En tiempos en que las sociedades humanas se sentían más inermes que hoy ante la naturaleza y el azar, los héroes eran personajes destacados, a los que se veneraba como a semidioses. Defino a un héroe como un individuo atrapado en una encrucijada de fuerzas que lo superan y que, a pesar de que estas fuerzas se le oponen y pueden destruirlo, no cede en sus propósitos. Todas las grandes naciones imperiales, y España e Inglaterra son ejemplos típicos, han sido, de necesidad, productoras de héroes, porque su gente ha ido de conquista muy lejos y por caminos muy arriesgados. Pero hoy el concepto de héroe se nos ha quedado perdido en el desván. ¿Quién sería capaz de escribir en cinco minutos una lista de los quince héroes españoles que considera más destacados? Y no es que nos falle la memoria de esas personas, es el propio concepto el que se nos encasquilla en los repliegues del cerebro, sin encontrar salida. En mi caso, el último héroe militar que recuerdo, con todos sus avíos mitológicos, ni siquiera es español, sino inglés: el almirante Horacio Nelson, que en aquella mañana de Octubre de 1805, frente a Trafalgar y a una flota francoespañola muy superior en número de barcos y armamento a la suya inglesa, se obstinó en vestirse con todos sus entorchados de almirante, contra la opinión de su estado mayor, que sabía como él que los fusileros de los barcos enemigos acechaban en las gavias el momento del abordaje para disparar selectivamente contra los oficiales que identificaban, tanto más encarnizadamente cuanto mayor graduación ostentaban. Y así le partieron la espalda a poco de empezar el combate, y murió antes de que terminara, sin ver su victoria. Pero él tenía la convicción de que aquel combate había que ganarlo, como casi todos, desde el ejemplo de los mandos, y quería ser coherente con el mensaje que las banderas señaleras de su navío estaban ya lanzándole a toda la flota: “Inglaterra espera que cada uno cumpla con su deber”.
Hoy los jóvenes pueden seguir viendo, como lo hicimos nosotros, la estatua de Nelson en todo lo alto del Trafalgar Square londinense, pero estoy seguro de que a la mayoría no les dirá nada. Sin embargo, creo que todavía hay sitio en nuestras sociedades para los héroes y que estos, por lo tanto, siguen existiendo. Aparentemente no son como los antiguos, pero les caracteriza la misma abnegación obstinada, o abnegada obstinación, por resistirse a fuerzas que se oponen a sus convicciones. ¿A sus qué? Sí, a sus convicciones, es decir, a aquello en lo que creen aunque no se haya demostrado todavía que sea cierto, y por cuya defensa, conscientes de que un individuo no es, en definitiva, gran cosa, están dispuestos a llegar hasta donde haga falta.
Los héroes modernos no suelen estar en los campos de batalla o en las regiones inexploradas, sino en la ciencia, la política, el activismo, incluso el comercio. Traigo aquí el recuerdo de dos héroes científicos, uno de los cuales todavía vive: Alfred Wegener y Steve Prussiner.
Wegener, un berlinés nacido en 1880, fue el descubridor de la deriva de los continentes, pieza fundamental de la tectónica de placas y por lo tanto de toda la geología moderna. Tuvo la desgracia de no ser geólogo de formación, sino astrónomo, y de profesar como meteorólogo y valeroso explorador de Groenlandia. Muchos otros científicos habrían visto antes que él un mapamundi, y apreciado las notables correspondencias entre las costas de Sudamérica y África. Pero él vio allí la deriva continental, y creyó en ella, obstinándose durante la mayor parte de su vida en probarla científicamente, a partir de la publicación en 1915 de su libro “El origen de los continentes y los océanos”. Fue él quien dio aquí el nombre de Pangea al continente primigenio. Hizo hallazgos muy valiosos, como la demostración de que el registro fósil del litoral sudamericano era muy similar al del africano, fuerte evidencia a favor de que las dos costas habían estado alguna vez fundidas. Pero los geólogos le exigían propuestas falsificables de un mecanismo para la deriva continental, y él no conseguía dar con ellas. En aquellos años los geólogos eran un cuerpo cerrado, dentro del que destacaban los relacionados con la industria petrolera, gente enérgica y rotunda. A Wegener le organizaron todo un congreso en América para ponerlo a prueba, y luego lo denostaron, se mofaron de él y no le permitieron integrarse en su selecto círculo. Hubo, por supuesto, algunas excepciones, como Du Toit, precisamente un geólogo sudafricano que al trabajar en el hemisferio sur podía comprender mejor sus argumentos. Pero Wegener se convirtió para la mayoría de la comunidad científica a la que debía de haber pertenecido, la de los geólogos, en un extraño, una especie de soñador sospechoso, un tipo sin suerte que consiguió por fin, con muchas dificultades, solo dos años antes de su muerte, una plaza de profesor en una universidad secundaria, la de Graz en Austria. Siguió practicando la meteorología, aunque sin dejar nunca su trabajo sobre la deriva continental. Murió heroicamente a los 50 años, en el curso de una operación de salvamento de un grupo de colegas meteorólogos que había quedado aislado en Groenlandia.
