FUEGO, HOCES Y MARTILLOS:
La otra historia del campo de concentración de Castuera que no quieren contarnos
Ángel David Martín Rubio
Universidad San Pablo-CEU (Madrid)
1. EL MITO DEL CAMPO DE CONCENTRACIÓN DE CASTUERA
Algunos años antes de su último descalabro electoral, Izquierda Unida de Extremadura anunciaba el comienzo de un proceso constituyente que habría de llevar a la III República Federal, así como la celebración de una serie de actos que fueran caldeando el ambiente mediante la conmemoración de la II República. Desde entonces se viene celebrando en el mes de abril una marcha al lugar en que estuvo ubicado un campo de concentración en las inmediaciones de Castuera (Badajoz)[1].
No es la primera vez que los comunistas convierten a la comarca de La Serena, lo que antaño ellos mismos denominaron la Extremadura Roja, en escenario de una serie de actividades reivindicativas en las que cuentan con el respaldo de otros partidos políticos, una red de asociaciones que se mueven en torno a la llamada recuperación de la memoria histórica, la Universidad de Extremadura y una fabulosa provisión de fondos públicos. La declaración de intenciones no puede ser más explícita: estamos ante el inicio de una campaña de objetivos puramente políticos al servicio de los cuales se utiliza del pasado al margen de cualquier consideración de naturaleza científica.
Difundida ampliamente la leyenda de las matanzas de la Plaza de Toros de Badajoz, a pesar de haber sido refutada por la historiografía más seria, estamos en vísperas del lanzamiento a gran escala de un nuevo mito: el de la existencia de un campo de exterminio en Castuera. Y empleamos el concepto de mito en el sentido de una formulación con cierto fundamento en una realidad que resulta intencionadamente deformada y que sirve para sostener un determinado sentimiento o conducta, en este caso un proyecto político radical de extrema izquierda. Si hay que hablar de genocidio para definir lo ocurrido en la zona nacional y en la posguerra, resulta necesario hacer creer que en la España de Franco existieron campos de exterminio y se ha encontrado en el caso de Castuera un formidable baluarte propagandístico.
Fue Justo Vila Izquierdo el primer en poner por escrito la leyenda de este campo en dos libritos (verdadero vademécum de la historiografía de extrema izquierda sobre la guerra civil en Extremadura) en los que sostenía que el campo de Castuera fue «posiblemente la mayor aberración de la posguerra, donde se ensayaron métodos de exterminio masivo, utilizados después por los nazis en sus campos de muerte durante la segunda guerra mundial» y en esto consistían dichos métodos:
«Al principio, los muertos eran enterrados en zanjas abiertas al efecto, sin embargo, dada la gran cantidad de presos condenados diariamente, deciden poco después enterrar a los mismos en bocas de minas abandonadas. Más tarde, el refinamiento, la crueldad y la barbarie de los ejecutores llegó hasta extremos difícilmente imaginables: los condenados eran atados con sogas por la cintura, unos a otros en interminables filas y empujados a culatazos a las bocas de la mina, en medio de terribles sufrimientos, los presos recibían desde lo alto, bombas de mano y ráfagas de metralla que acaban con sus vidas»[2]
Para sostener esta peregrina escenografía, Vila cita —siempre de manera fragmentaria— testimonios como los de Esteban López Ramos, Valentín Jiménez Gallardo y José Hernández Mulero. Afortunadamente, pocos años después, en una publicación de dos profesores de la Universidad de Extremadura se recogían en su integridad los datos proporcionados por éste último y se podía comprobar el fraude: Hernández Mulero llegó al campo de concentración de Castuera el 24 de octubre y lo abandonó el 6 de diciembre, fechas en las que no se registra ninguna muerte, y él mismo reconoce que la historia de la cuerda india era un simple rumor del que oyó hablar después:
«Cerca del campo había unas bocaminas y algunas noches sentíamos vibrar el terreno, como si hubiera explosiones cerca. Nosotros creíamos que era el maquis que venía. Pero luego nos dijeron que allí hacían la cuerda india, con prisioneros amarrados unos con otros, que tiraban a la mina, vivos, y unos arrastraban a otros, y dentro de la bocamina les tiraban bombas de mano para matarlos»[3] .
