Cumplió Remo en nuestra casa dieciocho años, una edad que en sus equivalentes humanos estaría entre los noventa y los cien. Inevitablemente le llegaron las goteras: la artrosis bloqueó sus cuartos traseros, hasta el punto de que le era muy difícil andar y había que levantarlo y apoyarlo para que hiciera sus necesidades y comiera; con ella le llegó una sordera total y una disminución notable de su vista y su olfato. Pero su talante y su mirada eran tan amables y beatíficos como siempre. Seguía viviendo en mi despacho y no dejó nunca de tener su mirada afectuosa lista para mí.
Su descomposición vital fue progresando, ineludiblemente. Le llegaron las llagas, un cierto descontrol de los esfínteres, la disminución importante del tono vital, en ese camino irreversible hacia el vegetar antes que el vivir como un animal, que es la ruta hacia la muerte pero que puede llegar a prolongarse mucho.
Mi mujer y yo ni siquiera queríamos considerar la idea de sacrificarlo. Veíamos en él todos los numerosos rasgos que todavía conservaba del Remo joven y feliz, e intentábamos ignorar todas las miserias que acompañaban a su vejez. Pero llegó una hija nuestra a pasar unos días en casa. Ella también lo quería mucho. La fuerza de sus argumentos se nos impuso, convenciéndonos de que por el propio bien de Remo había llegado el momento de "dormirlo", el eufemismo que empleamos los amantes de los animales para referirnos a su sacrificio.
Así por fin lo decidimos. Se encargó de ello el veterinario amigo que lo había vacunado y vigilado desde que era pequeño. Lo hicimos en casa, echado Remo sobre su manta, en el rincón de mi estudio desde el que siempre me miró cariñoso. El protocolo que se sigue en estos casos intenta minimizar el sufrimiento. Primero se le inyecta por vía intramuscular un tranquilizante potente que lo adormila, y entonces por vía intravenosa una sobredosis de barbitúricos que le induce casi inmediatamente un paro cardíaco. Eso es todo.
Pero Remo se resistía a dormirse. Sabía, no me cabe duda de ello, que algo terrible y definitivo le iba a pasar, lo leía en nuestras miradas y lo olía mal que bien en las emanaciones de nuestros cuerpos. De manera que hasta intentó incorporarse, cosa insólita según el veterinario, llegando a sentarse sobre sus ancas doloridas. Yo tuve que abrazarlo para que la intravenosa alcanzara su objetivo y, muy literalmente, lo sentí morir en menos de un segundo, en el mismo momento en que lo dejaba descansar de nuevo sobre su manta.
Ha sido una experiencia muy dolorosa. Lo seguimos echando intensamente de menos. Yo tengo la sensación de que ahora viaja en un tren muy veloz que se cruzó en aquellos momentos de fármacos y jeringuillas con el nuestro, en dirección contraria. Pero no puedo librarme de la impresión de que, aún viajando en ese tren sin destino, él sigue vivo, quizá porque lo está en nuestro recuerdo. Turrón también lo echa de menos, mucho más descarnadamente que nosotros. No se atreve a salir al jardín, aúlla por las noches ahora que duerme solo, le han rebrotado algunas de las neurastenias que manifestó en su día, cuando lo recogimos como cachorro abandonado. Pero terminará superándolo, olvidándolo, estoy seguro de ello, así de terrible es la muerte.
Lo que ha pasado con Remo me está haciendo reflexionar estos días sobre algunas cuestiones importantes que nunca he dejado de tener presentes. Empiezo por sentirme culpable. Vale que su vida se estaba convirtiendo en indigna de ser vivida. Vale también nuestra convicción serena de que, liberándolo del sufrimiento, hemos hecho lo mejor para él. Pero Remo no quería morir, de eso estoy absolutamente seguro, su fuerza vital le generaba un impulso que quería seguir proyectándose hacia el futuro. Además tengo que aceptar, con un cinismo que quisiera ser honrado, que al sacrificar a Remo nos hemos librado de una carga que empezaba a hacerse pesada y sucia. En definitiva, la mezcla de acontecimientos y sensaciones que el sacrificio de Remo me ha traído es miserable, sórdida como todo lo que rodea a la muerte. Lo único bonito que contiene es el recuerdo de los muchos ratos buenos que Remo nos hizo pasar, de su gentileza y su cariño hacia nosotros. Pero esto, al lado de todo lo tenebroso, es tan poca cosa...
