Hermógenes Errandonea, Her-Err, para los cuatro amigos mal contados que hizo en el colegio, era coleccionista de obsesiones. Tampoco le duraban mucho, esa es la verdad. La última eran los horóscopos. Algo había oído, visto o leído Errandonea, que le llevó a seguir sus consejos a rajatabla. Hombre sumamente práctico, se decidió por los que cada día publicaba el diario más vendido en la villa.
Allí, en el diario, esa misión estaba encomendada a Jacinto Madera. Esa y alguna otra: crónicas deportivas de categorías regionales, compra de bocadillos, algún suelto sobre sucesos sin importancia. Y los horóscopos. Su método era relativamente sencillo: redactó algo así como cuatrocientos vaticinios, fácilmente encuadrables en las consabidas categorías, trabajo, amor y salud, les dio número, y procedió a repartirlos aleatoriamente entre los distintos signos. Cuando llegaba al último volvía a empezar. Mes tras mes, los vaticinios se sucedían, aburridamente parecidos, salvo una docena, de contenido algo más estrambótico, que confeccionó en un rapto de inspiración.
Uno de ellos fue el que asaltó a Errandonea aquel fatídico 19 de abril, invitándole a apostar en las carreras de galgos. Su primera reacción fue de sorpresa, en su ciudad no había tal cosa, pero Hermógenes buscó aquí y allá y comprobó que el canódromo más cercano se encontraba a más de 300 kilómetros. El hombre no conducía, traumatizado por la pronta muerte de sus padres en accidente, pero no hacía ascos a trenes o autobuses. Sin embargo, algo se encendió en su mente, hizo un par de llamadas y comprobó que, incluso en la capital, los miércoles no se hacían carreras.
El sentimiento de humillación fue insoportable. Aquellos augurios, a los que confiaba su vida, eran probablemente falsos. Con paciencia de fraile, empezó a recortarlos. No le llevó más de dos meses corroborar el engaño. Enojado, escribió al periódico. Luego, escribió a todos los demás. La competencia, encantada con el asunto, y ayuna de noticias demasiado importantes, se abalanzó sobre el tema.
Aquello alcanzó proporciones desorbitadas para el auténtico calibre de la cosa y finalmente el diario despidió a Madera. El bueno de Jacinto hizo lo que cualquiera: contratar al hijo de la vecina de su madre, abogado de reciente colegiación, que interpuso una demanda por despido improcedente.
El día del juicio, seguido con devoción por toda la amarillenta prensa del lugar, por todas las secciones más o menos cutres de radios y televisiones locales, el importante letrado del diario demandado dijo, básicamente, que el cliente siempre tiene la razón. Adujo descensos en las ventas, absolutamente incontrastables, se quejó de la pérdida de confianza de los lectores, pero era evidente que sus argumentos carecían de consistencia y así parecía delatarlo la actitud del juez, su cara de impaciencia, sus miradas al reloj o a la ventana tras la que parecían disiparse las persistentes nubes de los últimos días.
El joven picapleitos, por el contrario, se adornó. Empezó su alegato de manera más o menos técnica, nadie podía decir que su cliente no hubiera hecho su trabajo, que se limitaba a la confección de los pronósticos, explicó; ironizó después, lo que era imposible es que se le obligara también a que se cumplieran, y ya crecido vino a concluir que nadie en su sano juicio hacía caso de semejantes mamarrachadas, la gente lo leía por pasar el rato, si acaso, cuando no por chanza. ¿Quién es el idiota, sintetizó, que cree hoy en día en tales memeces?
A la salida, los expertos coincidieron: Madera tenía todas las de ganar. Las televisiones enfocaron a los participantes y entrevistaron a alguno, para disfrute de la vecina de la madre de Jacinto.
En la noche, el calor era insoportable, impedía dormir a las buenas gentes del lugar. Jacinto Madera, despierto en su salón, preparaba el contenido de su nuevo programa de chismorreos en la emisora menos importante de la ciudad. Hermógenes, por su parte, comenzaba a conocer la teletienda y su señoría, subido a un taburete, orientaba en su terraza el telescopio de última generación que se había agenciado y por fin podía estrenar.