Naturalmente, Vila Izquierdo a quien han seguido otros, no había tenido la decencia profesional de hacernos conocer esta importante precisión cronológica. Por su parte, Javier Rodrigo al hablar del campo de Castuera se limita a airear algunos tópicos y alude a una «importante investigación local»[4] cuyos resultados suponemos deben encontrarse en los artículos de Antonio D.López[5] y José Ramón González[6] con una curiosa reiteración de documentación y argumentos a pesar de tratarse de autores distintos y que no publican en colaboración. Ahora se anuncia la presentación de un libro de Antonio López Rodríguez con un título no menos propagandístico y pretencioso: Cruz, Bandera y Caudillo: el Campo de concentración de Castuera.
En el artículo citado, López Rodríguez sostenía que el campo de concentración de Castuera era un “ente” «donde se encerraba a los vecinos “sospechosos” de la comarca, y donde se hacía desaparecer a cualquier individuo que hubiera tenido cualquier tipo de relación directa y activa con la recién derrotada República»[7]. Su lista provisional de desaparecidos consta de apenas algunos nombres, la mayoría documentados a través de otras fuentes que en ocasiones difieren en cuanto a la fecha y lugar de muerte. En la mayoría de los casos, todas estas víctimas pueden ser identificadas documentalmente por su participación en las detenciones, fusilamientos y demás excesos cometidos en la retaguardia, tanto en Castuera como en otros pueblos de la comarca.. Si consideramos que fueron varios miles de personas los que tuvieron relación con la República en la comarca y si a cualquiera de ellos se les “hizo desaparecer”, nos encontramos en la línea argumental de Vila: el campo de Castuera como un lugar de exterminio masivo, pero los resultados que él mismo ofrece después de su propia investigación no avalan tal afirmación y reducen a unos mínimos las expectativas que aspiraban a convertir a Castuera en el Auschwitz extremeño del franquismo
Como ya se había publicado en otros lugares —aunque López no haga alusión a ellos en sus breves apuntes historiográficos— Castuera fue escenario, al igual que otros lugares de la provincia de Badajoz, de varias decenas de ejecuciones irregulares durante los meses de abril y mayo de 1939; aunque algunas de ellas se hubieran llevado a cabo entre presos sacados directamente del campo (cosa que hasta ahora no ha podido demostrarse documentalmente) se trataría de hechos aislados que no vuelven a repetirse y menos aún en las fechas en que, siempre basándose en dudosos testimonios orales, se pretenden situar las muertes llevadas a cabo en el campo[8].
2. LA NECESARIA Y ELUDIDA EXPLICACIÓN HISTORIOGRÁFICA
Por otro lado, y sin querer restar dramatismo a ninguno de estos sucesos, menos legítimo aun resulta silenciar el contexto de las violencias llevadas a cabo con anterioridad por los revolucionarios para convertir unas cuantas represalias en un exterminio sistemático de enemigos sociales o políticos que no existió porque la inmensa mayoría de los que habían apoyado al Frente Popular rehicieron sus vidas en los años.
Las cifras posteriores al cierre de la Bolsa de la Serena en el verano de 1938 no pueden ser más elocuentes y lo ocurrido ahora se repetirá al terminar la guerra: de un total de unos seis mil prisioneros, un 42,13% son considerados por la comisión clasificatoria afectos al Movimiento Nacional con toda seguridad y un 33,66% con dudas, mientras que únicamente al 24,08% (1.512 presos) se le atribuyen responsabilidades penales por sus comportamientos durante el período revolucionario y serían objeto de posterior investigación para formar causa o diligencias previas si los elementos de juicio eran muy poco precisos. Como ocurrirá en 1939, el hecho de haber sido llamado a filas no determinó en modo alguno el procesamiento de nadie ni fue motivo de acusación y ante los tribunales no comparecieron más que los que fueron procesados, que fueron muchos porque muchos eran los delitos, pero no todos, ni siquiera la mayoría de los prisioneros del Ejército Popular.
