Y es que el neoliberalismo ecnómico se siente más a gusto en régimenes autoritarios.
¿Teme la teoría económica a la democracia?
Christopher Hayes · · · · ·
03/06/07
Muchos conservadores creen que “las personas son racionales cuando consumen pero irracionales cuando votan” y estarían bien dispuestos a favorecer los mercados libres sin democracia. El agudo crítico cultural norteamericano Christopher Hayes reseña el libro del economista Bryan Caplan The Myth of the Rational Voter: Why Democracies Choose Bad Policies [El mito del votante racional. Porqué las democracias eligen malas políticas], Princeton University Press, $29,95.
Hace poco tiempo, un grupo de economistas de la Universidad de San Diego especializados en estudios del comportamiento, hicieron un experimento en el cual distribuyeron monedas de una manera desigual entre los sujetos participantes: unos pocos obtuvieron la mayor parte de las monedas y la mayoría muy pocas. Los economistas ofrecieron a los “pobres” la oportunidad de pagar algo para arrebatarles el dinero a los “ricos”. Lo curioso de esta oferta es que, en lugar de una redistribución del dinero, lo que proponía era la desaparición del mismo. La ortodoxia económica predice que pocos aceptarían esta propuesta, puesto que tendrían que pagar pagando por algo que no les reportaría beneficio alguno. Y sin embargo, lo hicieron. A montones.
Sin dejar de ser un dato aislado, sugiere que las personas tienen un sentido profundo de la equidad económica, y que todos –en mayor o menor medida— somos socialistas intuitivos. Desde los tiempos de Edmund Burke, los conversadores han temido y desconfiado de la democracia justamente por esa razón. Si leemos los textos de James Madison en los Federalist Papers podremos advertir claramente que muchos de los elementos no democráticos de la Constitución fueron diseñados para impedir la expropiación de la riqueza propiedad de una elite minoritaria.
Esta tensión central entre el capitalismo del laissez faire y los caprichos de un electorado democrático no ha recibido demasiada atención. Aunque a veces se pone de manifiesto en los momentos de mayor claridad, por ejemplo, en las últimas elecciones [en EEUU], cuando en todos los estados en que se sometió a consulta –rojos y azules— se aprobó el aumento de los salarios mínimos.
Según Bryan Caplan –un economista de la George Mason University, y autor del libro The Myth of the Rational Voter: Why Democracies Choose Bad Policies [El mito del elector racional: Por qué las democracias eligen malas políticas]— el salario mínimo es un ejemplo emblemático de las políticas regresivas que impulsan las masas necias y enloquecidas. “En teoría –escribe—, la democracia es una muralla que contiene las políticas socialmente dañinas, pero en la práctica les otorga un refugio seguro”. Todo el resto del libro está dedicado a examinar esa “paradoja”, aunque la explicación es muy elemental: Los electores son necios.
El Mito del elector racional se entiende más cabalmente en el contexto de un largo debate académico acerca de si la democracia funciona. Es una pregunta que tiene dos componentes, distintos pero relacionados. ¿Las democracias promueven políticas óptimas para sus ciudadanos? Y ¿las democracias promueven efectivamente políticas que reflejan de manera acabada la voluntad de la mayoría?
La respuesta de los observadores más optimistas es un “sí”, para ambas cuestiones. Pero dado que las encuestan muestran, de manera consistente, que los electores son preocupantemente ignorantes, tanto sobre los rudimentos de la política (por ejemplo, sobre si gastamos más en ayuda extranjera o en seguridad social) como sobre los políticos (por ejemplo, sobre cuántos senadores tiene cada estado), es difícil zanjar la cuestión. Otra línea de pensamiento es la llamada Public Choice School [Escuela de la elección pública], que responde con un “no” a las dos preguntas. Al igual que Caplan, los teóricos de la Public Choice School apoyan calurosamente al libre mercado, y sostienen que las democracias conducen inevitablemente a aumentar la burocracia, el proteccionismo comercial y los subsidios ineficientes. No es tanto su popularidad lo que lleva a adoptar estas políticas económicas subóptimas, sino que la agenda estatal resulta fácilmente manipulable por grupos de intereses que buscan hacer dinero fácil imponiendo regulaciones a sus competidores, o quedándose con los dólares que se recaudan vía impuestos.