Allí, en el diario, esa misión estaba encomendada a Jacinto Madera. Esa y alguna otra: crónicas deportivas de categorías regionales, compra de bocadillos, algún suelto sobre sucesos sin importancia. Y los horóscopos. Su método era relativamente sencillo: redactó algo así como cuatrocientos vaticinios, fácilmente encuadrables en las consabidas categorías, trabajo, amor y salud, les dio número, y procedió a repartirlos aleatoriamente entre los distintos signos. Cuando llegaba al último volvía a empezar. Mes tras mes, los vaticinios se sucedían, aburridamente parecidos, salvo una docena, de contenido algo más estrambótico, que confeccionó en un rapto de inspiración.
Uno de ellos fue el que asaltó a Errandonea aquel fatídico 19 de abril, invitándole a apostar en las carreras de galgos. Su primera reacción fue de sorpresa, en su ciudad no había tal cosa, pero Hermógenes buscó aquí y allá y comprobó que el canódromo más cercano se encontraba a más de 300 kilómetros. El hombre no conducía, traumatizado por la pronta muerte de sus padres en accidente, pero no hacía ascos a trenes o autobuses. Sin embargo, algo se encendió en su mente, hizo un par de llamadas y comprobó que, incluso en la capital, los miércoles no se hacían carreras.
El sentimiento de humillación fue insoportable. Aquellos augurios, a los que confiaba su vida, eran probablemente falsos. Con paciencia de fraile, empezó a recortarlos. No le llevó más de dos meses corroborar el engaño. Enojado, escribió al periódico. Luego, escribió a todos los demás. La competencia, encantada con el asunto, y ayuna de noticias demasiado importantes, se abalanzó sobre el tema.
Aquello alcanzó proporciones desorbitadas para el auténtico calibre de la cosa y finalmente el diario despidió a Madera. El bueno de Jacinto hizo lo que cualquiera: contratar al hijo de la vecina de su madre, abogado de reciente colegiación, que interpuso una demanda por despido improcedente.
El día del juicio, seguido con devoción por toda la amarillenta prensa del lugar, por todas las secciones más o menos cutres de radios y televisiones locales, el importante letrado del diario demandado dijo, básicamente, que el cliente siempre tiene la razón. Adujo descensos en las ventas, absolutamente incontrastables, se quejó de la pérdida de confianza de los lectores, pero era evidente que sus argumentos carecían de consistencia y así parecía delatarlo la actitud del juez, su cara de impaciencia, sus miradas al reloj o a la ventana tras la que parecían disiparse las persistentes nubes de los últimos días.
El joven picapleitos, por el contrario, se adornó. Empezó su alegato de manera más o menos técnica, nadie podía decir que su cliente no hubiera hecho su trabajo, que se limitaba a la confección de los pronósticos, explicó; ironizó después, lo que era imposible es que se le obligara también a que se cumplieran, y ya crecido vino a concluir que nadie en su sano juicio hacía caso de semejantes mamarrachadas, la gente lo leía por pasar el rato, si acaso, cuando no por chanza. ¿Quién es el idiota, sintetizó, que cree hoy en día en tales memeces?
A la salida, los expertos coincidieron: Madera tenía todas las de ganar. Las televisiones enfocaron a los participantes y entrevistaron a alguno, para disfrute de la vecina de la madre de Jacinto.
En la noche, el calor era insoportable, impedía dormir a las buenas gentes del lugar. Jacinto Madera, despierto en su salón, preparaba el contenido de su nuevo programa de chismorreos en la emisora menos importante de la ciudad. Hermógenes, por su parte, comenzaba a conocer la teletienda y su señoría, subido a un taburete, orientaba en su terraza el telescopio de última generación que se había agenciado y por fin podía estrenar.
(Escrito por Schultz)
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Señores... que son las once