Tuvieron que transcurrir cincuenta años desde su muerte para que otros geólogos, mapeando pacientemente el fondo de los océanos, pusieran claramente de manifiesto la presencia de los dorsales magmáticos oceánicos y fundaran por fin, con absoluta consistencia científica, la tectónica de placas. Solo entonces, y en esto la ciencia demostró una vez más que a pesar de ser corporativista, obcecada y hostil, también termina siendo siempre justa, la Geología le reconoció a Wegener sus méritos de precursor genial.
El otro héroe científico que todavía vive es Steve Prusiner, nacido en Iowa en 1942, descubridor de los priones como agente etiológico de enfermedades cerebrales degenerativas, de las que son ejemplo la de las vacas locas o el síndrome de Creutzfeldt-Jakob, bien famosas a través de la prensa de hace algunos años. Era un bioquímico joven al que la casualidad lo llevó a encontrarse estudiando en San Francisco otras enfermedades similares, como el scrapie de las ovejas. Por más que purificaba extractos infecciosos procedentes de animales enfermos, no lograba encontrar en ellos ni rastro de DNA, solo proteína. Pero el paradigma vigente entonces exigía que cualquier agente infeccioso tenía que ser como mínimo un virus, dotado de un corazón de ácidos nucleicos. Un científico brillante y ambicioso hubiera abandonado pronto una línea de investigación tan poco prometedora y resbaladiza, al borde mismo de lo herético. Pero Prusiner era obstinado. Se limitó a hacerse la pregunta: ¿y si el agente infeccioso es, pura y simplemente, una proteína, digan lo que digan los dogmas? Esta fue su visión, y en su búsqueda siguió. Propuso en 1982 la hipótesis de los priones, proteínas que, según la forma en que se organicen dentro de las células cerebrales, causan o no efectos degenerativos en ellas; algo así como los hinchas en un estadio, que pueden estar disfrutando del partido, sentados ordenadamente en las gradas, o acumulados en una masa malherida en la estrechez de una escalera de salida, llevados por una estampida de pánico. Aunque esta propuesta fue publicada en una de las revistas más prestigiosas, los Proceedings of the National Academy of Sciences, le costó muchos enemigos, que lo denostaron públicamente. Perdió la financiación más importante y prestigiosa de que disponía, la del Howard Hughes Medical Institute, y le faltó poquísimo para no ser promovido a profesor con tenure, es decir, ser expulsado de su universidad. Pero Prusiner persistió, y terminó probando científicamente su teoría, con todo rigor, hasta sus últimas consecuencias. En 1997 le concedieron el Premio Nobel de Fisiología y Medicina en solitario, lo que no se había hecho nunca en los diez años anteriores y muy raras veces en la historia del Nobel desde la II Guerra Mundial. La Academia Sueca quiso mostrar así el reconocimiento a su valor tan especial, es decir, a su madera de héroe.
También hay que decir aquí que la ciencia oficial nunca le cerró totalmente sus puertas a Prusiner. No le faltaron valedores científicos de su apuesta, pocos pero comprometidos, ni se le negó un sitio en las páginas de revistas prestigiosas, porque los trabajos que enviaba a ellas eran rigurosos. Pero tuvo que soportar la presión de los escolásticos, los partidarios del orden establecido, esos que toda institución que quiera persistir en el tiempo necesita para que no la destrocen en poco tiempo los locos y los oportunistas, pero que también pueden aplastar a los innovadores y los héroes.
Así es la condición humana, incluso la de los científicos, que tienen vísceras como cualquier hijo de vecino. Y porque es así, y así va a seguir siendo, siempre necesitaremos a los héroes que, estoy absolutamente seguro de ello, nunca nos faltarán. Y si no al tiempo.
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