El mal estado del camino hasta San Matías, en la frontera oriental de Bolivia con Brasil, nos obligó a virar hacia el sur en nuestro viaje por los Llanos del Departamento de Santa Cruz. En vista de las penalidades sufridas entre Santa Cruz de la Sierra y San Javier de Velasco no era aconsejable regresar siguiendo el mismo camino. Nuestra única esperanza era llegar a San José de Chuiquitos, capital de la Chuiquitania, y abordar allí el tren que procedente de la brasileira ciudad de Corumbá se dirige a la capital departamental. El camino, por suerte era cuesta abajo y presentaba un estado bastante transitable debido a que el terreno era menos permeable que los que habíamos dejado atrás. A San José llegamos a la hora de comer y lo hicimos en una fonda en la que pudimos descabezar un sueño en el corralón porticado que tenía justo a la entrada. El tren de Corumbá no llegaba hasta media noche.
Después de una siesta reparadora hicimos caso a la señora de la fonda y fuimos a conocer lo que queda de la primera fundación de la ciudad de Santa Cruz de la Sierra por el conquistador extremeño Ñuflo de Chávez después de llegar a los llanos chiquitanos el 26 de febrero de 1561. El nombre que le dio fue el de su tierra natal. Veinte años más tarde, el gobernador Lorenzo Suárez Figueroa recibió la orden de trasladar la nueva ciudad hacia el oeste para defenderla de los fieros ataques de los indios chiriguanos y también para tener un control más eficaz sobre sus inquietos habitantes. Por esta razón Santa Cruz es conocida como la ciudad errante. La verdad es que pronto se nos acabó la diversión porque allí queda muy poquito más que el sitio.
Vueltos a San José mi contraparte, su sobrino y el chofer se dispusieron a realizar los trámites en la estación del ferrocarril para contratar los servicios de una plataforma en la que transportar la movilidad y asegurarla con las cuerdas que adquirieron en un comercio. Mi compañera y yo nos quedamos en la fonda tomando un matesito de coca y matando el tiempo con una partida de cartas con la dueña de la fonda. Fue entonces cuando sentí que perdía la visión repentinamente. Mi hipocondría irredimible me llevó a encontrar la explicación en la herida en el pie que me hice buscando palmas para calzar la movilidad atascada poco después de abandonar el curichi en el quedamos atrapados toda una noche. Nos habían recomendado no beber agua de los pauros que encontráramos por el camino a pesar de la sed que estuviéramos pasando. El peligro de hacerlo era sufrir una peligrosa y pertinaz amebiasis. Yo no había bebido agua pero sí me había herido en una zona pantanosa y por ahí me había agarrado la temida amebiasis. La dueña de la fonda me recomendó que fuera al hospital ferroviario que había cerca de la estación y a ella me fui solo. Sonia no le dio importancia porque como médica que era estaba convencida de que todo era psicológico.
Carmelo Flores, el sanitario del hospital me puso una dosis de suero antetánico y de repente me preguntó a bocajarro:
-¿Usted cree?
Juro que lo que menos podía esperar era una pregunta así y, con el fin de no complicar las cosas le dije que sí.
-Me lo temía, comentó con cierta sorna Carmelo Flores. Y continuó sin dejar que me repusiera de la sorpresa:
-Tengo la obligación de informarle que nosotros no procedemos de los Monos ni del barro sino que estamos aquí porque procedemos de los astronautas.
Por un momento pensé que me hablaba de los antepasados de los habitantes de aquel pueblo perdido en la selva chiquitana, pero no, Carmelo Flores quería decir que él y yo y todo el género humano teníamos nuestro origen en los seres de otros planetas. En una de sus muchas exploraciones cósmicas hubo algunos que se extraviaron en el espacio y lograron llegar a la tierra y se vieron obligados a iniciar desde cero el mismo proceso que les había llevado a alcanzar el progreso que en su planeta habían logrado.
-Recién ahora, afirmó Carmelo Flores envalentonado por mi mutismo, es que estamos consiguiendo algunos de los grandes adelantos de los que ellos disfrutaron miles de años antes de su naufragio. Si no te importa, ahorita, cuando venga mi compañero para hacer el turno de noche, te llevo a mi casa. Allí te voy a enseñar los libros en los que se demuestra lo que acabo de decirte, dijo abandonando el usteo para pasar sin transición al tuteo. Lo demás no son más que cuentos infantiles que nos contaron los misioneros jesuitas que nos adoctrinaron hace ya cuatro siglos.
