Lo peor, sin embargo, estaba por llegar. Nada más poner los pies en casa de alguna de mis tías, saltaba la alarma: «Os he hecho una paelleta porque seguro que en Barcelona no salen buenas». Mis padres callaban con una sonrisa de oreja a oreja. ¡Qué iban a decir! Cualquiera comentaba que todos los domingos, todos, se comía paella en casa, sea cual fuere la variante: de mar, de huerta, de mar y huerta, de huerta y mar, de huerta y huerta… Pasado el mal trago, quedaban los restantes, porque todas las visitas que hacíamos a casa del resto de la familia ―y era mucha, créanme― pasaban por degustar el plato de marras, tanto daba si nos presentábamos a la hora de comer o de cenar.
Como comprenderán, tengo razones más que suficientes para odiar el arroz, pero no es así. Y todo gracias a mi abuela, que me enseñó que la cocina valenciana contaba con delicias tales como el arròs a banda y, sobre todo, el arroz al horno, un delicioso plato huertano de apariencia algo basta pero de un aroma y un sabor más refinados de lo que cabría pensar.
Au va, que no tenemos todo el día.
Ponte el delantal ―que siempre vas hecho un adán, collons― y prepara los ingredientes. Necesitarás unas buenas morcillas de cebolla, medio kilo de costillas de cerdo carnosas, una taza de arroz, dos tomates medianos, unos cien o doscientos gramos de garbanzos cocidos, una cucharadita de pimentón y media cabeza de ajos.
Calienta el horno a 220 grados durante un cuarto de hora. Mientras tanto, corta el tomate en rodajas, sazona la carne, pon una cazuela de barro al fuego y vierte un par de cucharadas de aceite de oliva ―así, por este orden, si no quieres empastrarlo todo―. Echa las costillas y márcalas bien. Al cabo de unos cuatro o cinco minutos, retíralas y haz lo mismo con las morcillas. Procura que no se frían demasiado para que la tripa no se rompa. Resérvalas. Baja el fuego, echa el arroz y remuévelo con ganas hasta que comience a transparentar. Ha llegado el momento del pimentón. Ve con tiento, ya que, como bien sabrás, si lo quemas, te amargará y habrá que tirar el mejunje.
Una vez se haya teñido el arroz de un color amarillento, añade las morcillas, las costillas, las rodajas de tomate, los garbanzos y vierte una taza de agua. Sí, has leído bien: sólo una. La humedad de los tomates y las morcillas hará el resto. Y no te olvides de los ajos. Hay quien clava una cabeza en el centro de la olla. Sin embargo, y como las máscaras antigás son un pelín incómodas para la charla de la sobremesa, te recomiendo que los repartas con soltura y ecuanimidad ―vamos, a uno por barba.
Introduce la cazuela en el horno y déjalo unos treinta minutos; pon la mesa o, si ya tienes a la gente en casa, abre una botella, pero no te distraigas demasiado. Aunque me gane un coscorrón, me atrevo a recomendar un espumoso alicantino, el Marina Alta, hecho con moscatel. Fresco, de un dulzor moderado y con burbuja menuda y crujiente en boca.
Pasado un cuarto de hora, y da igual si estás achispado, echa un vistazo al invento. Parte del agua se habrá evaporado. Ni se te ocurra echarle más. Basta con que saques la cazuela y remuevas un poco el arroz. Si todo va bien, en los bordes comenzará a formarse el socarraet. Ni lo toques.
A partir de ahora, deberás guiarte por la vista y el olfato. Notarás que, de la cocina, surge un agradable aroma, sin punto de acidez. Ve corriendo y mira. Si crees que el arroz queda un poco húmedo y la alarma está a punto de pitar, dale cinco minutos más. Si no, apaga el horno y déjalo reposar un cuartillo.
Ha llegado el momento de la verdad. Lleva la cazuela a la mesa, a ser posible entre vítores ―la mascletá, en la plaza del ayuntamiento―, y apresúrate a servir si no quieres que te quiten el plato de las manos. Eso sí, procura que las raciones sean generosas y, sobre todo, corónalas con el arroz tostado. Puedes acompañarlo de algún vino de la tierra, como un malvasía o un tinto no demasiado peleón. Después, para bajarlo bien, apriétate una pescaora, uséase, un carajillo de anís. Los buñuelos, el chocolate y la caçalleta, mejor para la madrugada.
Sobre la falacia del antinacionalismo:
"Los únicos que son radicalmente no-nacionalistas -radicalmente individuales- son los inmigrantes, que arrojan el pasaporte al mar para que no les devuelvan a un territorio del que han sido expulsados y que no les reconoce ningún derecho nacional. Habría que ser muy cínico para ver en el cuerpo desnudo y vulnerable del inmigrante un triunfo del universalismo y el cosmopolitismo en lugar de una derrota del nacionalismo africano frente al nacionalismo europeo"
SAR