En el blog de Moa, el mejor, como todos ustedes saben:
La guerra del destino
7 de Marzo de 2009 - 12:35:42 - Pío Moa
Conforme nos acercamos desde Oriente al Mediterráneo, observamos pueblos o naciones más o menos civilizados, unos independientes y la mayoría sometidos a tal o cual imperio. De esos pueblos, hoy desaparecidos casi todos como entidades culturales junto con sus idiomas, destacan dos, el hebreo, judío o israelita, y el griego o heleno. Ambos eran poco numerosos y vivían en territorios reducidos (muy reducido el hebreo), más bien pobres y secos, pese a lo cual su influjo sobre la cultura y destino de Europa, desde luego sobre España y, más indirectamente, sobre el resto del mundo, sería insuperado a lo largo de los siglos. Los griegos se habían asentado, en sucesivas invasiones, sobre el sur de la Península balcánica, las islas en torno y la costa mediterránea de Anatolia, y pronto habían destacado por sus logros culturales, primero con la brillante civilización micénica, destruida en el siglo XII a. C., quizá por nuevas invasiones de pueblos grecoparlantes más atrasados; y después en el período clásico (siglos V y IV a.C.). Según Heródoto, "El pueblo heleno se distinguía de los bárbaros por un espíritu más sagaz y libre de necedades". Desde luego, sus innovaciones no admiten parangón: el teatro, el pensamiento científico, una filosofía sistemática y en fructífera competencia de escuelas, la geometría y las matemáticas abstractas, la historia racional, el pensamiento político, la democracia... Los griegos poseían un agudo sentimiento de su identidad nacional (sangre, lengua y religión), pero vivían separados en ciudades estado, en las que ensayaron formas de organización social y poder y desarrollaron una magnífica literatura y artes diversas. Su potencia creativa en el período clásico puede decirse que nunca fue igualado antes o después en el mundo.
En fechas no alejadas de la caída de la cultura micénica, aunque con un amplio margen de error, los hebreos habrían salido de Egipto. Eran entonces tribus seminómadas emparentadas con los beduinos, de economía elemental, uno de tantos pueblos que migraban por los aledaños de las civilizadas Mesopotamia, Egipto o Canaán. De economía elemental y poco versados o interesados en cuestiones técnicas, los hebreos profesaban una devoción absorbente a un Dios único que les separaba de los demás pueblos, politeístas todos ellos. Tras salir de Egipto, al parecer, y vagar un tiempo por el Sinaí, los hebreos habían decidido asentarse en Canaán, la "tierra prometida" por Dios, según sus tradiciones, para construir allí el país de Israel: "Cuando entres en la tierra que te dará el Señor tu Dios, no imites las abominaciones de esos pueblos. No haya entre los tuyos quien queme a sus hijos o hijas, ni vaticinadores, ni astrólogos, ni agoreros, ni hechiceros, ni encantadores, ni espiritistas, ni adivinos, ni nigromantes. Porque el que practica eso es abominable para el Señor". Por una combinación de infiltraciones y cruentas campañas, a veces de exterminio, los judíos ocuparon la tierra de los cananeos, pueblos ya en plena edad del hierro, material y técnicamente superiores y más civilizados que sus conquistadores.
Tanto los griegos como los judíos tenían una aguda conciencia de sus peculiaridades, y también diferían entre sí en casi todo. Pese a su proximidad geográfica, entre ellos había habido poca relación comercial y cultural hasta las conquistas de Alejandro, y muy escasa
simpatía desde entonces. Los judíos, semitas emparentados con árabes y fenicios, eran monoteístas aislados en un mar politeísta. Los helenos, indoeuropeos por lengua y origen, eran politeístas, con corrientes minoritarias escépticas, incluso ateas, y una cultura muy variada y vivaz.; aunque también en Grecia la elaboración filosófica había depurado el politeísmo, al menos entre las capas más cultivadas, aproximándose a concepciones monoteístas sobre sus sugestivos mitos, de gran belleza trágica a menudo, pero considerados de moral ambigua o un tanto grosera.