Cualquier análisis que ignore lo que ocurrió en los años anteriores, carece de rigor para explicar lo sucedido a partir de 1939. Resulta, por eso, muy significativo recordar que en un mitin celebrado en la plaza de toros de Badajoz el 18 de mayo de 1936, el diputado comunista por Sevilla Antonio Mije pronunció unas palabras en las que aparecen reflejados con toda claridad cuáles eran los objetivos revolucionarios del Frente Popular y cuáles eran los medios de que los partidos y sindicatos integrados en dicha coalición iban a servirse para alcanzar ese fin:
«Yo supongo que el corazón de la burguesía de Badajoz no palpitará normalmente desde esta mañana al ver cómo desfilan por las calles con el puño en alto las Milicias uniformadas; al ver cómo desfilaban esta mañana millares y millares de jóvenes obreros y campesinos, que son los hombres del futuro ejército rojo obrero y campesino de España [...] Este acto es una demostración de fuerza, es una demostración de energía, es una demostración de disciplina de las masas obreras y campesinas encuadradas en los partidos marxistas, que se preparan para muy pronto terminar con esa gente que todavía sigue en España dominando de forma cruel y explotadora a lo mejor y más honrado y más laborioso del pueblo español»[9].
Desde que en julio de 1936 aquellas “masas obreras y campesinas” —que habían recibido armas del Gobierno de la República al margen de cualquier consideración legal— aprovecharon para desencadenar la anunciada revolución en aquellos lugares en que los militares y paisanos sublevados no lograron imponerse, se había cumplido literalmente esta advertencia del diputado comunista: aquel Ejército Rojo se formó para acabar con lo que él llamaba la “burguesía”, es decir, todos aquellos que, con independencia de su situación social, no querían someterse al Frente Popular. El terror sembrado en toda la retaguardia sometida a su control iba a mantenerse durante los casi tres años de guerra y las parcas victorias que obtuvieron las armas al servicio del Partido Comunista siempre fueron acompañadas —como ocurrió en Belchite y Teruel a finales de 1937 y comienzos de 1938— de asesinatos indiscriminados y selectivos, saqueos, destrucciones y persecución religiosa, igual que había ocurrido en el verano de 1936.
La provincia de Badajoz no fue ninguna excepción al panorama que venimos describiendo y, desde el primer momento, sufrió el terror que era la lógica consecuencia de cómo concebía el proceso revolucionario su auténtico protagonista en la retaguardia pacense: el Partido Socialista, responsable de una política que acabó al servicio de los designios pro-sovieticos del Partido Comunista marginando así —con el empleo incluso de la sangre— a los anarquistas como antes lo habían sido los republicanos motejados de “burgueses”. Varios centenares de personas perdieron la vida en las matanzas con las que socialistas y comunistas regaron de abundante sangre las comarcas de La Serena y Los Montes; miles de vecinos de estos pueblos pasaron por las cárceles o dejaron en ellas la vida y la salud; durante meses milicianos y dirigentes políticos se convirtieron en dueños de la vida y hacienda de muchas de personas cuya vida podía depender del capricho de uno de aquellos flamantes revolucionarios, algunos de los cuales se habían de convertir años después en locuaces testigos orales hábilmente interrogados por ciertos historiógrafos para conmovernos con sus lamentos por las incomodidades que tuvieron que sufrir en la posguerra.
Solo por citar uno de los casos ocurrido precisamente con vecinos de Castuera, en la mañana del 22 de agosto, veinticuatro detenidos fueron montados en el tren y, al llegar a las inmediaciones del apeadero de El Quintillo, les obligaron a bajar, les hicieron varios disparos en las piernas, al caer al suelo les echaron encima leña y los rociaron con gasolina, prendiéndole seguidamente fuego y quemándolos cuando aún estaban con vida. La lista de los asesinados había sido seleccionada la noche antes en una reunión del Comité que tuvo lugar en el Ayuntamiento. Entre ellos figuraban el Párroco, Andrés Helguera Muñoz, y el primer alcalde que tuvo la República en esta población: Camilo Salamanca Jiménez.
