Truman Capote aspiraba a escribir una historia en la que cada palabra fuera cierta. Para conseguirlo tiene que despegarse con el escoplo de la pluma de los mismos hechos que cuenta porque éstos son siempre una historia ajena, común a cualquiera que la quiera contar y, por tanto, de la que es necesario liberarse para crear algo propio. Ésa es la vieja ambición del arte, separarse de la mera representación del modelo, de la ilustración simbólica y de la función documental: encontrar y mostrar la propia verdad y belleza con independencia del objeto o hecho del que se parte. Sin reproducirlo ni hacer versiones. Que la novela y el cuadro sean hechos en sí. La tensión propia de tal empeño se nota en toda la obra de Bacon y desborda la “hazaña técnica, el experimento literario [artístico]” que decía Capote. Esa tensión es de tal calibre que con frecuencia bloquea la creación y expresividad del artista y las reduce a una obra de vecinos, no de gigantes, tan consoladora para el público que la consume como irrelevante para el arte. Sólo se supera ese límite con la grandeza de comprender la búsqueda autónoma de la verdad y de emprenderla con una formalización impecable y un estilo propio, como supo hacer Bacon con su pintura. Algo de cómo encontrarla había anticipado su supuesto antecesor, sir Francis Bacon, al decir tres siglos y medio antes que "la verdad es hija del tiempo, no de la autoridad". Si se sustituye autoridad por la actual “democratización” (confusión del espectador con cliente y pretendido co-autor) del arte cobra vigencia la frase.
Por encima (y por debajo) de la carne y la sensación que tópicamente se asocian a Bacon está su obsesión por mostrar el aislamiento del hombre, su inevitable y torturada soledad y la imposibilidad de contarla como una narración, como una historia que la rebajaría a su fábrica social. Parece atenerse a lo dicho por Malraux: “El hombre no se hace hombre más que en la persecución de su parte más alta”.
Por supuesto que hay carne, incluso devoción por la carne en Bacon: “siempre he estado muy impresionado por las imágenes relativas a mataderos y a la pieza de carne (…) somos piezas de carne, somos osamentas en potencia. Si voy a una carnicería encuentro sorprendente no estar allí, en el lugar del animal (…)” (1). Pero no se queda ahí ni reduce el cuerpo a excusa socorrida de sensación, sino que es el medio para expresar al hombre, la forma de la figura, la cual emerge de la carne en una segunda emancipación (y paralela a la liberación del cuadro respecto de la historia). La figura es, dice, “como [un] charco de carne que elevara las imágenes (…). Espero ser capaz de hacer figuras que surjan de su propia carne con sus bombines y sus paraguas, hacer figuras tan punzantes como una Crucifixión” (Ibid.). La deformación del cuerpo y sus personajes desfigurados son la mayor alegoría del aislamiento del hombre y la principal prueba de cargo del Bacon humanista.
Para mostrar esa soledad del hombre aísla la figura de su entorno al emplear colores planos, uniformes, en los círculos y rectángulos que la enmarcan. La cuidada, magnífica formalización, con los espacios neutros de fondo, base y laterales que soportan las figuras, pintados con colores lisos y separados -aunque colindantes- de éstas, se pone al servicio de ese empeño. Esa neutralización de los lugares donde sitúa a la figura evita que tengan que contarnos algo ajeno a ésta, que nos distraigan de su obsesión. No hay relación entre espacios neutros y figura, ni siquiera entre las figuras que aparecen en un mismo cuadro o en los trípticos. Tampoco en los acoplamientos. Sólo hay, y nada menos, que hombre mutilado de y por su entorno.
Las sombras son otra cosa, forman parte de ella: “He procurado hacer las sombras tan presentes como la Figura” (Ibid.).
Su fijación es romper con la función ilustradora que se reservaba a la pintura, con la representación de un modelo: “la historia que ya se cuenta de una figura a otra anula desde el principio las posibilidades que la pintura tiene de actuar por sí misma. Y aquí hay una dificultad muy grande. Pero un día u otro llegará alguien que será capaz de poner varias figuras en un mismo lienzo” (Ibid.). Sin que nos digan qué están haciendo entre sí y a qué suceso se remiten. No narrar, no contar ninguna historia ajena al propio cuadro, mostrar sólo las figuras, sus sombras y el hecho que evocan (no que representan) es el empeño de Bacon: “la representación implica la relación de una imagen con un objeto que se supone que ilustra. (…) La narración es el correlato de la ilustración” (2).
Bacon se servía de la fotografía tanto como la despreciaba al considerarla artísticamente limitada, uncida como un buey por el yugo de su época, la modernidad, a una función documental. Se ve que había olvidado esto. Y sobre todo, ignoraba esto otro, de un personaje más desconocido y por tanto aislado de todo significado previsible.
La abstracción puede verse como una forma extrema de la figuración sólo cuando no es decorativa ni gratuita, cuando imprime una idea o una sensación propia y nueva. El antiabstracto Bacon roza al enemigo con su Sangre en el suelo, en el que la figura es esta vez ese “charco de carne que eleva las imágenes”. Ese ascenso, bastante ascético en su búsqueda de la perfección, del que habla Félix de Azúa en Sobre el alma y el cuerpo: “ (...) volver a constatar la radical expresión de su tragedia personal y cómo logró elevar una vida sórdida al más alto registro de nuestra efímera dignidad, sobrecoge”.
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(1) Entrevista con Francis Bacon, David Sylvester, 2003.
(2) Francis Bacon. Lógica de la sensación, Gilles Deleuze, 2002.
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