La religiosidad hebrea, nacida de la universal inquietud del hombre por su destino y el del mundo, suponía una abstracción y elevación sobre las concepciones religiosas de otros pueblos. Con los Diez Mandamientos habían logrado sintetizar unos principios morales de gran sencillez y eficacia (si bien complicados con una normas intrincadas y de aspecto algo obsesivo). Por supuesto, tales principios no eran ajenos a los demás pueblos, pero en estos se encontraban más diluidos y menos explícitos, por ello menos operantes. La religión constituía el eje estricto del modo de vivir hebreo, también de su política, articulada en torno a una clase sacerdotal y al Libro, la Biblia, conjunto de tradiciones míticas, históricas, éticas, jurídicas, poéticas, profeciales, que consideraban inspiradas por la divinidad. Su historia es la de una apasionada adhesión, plagada al mismo tiempo de traiciones, al concepto de un Dios único, y por ello los israelitas se veían a sí mismos como el pueblo elegido por Dios. Estas concepciones les otorgaban un espíritu exclusivista y vigoroso en extremo, que les había permitido afrontar a enemigos materialmente superiores y resistir a conquistas, persecuciones, destierros y avatares en los que tantas otras naciones habían desaparecido o perdido su cultura.
Después de muchas y dramáticas alternativas a lo largo de diez siglos, por la época de que tratamos, ambos pueblos se hallaban, como quedó indicado, bajo dominio de los descendientes del imperio macedónico de Alejandro Magno. En el siglo III a. C, Grecia y todo el Mediterráneo oriental vivían el llamado período helenístico, habiendo dejado atrás la época clásica de los siglos V y IV. El helenismo había perdido gran parte de la originalidad e ímpetu creativo anterior. Para entonces también los ideales democráticos se daban por fracasados como fomentadores de la demagogia y la guerra civil, y la gente que contaba, las capas más cultas y pudientes, preferían algún tipo de tirano, hombre fuerte pero aceptablemente benévolo o no demasiado brutal, algo así como un déspota ilustrado que al menos garantizase el orden social. Con todo, el helenismo, mejor organizado, mucho más extenso y pudiente que los tiempos clásicos, desarrollaba muchos de los logros de estos. Los mismos israelitas vivían un proceso de helenización, mal aceptado por la mayoría, que daría lugar, ya en el siglo II, a la rebelión general de los Macabeos. Fuera de Israel, grupos judíos se establecían como prósperas minorías en diversas ciudades, especialmente en Alejandría, siempre en discordia con los helenos.
En el noreste de África, la ya antiquísima civilización egipcia persistía, agotada y diluida, bajo el poder helenístico de la dinastía ptolemaica. De hecho, Alejandría se convirtió en el nuevo centro irradiante de la cultura helénica, sucediendo a la Atenas clásica. Pero, indirectamente, Grecia, pese a su desunión interna y sumisión a Macedonia, constituía la potencia cultural dominante en todo el Mediterráneo oriental, lo mismo en su parte europea que en la africana o la asiática.
****
Dejando aparte el mar Negro, dentro del ámbito mediterráneo cabe distinguir, geográfica y culturalmente, dos grandes cuencas, separadas por la Península itálica, Sicilia y la actual Túnez. La cuenca occidental queda configurada por la costa oeste de Italia y la levantina de Iberia, el sur de las Galias y el actual Magreb (Mauritania y Numidia). Físicamente difiere notablemente de la cuenca oriental, con menos islas, aunque bastante más grandes, y alguna mayor dificultad para la navegación, que por entonces procuraba no alejarse de las costas. La diferencia cultural era mucho mayor que la física. La cuenca oriental constituía el epicentro de la cultura helenista, una zona muy poblada y urbanizada desde antiguo, mientras que la occidental formaba un conjunto mucho menos civilizado, poblado y urbanizado, con etnias nómadas o trashumantes, sobre todo en Mauritania y en menor medida en Iberia. A esa cuenca alcanzaba la influencia griega, muy profunda en el sur de Italia y Sicilia, mucho más atenuada en el resto, en forma de pequeños enclaves comerciales (alguno importante, como Marsella), y también la más antigua huella fenicia, mantenida por Cartago.