Si a las “sacas colectivas” añadimos otras muertes que se produjeron en forma aislada (las últimas en 1938) en total fueron asesinadas en Castuera ochenta y seis personas; si nos referimos a todos los vecinos de este pueblo, incluyendo a los fusilados en otros lugares, el número total de víctimas de la represión frentepopulista se sitúa en ciento nueve, una de las cifras más altas de la provincia. Por lo que a su origen socio-profesional se refiere, predomina un grupo de modestos empleados y obreros de distintos oficios, en su mayoría vinculados a Falange Española, organización que ya había sufrido en esta localidad un atentado contra el jefe provincial Arcadio Carrasco (marzo-1936) y el asesinato de uno de sus militantes, Leopoldo Sánchez Hidalgo, pocos días antes de comenzar la guerra. En su inmensa mayoría (82,5%) son el resultado de extracciones de grupos numerosos de detenidos procedentes de los lugares habilitados como prisión mientras que solo algunos casos fueron muertes aisladas. Teniendo en cuenta que las “sacas” se llevaban a cabo con un gran despliegue de medios, en la inmensa mayoría de estos crímenes puede hablarse de la participación de las autoridades locales así como de un contingente de milicias y guardias de asalto a las órdenes de sus respectivos mandos. El mito de la espontaneidad en la violencia revolucionaria resulta así insostenible y únicamente se puede hablar de asesinatos irregulares por carecer de toda norma jurídica no por haberse llevado a cabo sin la anuencia de los dirigentes.
Aún no habían pasado tres años desde que el diputado Mije anunciara en Badajoz la formación del «futuro ejército rojo obrero y campesino» cuando el Generalísimo Franco anunciaba en el último parte de guerra la derrota de aquel Ejército Rojo que, aunque cautivo y desarmado, venía a plantear un serio problema de orden público al Nuevo Estado constituido durante los años de la guerra ya que debido a su composición no podía ser reintegrado automáticamente a la vida civil.
3. CONCLUSIÓN
A lo largo de estas páginas, hemos tenido ocasión de comprobar que —al margen de mitos y leyendas— hay varios centenares de muertos y presos de los que nadie habla y también eran de Castuera o murieron allí: los asesinados por las milicias frentepopulistas en El Arenal; los quemados vivos en El Quintillo; los fusilados en el Cementerio; los detenidos en el Depósito municipal y la Ermita de los Mártires; los presos en los Campos de Trabajo establecidos por el Gobierno de la República mucho antes de la creación del Campo de Castuera; los soldados y voluntarios caídos en el frente de La Serena para liberar a esta comarca del horror y sufrimiento de dos años de revolución...
¿Qué Republica era aquella en la que ocurrían sucesos como los aludidos? Francisco Largo Caballero dirigente socialista condenado a cadena perpetua por un tribunal del Estado Constitucional en 1917, colaborador con el Dictador Primo de Rivera, más tarde ministro y golpista en 1934, lo había advertido con toda claridad en 1931: si, como debía hacerse en lógica democrática, las Cortes Constituyentes eran disueltas una vez terminada su función: «ese intento sólo sería la señal para que el Partido Socialista y la Unión General de Trabajadores lo considerase como una nueva provocación y se lanzasen incluso a un nuevo movimiento revolucionario. No puedo aceptar tal posibilidad que sería un reto al partido y nos obligaría a ir a una guerra civil»[10]. No hacía falta ser un profeta para vaticinar el futuro de España, como lo hacía un periódico republicano, en los siguientes términos: «¿qué clase de república y qué clase de democracia es ésta?... Nadie podrá llamarse ya a engaño ante lo que se avecina y menos que nadie los mismos republicanos a quienes el sr.Largo Caballero reserva en su República un porvenir tan poco halagüeño»[11].
Cualquiera que se asome a los medios de comunicación podrá comprobar los efectos de la siembra de odio que se está llevando cabo mientras se forjan y difunden mitos como el del campo de concentración de Castuera. Sería preferible que se dejara reposar a todos los muertos de la Guerra Civil bajo una cruz que fuera símbolo de reconciliación, unidad y verdad pero si otros prefieren seguir manipulando la historia y emplearla como arma al servicio de su demoledor proyecto político, habrá que recordarles que fueron los ahora llamados “republicanos” quiénes comenzaron a derramar la sangre de sus enemigos sobre las tierras extremeñas y a todos nos convendría no olvidar lo que ocurrió en 1936 cuando las izquierdas, con el Partido Socialista a la cabeza, dinamitaron el Estado de Derecho.
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