He vuelto a Peter Singer, a su ética sencilla y racional, con la intolerabilidad del sufrimiento como principio moral esencial y la erradicación del sufrimiento como norma moral más importante, de cumplimiento obligatorio. La muerte y lo que la rodea es quizá uno de los fenómenos vitales más capaz de generar sufrimiento. Hay dos formas de vencer a este sufrimiento, la proactiva, que nos lleva a luchar por la vida, y la reactiva, que nos lleva a inducir eutanásicamente la muerte. ¿Son las dos igualmente legítimas?
La muerte es un acontecimiento terrible, un inmenso fracaso la mires por donde la mires. Esto justifica la lucha que los humanos, a caballo de la medicina, hemos emprendido contra ella. Pero esta lucha está inevitablemente sometida a la maldición de Sisifo, ya que puede que la medicina, y esta es una sospecha aterradora, haya causado tantas muertes y sufrimiento como curaciones y felicidad ha conseguido también. Pues de los avances de la medicina es consecuencia directa la superpoblación del mundo, y de ésta la muerte de tantos millones de niños diarreicos, el hambre intelectualmente castrante de tantos jovencitos, la crueldad de tantas guerras tercermundistas, el abandono de tantos viejos, la destrucción de tanto tejido planetario. Aunque ¿en qué medida la cantidad es más importante que la calidad? ¿Es lo mismo que en la Shoá murieran varios millones de judíos que el que solo fueran, por decir un número, cincuenta mil? ¿Vale la pena tener una cura paliativa para el sida de unos cuantos millones de infectados ricos mientras que mueren de sida decenas de millones de infectados pobres? Preguntas duras para las que no es fácil proponer respuestas firmes.
Pero vuelvo al sacrificio de mi Remo. Si todas las dudas anteriores se nos plantean en el entorno de lo humano, ¿qué no será cuando intentamos abarcar todo el reino de los animales? ¿Dónde ponemos las fronteras entre lo animal y lo humano (me acuerdo ahora con cierto sarcasmo de las diferencias entre ser vivo y ser humano propuestas por nuestra ministra), con qué reglas la gestionamos? Para muchos lo que existe no es una frontera, sino un impenetrable telón de acero. Este es el caso de numerosos urbanitas recalcitrantes, que detestan a los animales o como mucho los manosean como artículos de consumo, abandonándolos a la menor dificultad en el borde de una carretera. Se trata de personas miserablemente prisioneras del ladrillo y el asfalto, de las playas congestionadas y los videos sobre la naturaleza vistos desde un sillón del salón. Habría que compadecerlos, pero lo malo es que son muy numerosos. También las iglesias cristianas y las grandes ideologías derivadas de ella han despreciado a los animales, con notabilísimas excepciones como Francisco de Asís. El mito cristiano de que el hombre ha sido creado especialmente por Dios, cualitativamente diferente del resto del orden natural, dotado de un alma destinada a salvarse o condenarse, no se sostiene hoy día. Como tampoco lo hace el mito ilustrado de que los derechos universales a la vida y la compasión sean humanos y solamente humanos.
Nunca deberíamos olvidar que la emergencia de lo humano en el mundo vino acompañada de la domesticación de los animales. Y que el proceso de domesticación se prolongó naturalmente en los humanos, para bien, que no para mal, lo quiera Nietzche o no. De manera que al menos los humanos y nuestros animales domésticos somos verdaderos compañeros de viaje en el camino por la historia. Resultando de todo ello que en las interacciones entre el animal doméstico y su dueño hay mucho más de lo que podría proceder del simple ímpetu conservacionista, el simple respeto o simpatía hacia la naturaleza. Hay una escandalosa relación de amistad. Que sin embargo, o quizá por ello, permite y hace moralmente tolerable el sacrificio eutanásico, como en el caso de mi Remo. ¿O no? En estos asuntos de vida o muerte, lo mínimo que deberíamos exigirnos como sociedad es aceptar que estamos delante de enormes problemas morales.
