En tiempos en que las sociedades humanas se sentían más inermes que hoy ante la naturaleza y el azar, los héroes eran personajes destacados, a los que se veneraba como a semidioses. Defino a un héroe como un individuo atrapado en una encrucijada de fuerzas que lo superan y que, a pesar de que estas fuerzas se le oponen y pueden destruirlo, no cede en sus propósitos. Todas las grandes naciones imperiales, y España e Inglaterra son ejemplos típicos, han sido, de necesidad, productoras de héroes, porque su gente ha ido de conquista muy lejos y por caminos muy arriesgados. Pero hoy el concepto de héroe se nos ha quedado perdido en el desván.

Hoy los jóvenes pueden seguir viendo, como lo hicimos nosotros, la estatua de Nelson en todo lo alto del Trafalgar Square londinense,

Los héroes

Wegener, un berlinés nacido en 1880, fue el descubridor de la deriva de los continentes, pieza fundamental de la tectónica de placas y por lo tanto de toda la geología moderna. Tuvo la desgracia de no ser geólogo de formación, sino astrónomo, y de profesar como meteorólogo y valeroso explorador de Groenlandia. Muchos otros científicos habrían visto antes que él un mapamundi, y apreciado las notables correspondencias entre las costas de Sudamérica y África. Pero él vio allí la deriva continental, y creyó en ella, obstinándose durante la mayor parte de su vida en probarla científicamente, a partir de la publicación en 1915 de su libro “El origen de los continentes y los océanos”. Fue él quien dio aquí el nombre de Pangea al continente primigenio.


El otro héroe científico que todavía vive es Steve Prusiner, nacido en Iowa en 1942, descubridor de los priones como agente etiológico de enfermedades cerebrales degenerativas, de las que son ejemplo la de las vacas locas o el síndrome de Creutzfeldt-Jakob, bien famosas a través de la prensa de hace algunos años. Era un bioquímico joven al que la casualidad lo llevó a encontrarse estudiando en San Francisco otras enfermedades similares, como el scrapie de las ovejas. Por más que purificaba extractos infecciosos procedentes de animales enfermos, no lograba encontrar en ellos ni rastro de DNA, solo proteína. Pero el paradigma vigente entonces exigía que cualquier agente infeccioso tenía que ser como mínimo un virus, dotado de un corazón de ácidos nucleicos. Un científico brillante y ambicioso hubiera abandonado pronto una línea de investigación tan poco prometedora y resbaladiza, al borde mismo de lo herético.

También hay que decir aquí que la ciencia oficial nunca le cerró totalmente sus puertas a Prusiner. No le faltaron valedores científicos de su apuesta, pocos pero comprometidos, ni se le negó un sitio en las páginas de revistas prestigiosas, porque los trabajos que enviaba a ellas eran rigurosos. Pero tuvo que soportar la presión de los escolásticos, los partidarios del orden establecido, esos que toda institución que quiera persistir en el tiempo necesita para que no la destrocen en poco tiempo los locos y los oportunistas, pero que también pueden aplastar a los innovadores y los héroes.
Así es la condición humana, incluso la de los científicos, que tienen vísceras como cualquier hijo de vecino. Y porque es así, y así va a seguir siendo, siempre necesitaremos a los héroes que, estoy absolutamente seguro de ello, nunca nos faltarán. Y si no al tiempo.
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