Caplan no está de acuerdo con eso. Considera que la democracia no está en condiciones de promover políticas beneficiosas, precisamente porque expresa la voluntad de la mayoría. O, como alguna vez ha dicho H.L.Mencken: “La democracia es una teoría, según la cual las personas que saben lo que desean se tienen que hacer cargo de las consecuencias.”
Según Caplan, lo que la gente desea son simplezas económicas. Y para demostrarlo dedica un capítulo de su libro a una “Encuesta de Norteamericanos y Economistas sobre la Economía” (SAEE). Esta encuesta se hizo en el año 1996, consistente en una serie de preguntas sobre economía dirigidas tanto a economistas como al público en general. El resultado fue que prácticamente en todos las entradas había una divergencia de opiniones: sobre los impuestos, sobre si la inmigración y la ayuda externa contribuyen más o menos a lograr la salud económica de la nación, sobre si los “beneficios empresariales son demasiado elevados”, sobre si los “reajustes” son dañinos para la economía.
Según Caplan, estas divergencias se deben a cuatro prejuicios básicos de las masas ignaras: un prejuicio antimercado (un escepticismo sobre la capacidad del mercado para asignar preciios); un prejuicio xenófobo; un prejuicio a favor de crear nuevos puestos de trabajo (derivado del deseo de crear nuevos puestos de trabajo con independencia de su eficiencia) y ciertos prejuicios pesimistas, como la tendencia a creer que la economía siempre va a peor en lugar de mejorar. Piénsese en la visión del mundo de un Lou Dobbs [un popular presentador norteamericano de televisión, famoso por su retórica anti-inmigrantes], que se asemeja mucho a lo que Caplan considera típica. Esos prejuicios hacen que, por lo general, las personan se sientan satisfechas consigo mismas, aun en presencia de una evidencia contraria. O, más precisamente, sostienen esa imagen de manera irracional.
Pero este argumento coloca a Caplan en una situación difícil. El modelo económico aceptado por Caplan –omnipresente en la opinión de los economistas que el mismo Caplan reputa inapelable— se funda en el supuesto de que la gente es racional. Sacad esa pieza fundatriz, y todo el edificio de la teoría económica de Caplan se derrumbará. Si la gente no es racional, no hay ninguna razón para suponer que responderán de una manera predecible a los incentivos del mercado.
Caplan precisa de un ardid adicional para retirar de la arquitectura de su esquema teórico al “elector racional.” Tiene que demostrar, de alguna manera, que una misma persona puede ser racional como consumidor, trabajador o empresario, pero irracional como ciudadano o votante. En otras palabras, los votantes deben estar poseídos de algún tipo de “irracionalidad racional”, como lo denomina Caplan.
La idea es la siguiente: Las personas son racionales cuando les toca pagar por las consecuencias de sus decisiones. Pero en las elecciones lo más probable es que la posibilidad de que su voto determine una determinada elección sea tan remota, que el precio de votar por los propios caprichos irracionales sea igual a cero. Esto otorga a las personas libertad para dar suelta a sus ideas económicas ilusas. Resultado: el populacho es, al mismo tiempo, capitalista en el mercado y socialista en el sufragio. No será necesario decir que Caplan piensa que lo mejor es la primera alternativa, citando al legendario economista Joseph Schumpeter para describir la segunda: “[E]l ciudadano típico cae en el nivel más bajo de sus capacidades mentales cuando entra en el campo político. Argumenta y analiza de un modo que rápidamente reconocería como infantil en el ámbito de sus verdaderos intereses. Es como si volviera a convertirse en un hombre primitivo”.
Caplan escribe que: “Si las personas son racionales como consumidores e irracionales como votantes, buena cosa sería confiar más en los mercados y menos en la política.”