Descontando el sur de Italia y Sicilia, en decadencia política desde hacía tiempo, esta cuenca contaba en el siglo III antes de Cristo con pocas ciudades de relieve, pero entre ellas destacaban dos: Roma, en el Lacio, hacia la mitad occidental de la península itálica; y Cartago, en el extremo noreste de la Numidia, la actual Túnez. La primera vivía en régimen republicano después de haber abandonado la monarquía tres siglos antes. De su sistema político dirá el historiador griego Polibio: "Las tres clases de gobierno citadas dominaban la Constitución y las tres se ordenaban, administraban y repartían tan equitativamente, con tal acierto, que nadie, ni los nativos, habrían podido decir con certeza si el régimen era del todo aristocrático, democrático o monárquico. Cosa natural, pues atendiendo a la potestad consular se asemejaba a una constitución plenamente monárquica, tomando en consideración la del Senado, aristocrática, y considerando la del pueblo, creeríamos hallarnos por completo en una democracia".
Cartago también era una república, con otra poderosa oligarquía representada en un senado; pero en casi todo lo demás las dos ciudades diferían profundamente. Roma, ciudad interior aunque cercana a la costa, de economía fundamentalmente agraria y lengua indoeuropea, ostentaba la hegemonía sobre todo el centro de la península, con un ejército de ciudadanos y, al principio, escasa capacidad marinera. Cartago, ciudad marítima, de cultura semita y comercial, con una poderosa armada, un ejército mercenario y un área de influencia extendida por el norte de África, gran parte de Iberia y las grandes islas de la zona, Sicilia, Cerdeña, Córcega y las Baleares, de donde casi había desplazado el poder político y comercial griego. Aquella cuenca mediterránea parecía destinada a convertirse en un mar púnico.
Cerrando casi por completo la cuenca occidental se encontraba Hispania o Iberia, habitada por un mosaico de pueblos. Desde el punto de vista socieconómico han solido distinguirse en la península tres amplias zonas bastante definidas, de mayor a menor complejidad o civilización: la mediterránea (extendida desde los Pirineos hasta el sur de Portugal, ya en el Atlántico), la centro occidental y la norteña.
La primera se ha identificado tradicionalmente con los pueblos íberos o iberos, así llamados por ser la parte de Iberia más próxima y conocida para los griegos. El origen de estos pueblos es incierto, y probablemente fueron identificados por hablar dialectos parecidos y compartir creencias religiosas, si bien se hallaban políticamente dispersos en varios grupos y tribus. Los restos arqueológicos indican un considerable desarrollo artístico (damas de Elche o de Baza, monumento funerario de Pozo Moro, por ejemplo) y económico, articulado en torno a ciudades pequeñas con un comercio bastante activo, escritura propia –se conservan unas 2.000 inscripciones en alfabeto no indoeuropeo, indescifrado hasta hoy– y, a partir de los enclaves comerciales costeros, notables influencias helénicas y fenicias. Disfrutaban de un considerable desarrollo técnico, manifiesto, por ejemplo, en la confección de las célebres falcatas o espadas ibéricas, muy apreciadas por los romanos. Por el extremo suroccidental de este ámbito, en el bajo Guadalquivir y desde Cádiz a Huelva y el Algarbe, había florecido varios siglos antes la notable civilización tartésica, probablemente la más antigua del Atlántico. Gádir, la actual Cádiz, fundada posiblemente antes del año 1000 por los fenicios, es también la primera ciudad existente en todas las costas del Atlántico.
La segunda zona se extendía por las poco fértiles mesetas y sierras del interior de la península, hasta Portugal. Allí vivían tribus célticas (las que habían adoptado el alfabeto ibérico se llamaban celtíberas), provenientes del centro de Europa, que terminaron fundiéndose con indígenas anteriores, a quienes impusieron su idioma y otros rasgos. Eran más ganaderos y menos agrarios y comerciantes que la población mediterránea, han dejado restos arqueológicos también más pobres, y, como los íberos, debían de hablar dialectos indoeuropeos emparentados y compartir creencias y folklore. La vasta zona céltica mantenía una población menos numerosa y urbanizada, con una economía más elemental que la ibérica; dentro de ella subsistirían poblaciones no celtizadas o solo muy parcialmente.
En la tercera zona, por la cornisa cantábrica y la actual Galicia, se diseminaban diversos pueblos sobre un territorio de bosques y abruptas montañas, de arduas comunicaciones, carentes de núcleos importantes de población, y con modos de vida bastante más lejanos de la civilización que el resto. Parte de esta zona, especialmente Galicia, conservaría largo tiempo la cultura castreña, de carácter étnico discutido. En la actual Navarra y Pirineos aledaños se hablaba vascuence, lengua, como la ibérica, no indoeuropea (aunque no ha podido demostrarse su parentesco), mientras que las tribus de las actuales Vascongadas parecen haber sido bastante celtizadas.