Hecho el relevo, nos disponíamos a subir a su motocicleta para ir al cercano pueblo cuando ví aparecer entre las sombras la figura de Sonia. Cuando se acercó pude leer en su rostro la preocupación que parecía haber tenido por mi tardanza en regresar. El sanitario se deshizo en atenciones con Sonia y muy cortésmente se ofreció a llevarla a ella antes que a mí. Y se perdieron entre la bruma. Cuando dejó de oírse el metálico sonido de la movilidad me dije que lo mejor era volver caminando hasta el pueblo con lo que si el sanitario volvía me cruzaría con él y así ahorraría tiempo. No fue así y me dio tiempo de llegar hasta la fonda, le pregunté a la dueña y me dijo que aun no habían llegado. Esperé, pero inútilmente. La ansiedad iba subiendo grados y en pocos minutos ya estaba imaginándome todo tipo de desgracias, que habrían tenido un accidente en la moto, que la moto se había descacharrado, que el sanitario había raptado a Sonia que tal vez la estuviera violando. No me llegaba la camisa al cuerpo. Las preocupaciones por mi supuesta enfermedad habían dejado paso a otras, éstas mucho más acuciantes. ¿Cómo puede dejar a Sonia con ese loco de Carmelo, porque ahora lo veía aun más claro, Carmelo era un loco, un violador tal vez. De repente alguien me puso una mano en el hombro al tiempo que oía:
-¿Pero donde te metés? Tres veces he hecho el camino de la estación al pueblo y no te encontré.
-¿Dónde está mi esposa?
-En mi casa, ¿no te dije que era allí donde iríamos a enseñarte mis libros?
En casa de Carmelo Flores nos esperaban su mujer y Sonia sentadas en un abigarrado zaguán que parecía hacer de sala de visitas y también de dormitorio. Silvería, la tercera esposa de Carmelo como luego supe, me saludó con una mirada ausente. La cara de Sonia mostraba que la preocupación por mí estaba dando paso a un malestar de esos en los que caen las mujeres y que tan dificultosamente podemos gestionar con una mínima eficacia. Poco después llegó un amigo de Carmelo que él nos presentó como Cecilio Monteagudo dejando entrever que su visita le había chafado el plan de demostrarme el origen cósmico de la humanidad. En su lugar tuvimos que oír la narración de las andanzas por Sao Paulo de Cecilio Monteagudo con una amante bastantes años mayor que él dedicados a un negocio que él nunca entendió. A él le bastaba según decía con conocer el ancho mundo y hacer el amor con Ceomar de Oliveira, que así se llamaba su amiga y compañera, hasta que un día, pelo sim e pelo nao, así dijo, lo abandonó sin más explicaciones y tuvo que regresar a San José.
La tarde iba cayendo y la tertulia dejando de tener sentido si es que alguna vez lo tuvo. Así que en un receso de la conversa dije que había que regresar a la fonda para recoger el equipaje para ir a la estación a esperar la llegada del tren de Corumbá. Pero el tren, debido al fuerte surazo que estaba azotando la región no llegó hasta las tres de la mañana. Por fin nos encontrábamos instalados en nuestros duros asientos de madera. Carmelo Flores y Cecilio Monteagudo, que habían subido con nosotros para despedirse a bordo del tren nos abrazaron efusivamente y descendieron para situarse bajo nuestra ventanilla. Cuando el tres se puso en marcha, por fin, y me atreví a mirar a Sonia presentía con claridad que me siba a ser casi imposible disolver su fastidio y que tardaría mucho tiempo en romper la fría y dura máscara con la que había revestido su rostro, preparado sin duda para rechazar mis previsibles ataques, dirigidos a poner en marcha la averiada comunicación de la que siempre habíamos disfrutado.
El viaje se nos hizo muy largo. Y muy incómodo, no sólo físicamente. El tren resoplaba como falto de fuerza para avanzar contra el fuerte viento que lo azotaba. A las siete de la mañana llegamos a la estación de Santa Cruz de la Sierra y acudimos prestos a encontrarnos con el resto de la expedición ya que ellos habían tomado la decisión de viajar dentro de la movilidad con el fin de evitar lo que ellos sabían que podía suceder. Nos contaron que pasaron una noche infernal pero no de calor sino de frió. La plataforma se había ido llenando de polizones en cada una de sus muchas paradas. El frío que traía el viento del sur era tan insoportable que los polizones intentaron forzar las puertas de la movilidad para entrar en ella. Hasta trataron de romper los vidrios de las puertas. Si no lo consiguieron fue porque el sobrino de mi contraparte y el chofer llevaban armas de fuego. Pensaba que tendrían oportunidad de cazar algún pejichi durante el viaje.
El viaje circular por los Llanos había terminado al cumplirse una semana de nuestra salida del origen y destino del mismo: la más brasileira que boliviana ciudad de Santa Cruz de la Sierra.
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