Y esto nos lleva al segundo problema: ¿qué funda un consenso económico? Caplan se demora en convencer al lector de que cuando los expertos y el público en general no están de acuerdo, son siempre los expertos quienes tienen razón, y el público está equivocado. Es posible que sea así a menudo, pero no se trata de una proposición estática: Lo que los expertos creen, evoluciona con el tiempo, y lo mismo vale para el público. En 1996, la gente pensaba que los impuestos eran muy altos, aunque algunas encuestas recientes demuestran que ya no piensa de esa manera. Las intervenciones socialdemócratas en el mercado –que Caplan aprecia muy poco— fueron una característica importante de las economías de postguerra en los EEUU, Canadá y Europa occidental, y trajeron la mayor productividad y equidad de la historia humana. Esas políticas no sólo fueron efectivas, sino también ampliamente populares, tanto entre los economistas como entre el público en general. El libro de Caplan no hubiera tenido ningún sentido hace 40 años, y esto nos lleva a preguntarnos si lo tendrá en el futuro. Caplan cree estar describiendo los hechos fundamentales de la naturaleza humana, pero es posible que sólo esté describiendo las contingencias de un periodo determinado.
Es más: algunas veces, la opinión pública está en lo cierto y los expertos se equivocan. Los economistas expertos acostumbran a confiar en el control de precios. Los expertos en política exterior pensaron que deberíamos entrar en guerra con Irak. El registro de éxitos de los expertos en políticas públicas es desigual, para decirlo suavemente.
Finalmente Caplan exagera el grado de consenso económico. Destaca –contra toda apariencia— que los economistas concuerdan en un amplio abanico de principios, y que los datos de las encuestas de la SAEE [Sociedad para el progreso de la excelencia y la educación, por sus siglas en inglés] lo confirman. Pero los gobiernos no legislan sobre principios, sino sobre políticas, y cuando de políticas se trata, el desacuerdo es apabullante. Caplan piensa que el salario mínimo está en las fronteras de la charlatanería, pero en los últimos años 500 economistas –incluidos media docena de Premios Nóbel— firmaron una petición a favor de elevarlo. Ciertamente –en este punto—, el libro se muerde la cola. Caplan ansía conceder una supuesta autoridad al consenso de los economistas, pero el consenso de los economistas es que los votantes son racionales, y esta es, justamente, la posición que Caplan aspira a demostrar como falsa.
Resulta tentador despachar las desapoderadas tesis de Caplan observando que es intencionadamente “provocador” y mostrando que el suyo es un ejercicio de traducción del viejo y desacreditado argumento antidemocrático a la jerga de una elite econocéntrica. Pero si estáis favor de la democracia y queréis sostenerla, tenéis que enfrentaros con el hecho de que los votantes andan con frecuencia increíblemente desinformados, y de que algunas estupideces del mayoritarismo pueden llevar muchas veces a la persecución, al odio y a la injusticia. Leer el libro de Caplan puede resultar, pues, estimulante y necesario, porque fuerza al lector a visitar el abismo, un abismo, por cierto, al que Caplan se lanza encantado con incontenida alegría.
La disposición de Caplan a abrazar la obscuridad más abisal es, en efecto, lo que hace que su libro sea importante. Porque el texto articula con un detalle espeluznante los impulsos obscenos de la Escuela de Chicago –al estilo de Grover-Norquist— y del fundamentalismo del libre mercado (Caplan dedica un capítulo a refutar el concepto). Ante la alternativa entre democracia sin libre mercado y libre mercado sin democracia, muchos conservadores elegirían de buena gana la última opción. Esa fue la razón por la que Milton Fridman fue consejero de Augusto Pinochet en Chile, y la razón por la que la Administración Bush apoyó el intento de golpe de estado en Venezuela.
El elitismo manifiesto del libro no es un detalle menor. Es el mismo que pregonan el economista Alan Blinder, asesor del Presidente Clinton, y N. Gregor Mankiw, que encabezó el Consejo de Asesores Económicos en la presidencia de George W. Bush. En los últimos 30 años, los conservadores han armado mucho alboroto contra esos “elitistas” liberales dispuestos a reemplazar el juicio de los burócratas anónimos, los jueces activistas y los intelectuales esclarecidos por los del hombre común. Sin embargo, si conversáis en privado con algún prominente conservador, apuesto a que, tras unas cuantas copas, se declarará de acuerdo con Caplan: los electores son necios.
Buena cosa, ésta, la de que los donantes en las campañas electorales sean quienes controlen la situación.
Christopher Hayes es un reconocido analista y crítico cultural norteamericano, editor de la revista In These Times.
Traducción para www.sinpermiso.info: María Julia Bertomeu
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