Habida cuenta de las circunstancias políticas y económicas, los habitantes de la península no debían de superar los dos millones, aunque se hace imposible un cálculo algo preciso.
La distribución cultural y económica de Europa se parece a la de Iberia por aquellas fechas: una cuenca mediterránea bastante o muy civilizada, al norte de ella, desde Irlanda y Galicia hasta Anatolia, una amplia franja de pueblos semicivilizados, celtas o celtizados, producto de una expansión de siglos, dejando entre medias amplios islotes de pueblos distintos. Y al norte y este de esa franja otra comparable a la del norte peninsular, donde vivían los pueblos germánicos y eslavos, de cultura más primitiva.
Entre los numerosos pueblos peninsulares debían de menudear las luchas y reyertas, como atestiguan los restos arqueológicos y los testimonios romanos, que los tenían por belicosos y aprovecharon su desunión para sus propios fines. Pero de sus historias, empresas, caudillos, modos de vida, formas políticas y religiosidad sabemos muy poco. Algunos autores, como Martín Almagro Gorbea han supuesto cierta tendencia unitaria, pero los datos son inconcluyentes. La unificación solo podría venir de alguna tribu o ciudad con ambición y potencia para imponerse al resto, y no hay noticia de que tal proceso estuviera en marcha. Acaso Tartesos hubiera podido cumplir ese papel progresivamente, ya que su influencia cultural y comercial llegó a extenderse hacia el norte, por Extremadura hasta León, y hacia el este, por el valle del Guadalquivir... Sin embargo esa civilización había desaparecido bruscamente en el siglo VI, tres antes de la época que tratamos, debido a una crisis comercial en su relación con Fenicia o, más probablemente, aplastada por Cartago. Después de Tartesos no se aprecia ningún poder destacado capaz de imponerse o con designio de hacerlo, ni en el ámbito ibérico ni en el celta o celtibérico, sino que cada uno de ellos se hallaba a su vez dividido en tribus a menudo hostiles entre sí. No hubo, pues, un proceso comparable al que iniciarían Roma en Italia o Cartago en las costas del Mediterráneo occidental africano e ibérico. En todo caso, cualquier posible proceso peninsular de esta índole iba a verse impedido antes de nacer por la intervención exteriores: precisamente de Cartago y de Roma.
****
Y fue en el Mediterráneo occidental donde, hacia la segunda mitad del siglo III, iban a producirse hechos decisivos para la historia posterior del mundo civilizado. Ellos iban a determinar de inmediato el destino del Mediterráneo y, por cierto, de Hispania.
Hacia el año 264, las dos poderosas y expansivas ciudades-estado púnica y latina chocaron en Sicilia de forma en parte accidental, a través de un conflicto interior entre ciudades de la isla. La guerra, con diversas alternativas, duró 23 años y terminó con una difícil victoria de Roma, quedando Sicilia bajo hegemonía romana y perdiendo Cartago la hegemonía naval. Poco después una rebelión de los mercenarios de Cartago permitió a los romanos expulsar a sus contrarios de Córcega y Cerdeña. Esta guerra no decidió, sin embargo, la situación, y solo aplazó la rivalidad entre ambas potencias por controlar el Mediterráneo occidental. La derrotada potencia africana concentró su energía en rehacer su poder económico y militar, afianzándose en el actual Magreb y sobre todo extendiendo su influencia por la Península ibérica. Con ese objeto el general Amílcar Barca fundó la "Ciudad Nueva", actual Cartagena, en 227, planteada con grandes ambiciones como base de su expansión por Hispania y para empresas más vastas. El intento de someter a los pueblos de Iberia no resultaría fácil a los púnicos, y los dos jefes de la familia Barca, Amílcar y Asdrúbal, lo pagarían con la vida.
Aníbal, hijo de Amílcar, emprendió con todo empeño la conquista de Iberia, llevando sus campañas por el interior hasta la actual Zamora. Era un jefe de excepcionales dotes y amplia visión, muy estimado por sus tropas, dedicado a preaprar el desquite con Roma y llevar la guerra con ella hasta el final, venciéndola en la misma Italia. la primera etapa de su plan consistió en organizar, adiestrar, armar y pagar un ejército, tarea difícil y de gran envergadura, a fin de imponerse en la Península ibérica, fuente de todo tipo de pertrechos, minerales, entre ellos oro y plata, y soldados de excelente reputación. Hacia el año 220 casi dos tercios de la península se hallaban más o menos bajo dominio púnico, desigualmente afianzado.