Pero esto no parece estar sucediendo. Vuelvo al terreno de lo estrictamente humano y me planteo aquí el debate sobre la eutanasia, un tema indudablemente de moda que por cierto está, y en eso la iglesia católica tiene razón, inextricablemente ligado con el debate sobre el aborto, porque hay una línea de vida que va desde la fecundación hasta la muerte, propiedad absoluta cada línea del individuo que la recorre, en la que los demás no deberíamos intervenir sino con muchísimas precauciones. Se trata de un problema formidable, al que si le perdemos el respeto corremos el riesgo de transformar en una caja de Pandora abierta sin control hacia el crimen.
Las diferencias entre el nasciturus y el enfermo terminal son evidentes, aunque los dos se caracterizan por estar vivos siendo a la vez impotentes para defenderse por sus propios medios. Nuestra actitud hacia los problemas que uno y otro plantean está distorsionada por la manipulación ética a la que a través de los media estamos sometidos permanentemente. En lo que se refiere al nasciturus, se están preparando leyes en las que se contempla darle la potestad de matarlo hasta a chicas de 16 años. En el del enfermo terminal, no le permitimos sacrificarlo a la familia de la que depende. Esta doble vara de medir carece de lógica, como casi todo lo que rodea a estos dificilísimos problemas.
Yo no sé cuál es el camino de solución, pero pienso que el único posible pasa técnicamente por la constitución de tribunales específicos, capacitados e imparciales, que tomen la decisión final sobre la vida o la muerte de una persona vulnerable, sea cual sea la edad de ésta, empezando a contar desde el mes menos nueve. Porque la vida o la muerte de un ciudadano siempre será un problema de estado. Estos jueces deberían estar dotados de nuevas e interesantes potestades. Por ejemplo, si estuviese permitido abortar hasta un cierto límite de edad del feto, y en aquellos casos justificados solamente por argumentos tan frívolos como el de que "soy la dueña de mi cuerpo" el aborto debería venir acompañado por la esterilización temporal o total de la mujer implicada, porque uno es dueño de su cuerpo hasta un cierto punto, como lo es de su coche, siempre en la medida en que ha demostrado manejarlo responsablemente con respecto a terceros, y los nasciturus terceros son. La misma pena aplicable, por cierto, al hombre que ha fecundado irresponsablemente a esa mujer, pues hoy hay medios más que suficientes para prevenirlo (ese preservativo tan incómodo para muchos imbéciles), y además puede probarse con certeza de qué macho procede el DNA del nasciturus sacrificado. Falta una discusión abierta y completa, un verdadero brainstorming, sobre estos temas. Da la impresión de que no interesa plantearla a los que tienen el poder para hacerlo, quizá por las dificultades que entraña. Lo que de ninguna manera debería hacerse es proteger y primar la irresponsabilidad biológica y social. Y digo todo esto a pesar de que, dado el estado de la justicia española actual, parezca grotesco proponer tribunales especiales para juzgar en casos de aborto y eutanasia.
Todo lo anterior es aplicable a las democracias formales, pero ¿qué puede pasar si generalizamos los principios permisivos allí donde no hay estado de derecho? Hace muchos años, cuando yo era estudiante en Madrid, viví algún tiempo como huésped de pago en la casa de una vieja señora alemana, ya viuda, a la que llamaré doña Berta. Su marido había trabajado durante casi toda su vida en la sucursal madrileña de un conocido banco alemán. El único período en el que se interrumpió esta relación fue entre 1937 y 1945, en que doña Berta y su marido volvieron llevados por las circunstancias a Alemania, retornando más tarde a Madrid. Eran bávaros católicos y procedían de un pueblo cercano a Munich, en el que se instalaron. Doña Berta me contó que a partir de un cierto día, poco antes de que la guerra se declarara, todos los disminuidos del pueblo, los subnormales, los afectados por parálisis profundas, incluso los vagabundos totalmente marginados o los jóvenes simplemente afectados por una parálisis infantil, empezaron a desaparecer. Las autoridades decían que eran llevados a centros de rehabilitación o sostén. Pero, y este es el punto que me parece capital, doña Berta me confesó que todos en el pueblo sospechaban que lo que hacían con ellos era sacrificarlos, quitarlos más o menos compasivamente de en medio. Pese a ello no hicieron nada por evitarlo. Yo le pido a Dios y a nuestros políticos que nunca llegue a pasarnos a nosotros lo mismo que a doña Berta y sus convecinos. Pero eso, obviamente, para conseguirlo hay que trabajárselo.
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