cucharadas) de aceite de oliva donde -a fuego muy lento- sofreiremos puerro y pimientos hasta que estén blandos.
A continuación esparciremos las patatas, las espolvoreamos con un poco de romero y sal gorda y las dejaremos hasta que se doren por la parte en contacto con la paella. No se han de dar vueltas, se trata de que permanezcan lo más enteras posible. Una vez doradas por un lado se les da la vuelta, se espera un rato a que se doren por el otro y se les añade el caldo de pata de gallina, se les da un golpe fuerte de horno y humeantes y perfumadas de orégano, laurel y romero, se sirven en la misma paella.
Tengo confianza en que esta modestísima formulación ayudará a capear la tempestad económica que según casi todos los barómetros especializados predicen, sin que ello suponga merma alguna en la calidad nutricional de mis queridos sobrinos.
Os quiere vuestra
Tía Concha
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