La ofensiva contra Roma comenzó en 219 con el ataque a Sagunto, próspera ciudad comercial ibérica helenizada. Sagunto estaba dentro del área de influencia cartaginesa, extendida hasta el Ebro, por los acuerdos de la anterior Guerra púnica, y por ello atacarla no debía suponer conflicto con Roma. Pero los saguntinos habían entrado por su cuenta en alianza con los romanos, y Aníbal sabía que al atacarles atacaba a su verdadero enemigo. Habría luego fuerte polémica justificativa entre romanos y púnicos sobre quiénes habían roto los pactos: parece claro que lo hicieron en esta ocasión los cartagineses, pero los romanos los habían roto antes al adueñarse de Córcega y Cerdeña.
Esperaba Aníbal que Sagunto cayera sin excesiva dificultad, pero encontró una resistencia enconada y agresiva, en la que el propio Aníbal recibió heridas graves. Los sitiados esperaron refuerzos de Roma, pero, al no llegar estos, se vieron poco a poco acorralados. El jefe cartaginés, furioso, ofrecía a sus soldados la ciudad como botín, y a quienes se rindieran condiciones apenas mejores que la esclavitud. Ante ello, un número de saguntinos optó por hacer una gran pira y arrojar a ella sus riquezas y a sí mismos, y otros se lanzaron a morir combatiendo a la desesperada. El heroísmo y el trágico fin de la ciudad conmocionó a toda la península.
Así comenzó la segunda Guerra púnica. Embajadores romanos hicieron un esfuerzo por atraerse a las tribus ibéricas más o menos sometidas o aliadas de Cartago, pero recibieron una fría respuesta: "Id a buscar aliados donde no se conozca el desastre de Sagunto; para los pueblos de Hispania, las ruinas de Sagunto serán un ejemplo tan siniestro como señalado para que nadie confíe en la lealtad o la alianza romana".
Aníbal, al no poder cruzar a Italia por mar, dominado por la escuadra enemiga, avanzó por tierra con un ejército de en torno a cien mil hombres, cartagineses, númidas, hispanos y galos. Cruzó los Pirineos, el sureste de la Galia y los Alpes en una de las marchas más célebres de la historia y extraordinariamente penosa, en la que perdió, se dice, la mitad de sus tropas. Pero una vez en Italia se atrajo a pueblos celtas y venció a los romanos en Tesino (218), y sobre todo en Trebia (finales de 218) y Trasimeno (217). Roma sufrió pérdidas muy dolorosas, pero no desmayó. Con un esfuerzo ímprobo reclutó otro gran ejército, estimado en casi 90.000 soldados, para atacar a los 50.000 mal abastecidos de Aníbal. Habida cuenta de la desproporción de fuerzas y la eficacia combativa de las legiones romanas, los cartagineses estaban destinados a la catástrofe final, pero ocurrió lo contrario. Trabado el combate en Cannas, en agosto de 216, la magistral táctica de Aníbal consiguió envolver a sus enemigos y aplastarlos en una de las batallas más sangrientas de la historia en un solo día: murieron 70.000 romanos, según Polibio, y 6.000 púnicos.
El sorprendente desenlace pudo haber sellado el destino de Roma. La ciudad conservaba sus recias murallas, pero no el ejército capaz de defenderlas. Cuando llegaron allí las noticias, "jamás fue tan acusado el pánico y la confusión", dice Livio; las mujeres llenaban las calles con clamores por sus muertos, corrían mil rumores y se realizaron sacrificios humanos para aplacar a los dioses, una práctica ya desusada en la tradición latina (en Cartago persistía la costumbre de arrojar a niños al fuego en honor de su dios principal, Baal-Hammon). No obstante, el Senado conservó la calma y, dándose cuenta de que todo dependía de las decisiones de Aníbal, aplacó los tumultos, obligó a cada cual a permanecer en su casa y trató de informarse, por medio de espías y de los supervivientes. Las noticias le tranquilizaron, pues le permitían ganar tiempo: "El cartaginés estaba asentado en Cannas traficando con el precio de los prisioneros y del resto del botín, sin la moral del vencedor ni el comportamiento de un gran general".
