La Asociación por la Tolerancia gestionó con la empresa que tiene en exclusiva la publicidad de Transports Metropolitans de Barcelona un anuncio en sus autobuses sobre las consecuencias de la reciente sentencia del Tribunal Supremo que reconoce el derecho de los padres a elegir la lengua -catalán o castellano- en que deben ser escolarizados sus hijos en la primera enseñanza, entre los seis y los ocho años. Dicha sentencia ha venido precedida por otras cuatro emitidas en el mismo sentido por el Tribunal Superior de Justícia de Catalunya. Los recursos sucesivos del Govern de la Generalitat fueron desestimados en todas las instancias y finalmente el Supremo ha obligado al Ejecutivo catalán que haga efectivo, con toda claridad, el derecho a escoger de los padres en el momento mismo de la inscripción. Una vez más, la sentencia ha sido desobedecida por la Generalitat.
En efecto, no basta que los derechos sean simplemente reconocidos en los textos legales, es preciso además que los poderes públicos faciliten su ejercicio. En otro caso, nos encontraríamos ante proclamaciones meramente retóricas sin eficacia práctica y el Estado de derecho sería una mera ficción. Afortunadamente, el poder judicial es mucho más independiente de lo que muchos creen y los jueces, que no son los autores de las leyes, se encargan de controlar su aplicación. En el presente caso, los jueces han considerado que la Generalitat no cumplía con las obligaciones que le imponía la ley catalana. Sin embargo, el Ejecutivo resiste: no sólo no cumple la sentencia, sino que presiona para que se desconozca. Es la mano negra del maccarthismo, tan efectivo en Catalunya.
La misma empresa pública que hace un par de meses admitió que se hiciera propaganda del ateísmo en sus medios de transporte -¿recuerdan aquello de “Probablemente Dios no existe…”?- no admite hoy dar a conocer el contenido de una sentencia judicial. Por lo visto, en Catalunya lo sagrado es la lengua y lo profano, lo opinable, es Dios. Extraña sociedad la nuestra.
Ahora bien, junto a las poderosas artimañas de nuestros gobernantes aún quedan, afortunadamente, resquicios de libertad y personas dispuestas a ejercerla sin complejos. Es el caso de Dolores Payás, guionista y directora de la película Mejor que nunca, protagonizada por Victoria Abril y que se proyecta desde hace más de un mes y medio en el cine Alexandra de Barcelona. Dolores Payás es un caso curioso: aunque cosmopolita y viajera, vive entre Moià y Barcelona, ha sido guionista de numerosos filmes y anteriormente ha dirigido Me llamo Sara que, pese a obtener diversos premios internacionales, aquí pasó desapercibida. ¿Se protege el cine catalán? Oficialmente se dice que sí, como es natural, pero supongo que esta protección es selectiva: a quien no interesa se le arrincona y silencia. A este segundo filme de Dolores Payás imagino que también se le ha intentado hacer el vacío. No he leído ni una crítica, ni un comentario, ni siquiera una noticia: sólo una entrevista en una revista digital para cinéfilos. Todo bastante raro. Sin embargo, por fortuna, el método boca-oreja funciona en muchas ocasiones mejor que la publicidad comercial y tan larga permanencia en cartel de Mejor que nunca así lo demuestra.
La película es una comedia anticonvencional que se burla de ciertos tópicos y prejuicios actuales. Todo ello en clave de humor y en tono de farsa, con momentos desternillantes. La protagonista, una desconcertada mujer en la edad de la menopausia, es abandonada por su marido, un imbécil que acaba de tener hijos gemelos con una jovencita, y trata de afrontar su nueva situación. Debe optar entre dos caminos: el que le aconseja su pedante hija psicoterapeuta y el que le ofrece un anticuado galán mexicano, misterioso e irreal personaje que, sin embargo, conoce bien ciertos secretos de la vida. La hija encarna todo el repertorio de lugares comunes: hay que reforzar la autoestima, no se debe reprimir a los hijos, es necesario superar el bloqueo emocional y vaciar la mente para meditar, etcétera; sin embargo, de la vida real nada conoce, menos aún de la ironía y el humor. Agobiada por esta insoportable hija y también por su ex marido, desencantado ya de su desvarío juvenil, la protagonista descubre que la verdad está en la vida y que la verdadera terapia consiste en hacer caso del extraño galán mexicano y del variopinto mariachi que le acompaña.
En definitiva, todo ello supone el triunfo de la libertad frente a las convenciones, del sentido común frente a las modas absurdas, de la espontaneidad frente a la represión, de los sentimientos, el contacto físico, el color, el sudor y el olor frente a la frigidez, la trivialidad y la cursilería. En la escena final, la protagonista sonríe ante los piropos de unos albañiles a pie de obra: el triunfo de lo natural y la derrota de lo políticamente correcto. El portero, un cotilla que invoca el Estatut para obligar a hablar en catalán, simboliza las constantes interferencias del poder político en el ámbito privado. Por el camino, han quedado ridiculizadas ciertas formas de feminismo, el multiculturalismo a distancia y la solidaridad de boquilla.
Un sutil e interrogativo hilo conductor une la prohibición de hacer publicidad de una sentencia que permite elegir entre dos opciones y el refrescante filme Mejor que nunca: ¿estamos gobernados por psicoterapeutas triviales y por porteros entrometidos?
FRANCESC DE CARRERAS, catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.
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