Reconocerán ustedes que no hay nada peor que encontrarse a una antigua amante en un chaflán. El chaflán es una zona de tránsito donde no se puede ignorar la sorpresa, mientras que la esquina es de paso fugaz y olvido libre. Hacía diez años que no la veía y faltaban otros cincuenta para que tuviera ganas de hacerlo. En total sumaban una eternidad cetrina y plana, inmune a cualquier acción que quisiera darle relieve y en la que la vanidad hacía de grotesco disolvente. Cuando se ha estado tanto tiempo a merced del silencio y creyendo que se sabe todo del otro, la educación se impone a cualquier otro impulso, sea violento, judicial o el mero deseo de perderse de vista definitivamente. El metódico y meritorio plan de no encontrarse mutuamente es sustituido por una cortesía tan inútil como vicaria de la cobardía. Nos educaron sin miramientos, así que nos metimos en uno de esos bares de compromiso que abren en los chaflanes para resolver este tipo de embarazosa situación, pedimos bebidas de compromiso y nos sentamos ladeados, mirando el reloj y añorando la hora siguiente.
El bar era tan mínimo como el expediente que había que resolver: tres mesas pegadas a la pared con tres sillas cada una de ellas, una de las cuales enfrentaba al cliente de turno a una pintura de gotelé de un amarillo grisáceo sin adornos; una barra corta, salpicada de raciones envueltas en un plástico aséptico y sin taburetes que pudieran hacer parroquia; un hueco abierto que daba a la cocina y una cafetera ruidosa situada en el centro que parecía un altar esperando incautos. El local lo llevaba sola una mujer algo entrada en carnes aunque todavía joven y de una belleza hermética que evitaba mirarte a la cara cuando le pedías algo, más por protegerse de la oferta de tedio ajeno que por hostilidad. Se movía con una determinación que ninguno de los clientes esperaba de ese lugar; su diligencia estaba más cerca de querer borrar algún pasado que de ninguna necesidad del oficio. Limpió una mesa recogiendo los restos meticulosamente y llevó los platos a la cocina, los apiló en el fregadero formando una torre simétrica con los cubiertos alineados a un lado y los vasos al otro, giró el grifo contra la pared y se sentó a comer un plato ya mediado mientras daba vueltas en el fogón a un filete solitario. Terminó de comer, dobló escrupulosamente la servilleta, encendió un cigarrillo, limpió la plancha, fregó los platos y el suelo de linóleo sin tener que moverse de la misma baldosa, cerró el armario sobre el fregadero, volvió a sentarse en la única silla, alineó los pies juntando las rodillas, irguió el pecho sin por ello levantar la vista y se quedó escuchando sin interés los ruidos escasos y sordos que venían del bar. El primer sol de la sobremesa dibujó en el suelo la misma raya ancha, sucia y fiel de todas las tardes: se levantó a enderezar la varilla de la persiana que la producía hasta conseguir un tono uniforme de sombras. La precisión de sus movimientos parecía obedecer a algún plan secreto de someter el lugar a un riguroso catastro que registrara cualquier línea de fuga y midiera cualquier horizonte, empezando por el propio, impidiendo cualquier atisbo de aventura que pudiera hacerle reconocer y huir de la sordidez del local y su trabajo. Con cada gesto exacto mostraba las ausencias que quería esconder, tantas como los huecos que se hacía en el flequillo apelmazado con un tic de dos dedos. Su propósito de evitar vínculos era tan minucioso que lo llevaba a cabo con tanta falta de avidez como de piedad. Volvió a la cocina, recogió algo inconcebible del suelo, enseñando al agacharse un escote rotundo y limpio del que ya no era responsable y que pedía cometer delito de desorden. Salió a cobrar.
(…)
- No me has hecho caso; ni siquiera te has tomado el café, escuché decir de repente al motivo de estar allí, despertándome de la realidad. La verdad es que estaba tan ingeniosa como siempre.
Etiquetas: Bartleby
Me han robado