Revisando mis apuntes de un seminario impartido por el doctor Juan Luis Vermal en la UIB sobre Kierkegaard (otoño del 2000), me he encontrado con unas interesantes reflexiones del pensador danés sobre la mujer (en estos apuntes no distinguí entre lo que pertenecía textualmente a Sören Kierkegaard y mis añadidos, de modo que aunque no entrecomille nada, lo más probable es que aparezca más de una frase propia de este filósofo). El seminario se realizó a partir de una obra concreta, la fabulosa La enfermedad mortal, aunque por mi cuenta fui leyendo o releyendo otras obras de Kierkegaard, como son Temor y temblor, El concepto de la angustia, La repetición, In vino veritas, su Diario íntimo, Diario de un seductor, Mi punto de vista o Las obras del amor.
Según Kierkegaard, gracias a la mujer, costilla del hombre en la tradición cristiana, aparece la idealidad en la vida del hombre, pues es su gran figura inspiradora, su musa, su referente suprasensible, lo que lo separa de sí mismo y lo lanza hacia la otredad. De esa escisión brota un poder creativo que se expande a muchos niveles. Sin embargo, en este razonamiento se apunta que para que se dé dicho poder creativo debe mantenerse una distancia con respecto a la mujer; ésta sólo puede hacer que el hombre sea creador cuando mantiene con ella una relación exterior, sin posible reciprocidad. La relación tiende a ser negativa, en el sentido de mantenerse siempre esa distancia creadora, esa tensión crispada. Y es que todo lo bueno que hay en el hombre es hijo del dolor. Como señalaba el Talmud, en frase muy celebrada por Kafka: el hombre es como las aceitunas; da lo mejor de sí cuando se lo tritura.
Más adelante, Kierkegaard profundiza en la naturaleza espectral de la mujer, pues ésta encierra en sí a todas las mujeres, es un océano de fantasmagorías en perpetuo devenir, en un cambio presidido por la seducción. Su ser es un enigma que enciende al hombre y lo conduce a la reflexión. Su fuerza mortífera reside en los efectos que provoca en la mente del hombre. La mujer es, en definitiva, la prueba a la que la vida somete al hombre. La mujer es sueño y, como señala el Eclesiastés, más amarga que la propia muerte.
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