Hará tres meses que me sorprendió un relato de ficción que un tal Tarquino publicó en este rincón más allá de la razón que es esta gaceta que Uds. leen. Sin embargo mis remordimientos son tantos y mi soberbia tamaña que pronto lo olvidé. Hasta que vi, atónito, que el etrusco reincidía y narraba con agilidad sucesos que alguien me contó, en La Española, sesenta o setenta años antes de mi muerte.
Porque yo estuve en Santo Domingo cuando lo de Pedro Santana y la temporal vuelta de la isla al corral que era el reino de la rijosa Isabel. Aquello fue un disparate, pero mantuvo entretenidos a espadones en ciernes, esos que poco después venderíamos juramento y honor por chapotear en la política del malhadado país.
Pero no les voy a hablar de eso, que a nadie importa, sino de la causa de mi condena a las calderas de Pedro Botero, que no fue otra que mi ocurrencia simple y nefasta de reconcentrar a los rebeldes cubanos cuando quisieron acabar con la secular hermandad con las provincias de España, siendo yo Capitán General de la isla caribe. Siempre me tuve por liberal y alejado de beaterías, zarandajas y tonsuras que tanto daño hicieron al bienestar de España desde tiempos de la Santa Hermandad, pero con la edad fui temiendo por mi alma y con justo temor al fin. Así que mi humor áspero y conversación agria del final de la Restauración tenía fundamento, que mi tiempo había pasado y terminaba en derrota oscura. Bien lo debían saber las comadres que con horror me miraban durante mis últimos paseos arriba y abajo de los bulevares cercanos a mi casa de Areneros, y eso que sólo me veían como el diminuto generalito que fui y que, olvidado, rezongaba su enfado sin consideración por la calidad o género del destinatario. Porque si bien disfruté honores en vida, los bandos de enero de 1896 y algunos sucesos personales que esos acontecimientos produjeron, me vinieron a acabar. Y es que la hambruna que padecieron los concentrados, las enfermedades que les azotaron y el odio en que se tornó la desafección dejaron en mí, cierto que no entonces, un poso de fatalidad que se despertó con la sorda inquina y rechazo de mi hija, a la que hice contemplar la ejecución de su rebelde enamorado.
Tres cuartos de millón de muertos dicen algunos, un millón dicen otros. Que no sé como los cubanos tienen trato en vuestro tiempo con españoles. Y cuántas veces me han echado en cara ser el inventor de tan monstruosa forma de represión, que copiaron los ingleses para sus boers y los alemanes para judíos y cualquiera que se opusiera a sus delirios, aunque he de decir en mi descargo que Sheridan lo ensayó en la Guerra Civil Norteamericana. Bien los he conocido, a unos y otros, en los recodos más turbios del Infierno, donde nos juntamos los genocidas y disputamos, para pasar el rato, sobre la oportunidad de las medidas que tomamos. Aunque aun allí hay atisbos de lógica y a los del idioma restallante y cuellos porcinos los enviaron a todos a una región más recóndita del Hades, ya que a decir de Azazel, uno de los demonios con que tengo más trato, ellos buscaban deliberadamente la muerte de sus prisioneros, mientras que ingleses y españoles sólo la consentíamos. Además, lo suyo duró más y hubo de ser peleada la mayor guerra de la Historia, mientras que lo nuestro cesó por decisión propia.
Así que lo de Montjuic unos años más tarde, que ya habíamos perdido Cuba y Filipinas frente al yankee y en parte yo les di motivo, fue cosa de nada tras unos tiroteados aquí y allá, y algún juicio sumarísimo. De modo que no hizo falta ejecutar lo que prometí ("a mí me da igual decir aquí está Barcelona o aquí estaba Barcelona: cesen los disturbios").
Ya nadie me recuerda por mis tres ministerios, ni por mi gobierno en Canarias, ni por mi reforma de las ordenanzas y mejora de las condiciones de la tropa, ni por mi feroz enemistad y oposición al generalón Primo de Rivera. Lo merezco, mi pobre entierro, sin honores y olvidado del necio monarca, fue tránsito fugaz para las penas que ahora cumplo.
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