(continuación)
Poco antes de verano de 1588 la Gran Armada dejó Lisboa, las galernas la dispersaron y tardó un mes en reconcentrarse en La Coruña. Los ingleses quisieron atacarla, pero las tormentas se lo impidieron a su vez. El 22 de julio volvió zarpar y llegó al oeste de la costa sur inglesa. En Plymouth pudo tal vez destruir la escuadra contraria, encerrada allí por las mareas, pero Medina Sidonia prefirió atenerse al plan y continuó hacia Flandes, perdiendo dos galeones en escaramuzas. Sin más contratiempo, se acercó a su objetivo a la altura de Gravelinas, y allí volcó Drake su poder artillero y varios barcos en llamas (brulotes), a favor del viento. La táctica española consistía en soltar una andanada y pasar al abordaje, pero los ingleses, por evitar el contacto, cañoneaban de lejos, con poca eficacia, y hubieron de retirarse con la munición agotada. La batalla, realmente menor, dejó a la Armada un solo barco hundido y cuatro dañados, y en torno a medio millar de muertos, por uno o dos centenares de sus contrarios.
En principio, Medina Sidonia pudo cumplir entonces su cometido recogiendo a las tropas de Farnesio, pero los mensajes de la Armada habían sido interceptados por los holandeses, y Farnesio no estaba. La maniobra se hizo muy arriesgada porque los rebeldes habían retirado las boyas de identificación de los numerosos bajíos. De pronto el viento empeoró, empujando las naves hacia el norte, sin dejar otra opción que intentar la vuelta a España rodeando Escocia e Irlanda. Y sobrevino la catástrofe, pues las tormentas hundieron casi 60 barcos, con unos 15.000 hombres. No hubo, pues, victoria inglesa, pues el combate se limitó en rigor a una fuerte escaramuza, sino un fracaso causado por el mal tiempo, comparable al sufrido 47 años antes por Carlos I en Argel. Los protestantes llamaron “El viento de Dios” al que les había librado de la Armada, como los islámicos llamaron “El viento de Carlos” al que les había salvado antaño. Según algunos tratadistas militares, el combate frente a Gravelinas cambió la táctica naval del abordaje al cañoneo, pero la flota hispana mantendría su superioridad en los mares hasta 1639. Se ha relacionado a las violentas tempestades, inusuales en aquella estación, con el enfriamiento del clima que iba a hacer del siglo XVII una “pequeña edad glacial”.
Los héroes ingleses de Gravelinas tuvieron mala suerte. El primer ministro, Burghley, calculó que “por muerte o enfermedad o algo parecido, podremos ahorrar parte de la paga” debida a los marineros. El dinero se derrochó en festejos, mientras morían a millares los defensores de Inglaterra, por enfermedades, hambre y heridas.
El efecto mayor de la batalla fue psicológico. Tras tanto tiempo de mala suerte, los exultantes ingleses y protestantes acuñaron medallas conmemorativas con la leyenda “Él (Dios) sopló sus vientos y los dispersó”. Al año siguiente, Drake (con Norreys) salió con una potente flota (la Contraarmada)para destruir los galeones de la Armada en reparación, capturar las Azores y el tesoro de Indias y, sobre todo, provocar la revuelta de Portugal. Iba con él Antonio de Crato, convencido de que su presencia impulsaría una rebelión portuguesa. Pero Drake fue rechazado en La Coruña, donde se distinguió la célebre María Pita, y perdió cerca de un millar de soldados, más otros dos mil que desertaron con sus barcos. En Lisboa fue igualmente rechazado y no hubo asomo de insurrección popular. Tampoco logró tomar las Azores ni capturar los galeones de Indias. Los españoles le destruyeron o capturaron doce barcos, las tormentas le hundieron otros tantos, y perdió el 70% de los 23.000 hombres embarcados: 13.000 muertos y muchos desertores. Su aureola perdió brillo, y para Isabel fue un trago amargo, pues la costosa aventura vació sus arcas. Fue uno de los mayores desastres de la armada inglesa, solo inferior al que sufriría en 1741 en Cartagena de Indias.
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