Y así era. En el momento decisivo, Aníbal, tan audaz hasta aquel momento, había vacilado: sus hombres estaban agotados, no había recibido refuerzos de Cartago debido a las intrigas de sus rivales en el Senado cartaginés, y las murallas de Roma le imponían respeto. Maharbal, jefe de la caballería, más lúcido, le propuso avanzar al instante sobre la urbe latina, "para que antes se enteren de que hemos llegado que de que vamos a llegar". Ante las dudas de su general dictó la célebre sentencia: "Los dioses no conceden todos sus dones a una misma persona: sabes vencer, Aníbal, pero no sabes aprovechar la victoria". El caudillo púnico llevó su indecisión hasta proclamar intenciones conciliatorias hacia su mortal enemiga, a la que intentaría asaltar años más tarde, ya en condiciones mucho peores, y en vano.
La batalla de Cannas resultó así la decisiva de aquella guerra: pudo haber abocado a la aniquilación de Roma y en cambio no impidió su supervivencia y recuperación, que Cartago había de pagar muy caras. Claro que para ello hizo falta la energía, la voluntad y la unanimidad del Senado romano, un talante muy distinto del mostrado por el Senado cartaginés. Así, la ciudad latina concentró sus últimas fuerzas en levantar un nuevo ejército recurriendo a los pocos miles de supervivientes de Cannas, a soldados muy jóvenes y a esclavos a quienes se prometió la libertad; al mismo tiempo desplegó una activa diplomacia para retener a sus aliados, muchos de los cuales la abandonaban.
Aníbal se retiró al sur de Italia y adoptó una estrategia de largo plazo, buscando aislar a su enemiga cortando su abastecimiento, devastando sus tierras y privándola de aliados por la diplomacia o la fuerza. Una apuesta peligrosa, debido a su propia dependencia de suministros lejanos y al sabotaje de sus adversarios en Cartago, donde su gran rival Hannón respondía con una envenenada argucia a sus peticiones de auxilios: "Si Aníbal es vencedor, no los necesita; si es vencido, no los merece". Desde el asedio de Sagunto hasta Cannas habían pasado tres años cuajados de victorias, pero ahora la contienda iba a volverse lenta y pesada frente a un enemigo resuelto que a su vez buscaba tenazmente aislarle a él. En difícil situación los dos bandos, se agotaban en una pugna interminable.
****
Consciente del valor de Iberia como base cartaginesa, el Senado romano había enviado allí en 218 a los hermanos Publio y Cneo Cornelio Escipión con importantes fuerzas, a fin de cortar los refuerzos a Aníbal. Los romanos habían infligido reveses a los púnicos, pero en 211, a los ocho años de comenzada la contienda y a los cinco de Cannas, fueron vencidos y muertos por Asdrúbal, hermano de Aníbal. Y en este punto entraría en escena un joven general de la talla de Aníbal, Publio Cornelio Escipión, hijo y sobrino de los derrotados en Hispania y que acudió a Tarragona para enderezar el curso bélico. Pues en Hispania, no en Italia, donde la lucha se alargaba sin vencedor claro, iba a dirimirse la magna contienda.
El joven Escipión desembarcó en Tarragona y dedicó los meses siguientes a dar moral y reorganizar a sus tropas, y a informarse minuciosamente sobre las posiciones e intenciones de sus enemigos. Averiguó que estos disponían de tres ejércitos muy separados territorialmente, aunque susceptibles de concentrar sus fuerzas en poco tiempo, y que sus jefes rivalizaban entre sí y disgustaban a los pueblos hispanos con sus exigencias. Entonces concibió el osado plan de tomar la lejana Cartago Nova, principal base cartaginesa, arsenal, almacén del tesoro y centro de la relación marítima con la metrópoli púnica. La plaza estaba bien amurallada pero entonces mal guarnecida, pues nadie imaginaba una empresa tan audaz. A marchas forzadas, Escipión llegó a la ciudad y la tomó con ardides ingeniosos antes de que los ejércitos enemigos pudieran ayudarla. Al mismo tiempo se atrajo a varios pueblos celtíberos, entre ellos a la populosa tribu ilergete mandada por los caudillos Indíbil y Mandonio, antes aliados de Cartago.
