más tarde,
guardia nutrida
de tu cadáver.
Yo te querré
corazón del instante,
nunca perfecta,
sierpe mudable.
Hay muchas serpientes. Cumpliendo una deuda, les hablo hoy de las imaginadas: un animal bueno para pensar y amedrentarse.
En las creencias griegas, la serpiente acompaña a menudo a la diosa infernal Hécate: se enreda, llameante, en su pelo o cubre de escamas su cuerpo. Con tanta guarnición, a veces es difícil precisar dónde acaban una y otra: la diosa misma acaba siendo drákon, una mirada fija y traicionera.
Si logran despegarse de sus curvas, las sierpes pueden ser correo y agencia secreta de su Señora. Según el mito, un mortal, Admeto, se casó sin hacer los debidos sacrificios a Ártemis. Como recompensa, al abrir su lecho de bodas lo encontró lleno de serpientes.
Estas serpientes auxiliares, emanaciones o auxiliares de la diosa, pueden tomar forma humana. De Apolonio de Tiana, filósofo y hombre santo, se cuenta que acudió a visitar a uno de sus discípulos, Menipo, un muchacho de buen ver. Según nos cuenta Filóstrato, Apolonio miró a Menipo desde varios ángulos, como un escultor que guardara en su cabeza el modelo, y al fin dijo: por cierto que tú, hermoso y acechado por las mujeres hermosas, acaricias a una serpiente, y la serpiente a ti.
Menipo se había dejado seducir por una dama de acento extranjero que salió a su encuentro mientras paseaba, ofreciéndole vino y amor fiel. Cuando el cuento avanza, averiguamos que, en efecto, la dama es una serpiente: una mujer de pega en cuyo interior se esconde una sierpe que devora a sus novios. El cuento de Filóstrato es, por lo demás, un cuento chino, que se cuenta por toda Asia, y que en el libro de viajes de John Mandeville aparece convertido en apunte etnográfico:
los de este país tienen a la mujer por algo tan grande y peligroso que les parece que quienes las desvirgan se ponen en peligro de muerte... Y preguntamos la causa de esta costumbre. Y dijeron que antiguamente muchos habían muerto al desvirgar a las mujeres, las cuales tienen serpientes en su cuerpo, y por ello tienen esta costum¬bre, y hacen que otro les abra el camino antes que ponerse en peligro tal.
Apolonio de Tiana, bujarrón casto, no abre camino a su discípulo. Para él, como para otros puritanos, la serpiente encarna la inmundicia femenina, un detritus viviente, y sin embargo (o por eso mismo) sagrado, intocable. En las tumbas antiguas es habitual encontrarlas como espantajo: serpientes de piedra, feroces guardianas de la tumba. A veces, surgen de dentro: se creía que la espina dorsal de un hombre muerto se convertía en serpiente al pudrirse el tuétano, y la aparición de una serpiente en la tumba de un muerto confirmaba que éste era un difunto divino, un héroe. Las almas sin descanso tomaban a menudo esta forma: a Orestes, asesino de su madre, le persigue la imagen fiel de una serpiente del Hades, que sólo él distingue.
La sierpe soñada no sólo se resuelve en mujer, sino que nace de sus aguas. Un libro atribuido a Alberto Magno propone:
Tómense los pelos de una mujer que menstrúa y colóquense bajo un estercolero o tierra abonada, o incluso allí donde el estiércol haya estado en invierno o en verano, y por la fuerza del sol se engendrará una serpiente larga y fuerte.
La creencia, algo dulcificada, persiste en el folklore extremeño: para crear una culebra bastaba con meter un pelo de mujer en una botella de agua clara y mantenerla a la luz de luna los siete días del plenilunio. En otros sitios es más brutal: según ciertos aborígenes australianos, las brujas cortan su vello púbico y hacen con él una larga cuerda. La untan con sangre menstrual, y se trasforma así en una serpiente que envían contra sus víctimas.
Otro fragmento de la literatura médica medieval enlaza así útero y serpiente:
Puesto que la calidad fría busca su contrario, la matriz se alegra con la recepción del esperma cálido... como las serpientes que, al buscar el calor, penetran en el interior de la boca del durmiente.
El arte juega también con estos fantasmas. En un libro muy recomendable sobre prodigios medievales, Claude Kappler reproduce un grabado del siglo XIV que representa a la Mujer Pecadora. Entre las piernas, en lugar de sexo, aparece una cabeza de perro con la lengua fuera, con la leyenda gula. La cabeza se prolonga en un cuerpo de serpiente, provisto en su extremo de otra cabeza que muerde la única pata de la Pecadora. Velahila:
En el arte moderno, Fernand Khnopff pinta así a Ishtar (1888):
Los psicoanalistas, reductores de fantasmas, quisieron ver en estas cabezas de Medusa un miedo a la castración: el coño como herida sangrante, con un falo-serpentina de pega. Sin embargo, más que castrada, la serpiente de estos sueños misóginos es castrante: una vagina dentada, devoradora, con una pepitilla astuta que se alza a verlas venir. Como avisa la copla,
comiera pan y cebolla,
pero como no los tiene
come cabezas de polla.
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