Desayunaba, me duchaba ante de que los compañeros utilizaran las duchas y me encerraba en mi habitación, monástica, a leer, aunque yo les decía que trabajaba en el proyecto que nos habían subvencionado. Luego, poco antes de la hora de comer, a eso de las 11:30 me iba para los muelles antiguos. Aquello estaba abandonado, con solo la pequeña sucursal de la Tate entre tanto edificio de ladrillo rojo hueco y fantasmal. Paseaba por la orilla del mar porque me gusta el olor del salitre y porque en días de marejada me gusta sentir cómo rompen las olas en los espigones. Solía comer un emparedado de atún con mayonesa y una hojita de lechuga, mustia con bastante frecuencia.
Por la tarde trabajaba algo, es cierto, y esperaba hasta que anochecía para irme al pub. Allí pegaba la hebra con algunos conocidos, en realidad, los dejaba hablar mientras yo me bebía un par de pintas: unos días de ale, otros, porter, a veces una stout. Y me acordaba lo que contaban de Samuel Johnson, de sus innumerables horas pasadas en los pub bebiendo y sobre todo charlando. Tantas horas que apenas tuvo tiempo para trabajar y aun así escribió la vida de los poetas ingleses, la vida de Shakespeare, el diccionario de la lengua inglesa y demasiados poemas que nunca fueron tocados por la gracia de la poesía.
Ahora, después de tantos años, no recuerdo de qué trataba el trabajo que me llevó a Liverpool, ni tampoco recuerdo los resultados que obtuvimos. Pero me alegro de la ajetreada vida social de Johnson porque así James Boswell pudo escribirla y porque no nos dejó mucha obra prescindible. Por fortuna, sus artículos, en los que destacó por encima de todo a pesar de que hoy estén demasiado olvidados, son innumerables.
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