La caída de Cartago Nova, en 209, dio un vuelco a la situación en Hispania, pero los tres ejércitos cartagineses seguían incólumes. Al año siguiente, Escipión marchó sobre la Bética para atacar a Asdrúbal, sin dar tiempo a que se reunieran con él los otros generales púnicos, y lo derrotó en Bécula, en la primavera del 208 quedando dueño de gran parte del sur de la península. En cambio no pudo impedir la huida de Asdrúbal, el cual, con el grueso de sus tropas, subió rápidamente hacia las actuales Navarra y Guipúzcoa y, reclutando de paso a numerosos vascones, marchó hacia Italia por el sur de las Galias. Su reunión con Aníbal, aportando tan cuantiosos refuerzos, habría exacerbado de nuevo el peligro para Roma, pero esta consiguió impedirlo al vencer a Asdrúbal ya en Italia, junto al río Metauro. La cabeza cortada del jefe púnico fue lanzada al campamento de su hermano Aníbal, para desmoralizar a sus tropas.
Continuaban en Hispania dos ejércitos cartagineses con refuerzos llegados de África, pero Escipión los desbarató el año 206, esta vez en Ilipa, quizá cerca de la actual Carmona: Hispania dejó de ser una fuente de abastecimiento para Aníbal o Cartago, y toda la parte mediterránea o ibérica, más algunas tierras celtíberas, quedaban bajo el control de Roma. Escipión fundó a Tarragona como ciudad y también a Itálica, cerca de la actual Sevilla, poblándola con veteranos de las legiones.
Faltaba el golpe de gracia al imperio cartaginés. Escipión pudo haberlo intentado en Italia, pero prefirió hacerlo en la misma África, desembarcando osadamente cerca de Cartago. Con ello obligaba a Aníbal a volver a África, librando a Roma de su peligrosa presión, aunque se arriesgaba a sufrir él mismo una derrota fatal. Por fin venció también al gran cartaginés el año 202, en Zama y se ganó el apodo de El Africano.
Terminaba así la Segunda guerra púnica, tras diecisiete años de empeñadísima pugna, que "tuvo tantas alternativas y su resultado fue tan incierto que corrieron mayor peligro los que vencieron", señala Tito Livio. Roma quedaba dueña del Mediterráneo occidental y, continuando su impulso, proyectó enseguida su poderío sobre el Mediterráneo oriental, imponiéndose a Macedonia y a Siria. En esta última campaña El Africano volvería a desempeñar un papel clave.
Esta guerra, dice Tito Livio fue "la más memorable de cuantas se llevaron jamás a cabo", y no exagera: veintiséis años después de haber estado a punto de perecer en Cannas, la ciudad del Lacio ostentaba la hegemonía en todo el Mediterráneo, cuyas orillas llegaría a dominar por completo, situación política y estratégica nunca antes conocida y que jamás se repetiría. Pero la proyección de esa guerra alcanza mucho más de lo que pudieron imaginar Livio o sus contemporáneos. Si el gran designio de Aníbal hubiera tenido éxito –y muy cerca de él estuvo–, el imperio romano nunca habría llegado a existir, con todo lo que ello ha supuesto para la historia de Occidente. Muy distinta habría sido la evolución cultural y política europea, y quizá Europa no habría llegado a conformarse, muchos siglos después, como centro o eje de la evolución mundial. Por lo que nos atañe, la segunda mitad del siglo III antes de Cristo no es una época más en la historia. En cierto modo nació entonces la civilización comúnmente llamada occidental y su acta de nacimiento fue precisamente aquella guerra.
La derrota de Cartago orientó la historia posterior de Hispania. Si alguna guerra ha habido decisiva, una auténtica guerra del destino, para España y para Europa, ha sido esta, cuyos efectos llegan con plena fuerza hasta hoy. Sin ella Hispania habría entrado en la órbita afro-oriental, no tendríamos la cultura que tenemos ni el idioma que hablamos, el cristianismo habría sido erradicado por la posterior invasión musulmana, como en el norte de África, y no habrían sido posibles procesos como la Reconquista. España, propiamente hablando, no habría llegado a existir, y la historia de Iberia se habría parecido más, con toda probabilidad, a la de los Balcanes.
Dado el éxito del Día Mundial de la Mujer Trabajadora, se ampliará hasta el 31 de diciembre de este año.