El 21 de agosto de 1911, Louis Béroud, pintor francés, visitó el Louvre. El hombre tenía en mente unirse a una queja de un grupo de artistas por la colocación de cristales protectores en algunas obras. Llevaba consigo una idea basada en la Gioconda, pero cuando llegó a la sala donde debía estar el cuadro se encontró con la sorpresa de que la nueva seguridad no había impedido su robo.
Tras comprobar que nadie sabía dónde se encontraba el cuadro (parece ser que con relativa asiduidad las obras iban y venían por las dependencias) Béroud avisó a la dirección del museo, que a su vez llamó inmediatamente a la policía, dando inicio a una serie de pesquisas que durante dos años no dieron resultado positivo.
Este inicio, en sí mismo paradójico, ilustra a la perfección un asunto que no se puede calificar sino de grotesco.
Después de siete días con el Louvre cerrado a cal y canto, la policía se convenció de que el cuadro no estaba allí. Elaboró entonces lo que podríamos llamar una lista de sospechosos habituales que llevó a la detención, nada más y nada menos, que de Guillaume Apollinaire.
La cosa tiene su historia: Géry Pieret, una especie de protegido de Apollinaire, había robado (para sí o para otros) en el Louvre una serie de estatuillas ibéricas, algunas de las cuales fueron compradas por Picasso, gran amigo del que pasa por ser el inventor del término “surrealismo”. Por razones no del todo claras, el tal Pieret, al desaparecer el cuadro, confesó su propio robo y de una u otra forma acabó incriminando al poeta.
Apollinaire era un sospechoso evidente, no en vano había pedido la destrucción de todos los museos. Picasso, que había regresado rápidamente a París al conocer los hechos para intentar, entre otras cosas, deshacerse de las estatuillas, tuvo que acudir a la comisaría, donde hizo lo que Pedro con Cristo, asegurando que no le había visto en su vida.
Apollinaire, que sólo estuvo diez días en prisión, aprovechó para escribir uno de sus poemas más conocidos, vaya lo uno por lo otro, y no pareció tomarse a mal la cobardía del pintor, cuya amistad siguió frecuentando (su correspondencia está publicada y no hay ninguna referencia al enojoso asunto).
Finalmente el cuadro apareció en Italia. Un tipo que se hacía llamar Leonardo Vincenzo, obsérvese el cachondeo, contactó con un comprador de arte para ofrecerle la obra. El hombre resultó honrado y tras avisar a los administradores de la galería Uffizi, fue detenido por la policía, advertida por aquéllos, que recuperó el cuadro.
El ladrón resultó llamarse en realidad Vincenzo Perugia, un sujeto que había trabajado como carpintero en el Louvre y que procedió a robar el cuadro por el complejo método de colocarse su bata de trabajo, llegarse hasta la sala en cuestión y descolgar la obra.
Se habló de resentimiento del individuo por la pérdida del trabajo, pero el tal Perugia le echó morro al asunto y lo convirtió en una cuestión patriótica, se trataba de devolver el cuadro a Italia, lo que provocó cierto apoyo popular, aunque lo cierto es que el cuadro había sido vendido por Leonardo a la corona francesa, pequeño matiz sin importancia.
El caso es que el amigo Vincenzo no llegó a cumplir un año de cárcel.
Casi veinte años después, un periodista americano contó que Eduardo Valfiemo, supuesto estafador argentino, había reconocido ser el autor intelectual del robo, que tendría como objeto la realización de copias del lienzo, que vendió por elevadas cantidades a diversos pardillos.
La cosa no está clara en absoluto: ¿robar la Mona Lisa para vender las copias?, y no falta quien duda de que fuera el original el que volvió al museo. En todo caso, si ustedes quieren pasar un rato entretenido, les recomiendo se agencien El robo de la sonrisa, de la recientemente fallecida R.A. Scotti, que lo cuenta mucho mejor que yo.
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