Hay ciudades que terminan pareciéndose a su caricatura aunque hayan luchado por la imagen contraria. Y a la inversa, en el caso de aquéllas que se resisten a ser domesticadas por una glosa. El resultado depende de una batalla entre la personalidad que tengan y el acierto del dibujante. Camba bautizó a Nueva York como la ciudad automática pero es más su opuesto, la ciudad dinámica, aunque haya quien pueda ver en ese dinamismo un mero baile de San Vito que confirmaría el dictamen de Camba. Depende de lo automático del frenesí y de la capacidad de sus habitantes para evitar lo gregario y la marca.
Washington, a diferencia de Nueva York, no es efervescente, no es tónica, no combina con sus vecinos. Para empezar, porque no tiene vecinos sino población. Es sólo un escaparate en el que al principio no se reconocen pero al final terminan fundiéndose en su indiferencia. Una urbanidad, más que un urbanismo. Una ambivalencia que se exhibe en el contraste entre el rosario de memoriales que conmemoran gestas y el gesto del olvido de su principal especie, políticos y ganapanes (aquí llamados lobbyists por piedad). Los Estados Unidos de Amnesia, la llamó Gore Vidal por extensión:
Así es Washington en su mejor imagen imperial: una vez que dejan el cargo todos caen en el olvido. Sólo los cargos continúan, breves fuentes de honor previas a los futuros beneficios a largo plazo, con lo que se comercia. En teoría, los habitantes de los acantilados, como se denomina a los que allí habitan permanentemente, deberían recordar más de lo que recuerdan, pero por suerte para estos benditos Estados Unidos de Amnesia, ¿quién recuerda cuántos ministros de agricultura han ido y venido? Cada uno de ellos fue famoso al menos por una semana en la portada de una revista; luego desaparecieron. Incluso los presidentes se vuelven borrosos (…). (Una Memoria)(Y no, no se puede objetar que España también olvide a sus ministros de agricultura porque nadie los conoce, como es propio de un país en el que el estado es una boina de moda pasajera).
Esa ambivalencia entre una memoria de piedra y un olvido de gatillo fácil se vive sin tensión, la misma que le falta a la propia ciudad. El memorial dedicado a los veteranos de Vietnam ha amortizado la división que sufrió el país a cuenta de esa guerra en una lápida satinada por la que resbala su recuerdo, con nombres equivalentes estrictamente clasificados por orden de llegada de los cadáveres. Memorial Day, como el resto de fechas conmemorativas, es un desfile de reglas y conductas en posición de revista, acuñadas con nombres de valores patrios. La única disidencia visible es una furgoneta de veteranos plagada de etiquetas de reproche y rodeada de harleys propias y miradas huidizas ajenas. Reparte pasquines que nadie recoge y vende quejas impresas en camisetas sin clientes. No hay más soledades a la vista. Ni siquiera en el cementerio de Arlington, el mejor ejemplo de que la memoria colectiva ordena y liquida la particular. Esa homologación de la variedad es la que ha transformado las marchas de protesta en desfiles festivos y oficiosos por el National Mall. Hasta el único edificio de Mies van der Rohe que hay en la ciudad es un memorial: la biblioteca pública dedicada a Martin Luther King (y la única que hizo en su carrera). Para encontrar algo privado –privado de su origen público- hay que irse a las afueras, hasta Alexandria, ya en Virginia, donde está la Pope-Leighy House, de Frank Lloyd Wright, un modelo de casa consagrado al sueño de la clase media por ser alta.
En ese paisaje, entre la institución y la devoción por la vida comunitaria, el washingtoniano se ve atrapado en calles cuadriculadas sin referencias para orientarse, barrios residenciales sin salida, mercados de granjeros intercambiables con burócratas en espíritu, horario y precio, y programas de actividades de juegos florales. Incluso los espacios entre edificios públicos son políticos; así, un pequeño parque entre el Capitolio y el Tribunal Supremo, con aspecto de meritorio de rincón pintoresco, consiste en árboles plantados en recuerdo de senadores ilustres que nadie recuerda. A su espalda, calles donde vive la mayoría negra de la ciudad. En esta ciudad sureña los parques también son una transición entre el apartheid visible y la integración oficial.
Si Madrid fue ciudad de subsecretarios cuando tuvo a su mejor intérprete, Washington es un archivo de uniformes. Su alma de negociado aplana a los habitantes de los acantilados hasta convertirlos en alumnos externos y obedientes del único internado al aire libre y con museos gratuitos del mundo. Ciudad sin aristas ni esquinas que guarden sorpresas al torcerlas, tampoco tiene callejones que escondan posibles vergüenzas. El único con ese nombre alberga un club de jazz de respeto, sin aspavientos, el Blues Alley.
Rincones no hay; mirones tampoco, todos convertidos en espectadores; secretos, menos.
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