Una tarde, a principios de 1969, mi padre irrumpió en la habitación donde yo estudiaba y me hizo una rara proposición:
-¿Te vienes a una conferencia?
-¿Sobre qué…?
- Supongo que sobre novelillas policíacas, porque la da un autor de Tomelloso que acaba de publicar una.
-¿Quién?
- García Pavón, se llama. Es amigo de Demetrio, el veterinario de Criptana, y vamos a ir los dos a escucharle. Si quieres, puedes venir con nosotros…
La conferencia fue en el Casino y, al terminar, Demetrio nos presentó a Francisco García Pavón. Me llamó la atención el brillo de su calva y el filo de su nariz. Y los labios de fumador impenitente, como confirmaban índice y corazón de su fina, venosa mano izquierda. Al día siguiente, en la librería Aspa, compré “El reinado de Witiza”, planeada por el autor durante un viaje nocturno en tren entre Madrid y Alicante, como él mismo nos explicó durante su entretenida charla. Así también supe que don Lotario no es, en absoluto y aunque pueda parecerlo, un trasunto manchego de Watson. Don Lotario, o la persona en la que se inspira, existió. Y era veterinario, como Demetrio y mi padre. Por otra parte, al autor le vino muy bien su total disposición temporal en un momento histórico en el que desaparecen las caballerías del campo y los veterinarios manchegos, sobre todo los de La Mancha vitícola, se quedan sin mucho que hacer. Algo parecido le sucedió al amigo Demetrio, si bien éste decidió montar una joyería en lugar de vivir aventuras policiales.
Holmes y Plinio (Manuel González, jefe de la GMT, Guardia Municipal de Tomelloso) tienen escasos parecidos, en mi opinión. También, no crean, en la de don Lotario que, en “Una semana de lluvia” afirma, muy convencido: Te conozco, bacalao, y es que tú no eres un hombre racional (…). Tú eres intuitivo y palpitero, pero de lógica cartesiana, ni pum (…). Tú te guías más por el hocico. Si lo sabré yo. De Sherlock Holmes, nada. Tú, sabueso puro. Creo, no obstante, que es posible rescatar tres importantes similitudes entre las dos cimas del oficio detectivesco, a saber: su desafección a la policía oficial, su horror al aburrimiento y su congénita, cenital misoginia.
Plinio, aunque sea funcionario público, jamás dice de sí mismo que es policía: guardia municipal, y a mucha honra. Es más, sus continuos roces con los miembros de la Comisaría de Policía de Alcázar de San Juan, personificados por el inspector Mansilla (Atiza, Manuel: la secreta, le dice en una ocasión don Lotario al verle aparecer), recuerdan en todo a las poco amigables charlas de Holmes con Lestrade, Hopkins o Gregson, ineficaces miembros de Scotland Yard. Al final, claro, unos resuelven los casos y otros, los oficiales, se llevan las medallas.
Si Holmes vencía el aburrimiento con soluciones de morfina al 7%, Plinio lo intenta tomando una cerveza en el Casino de San Fernando, un chato en el bar Lovi o unos buñuelos mañaneros en ca Rocío. Únicamente los casos, la acción, son capaces de sacarlos de la improductiva modorra melancólica a la que conducen la igualdad de los días, la londinense niebla o el cielo gris gordo de un junio tormentoso en Tomelloso. Sólo que Holmes, educado y elitista sportman, masculla un Come, Watson, come! The game is afoot! mientras el manchego musita, como mucho, Avise usted a don Lotario, a ver si nos lleva en su coche y nos ahorramos el paseo…. Pero su corazón le dice que está ante un “caso gordo”, de los de verdad.
Al socaire de la corrección política, Plinio y Holmes son dos misóginos convencidos y consecuentes. Por ejemplo, al inicio de “El reinado de Witiza” sentencia el jefe de la GMT:
—¡Puñeteras mujeres! —exclamó Plinio.
—Nunca sé de qué tienen hecha la cabeza —dijo el Faraón.
—Ni cabeza ni na —siguió Plinio—, son ingle sola.
Sin embargo, para ambos (y esta es, claro está, otra radiante coincidencia) existe la mujer. Aquella por la que se puede dejar todo. Aquella que es el infinito y la nada. Aquella que nubla los pasos e ilumina los sueños. La mujer. Irene Adler para Holmes; para Plinio, Gregoria. Su mujer. La que duerme con él aunque no le prepare el café con leche mañanero. La madre de su adorada hija Alfonsa.
Pero ahí acaban los parecidos. La diferencia, la enorme diferencia si hacemos excepción de la que señalaba anteriormente don Lotario, es el esprit de ambos investigadores. Holmes es elitista, exquisito, refinado rayando en lo cursi, culto hasta la pedantería. Habita una torre de diamante donde no llegan ni el humo ni el polvo. Nada existe fuera de sus propias investigaciones y pesquisas. Plinio, Manuel González, es, sin embargo, una mera excusa. Una casi diminuta referencia espacial. Poco más que un majano, útil para señalar una dirección o una quintería invisible en el mapa. Porque lo que a su autor le interesa no es tanto el intríngulis detectivesco como la socarrona descripción de lo manchego y de los manchegos. Y, eso sí, dejar constancia de lo que pasa alrededor. De todo (o casi todo) lo que pasa. ¿Se imaginan a Holmes diciendo, por ejemplo: la primera cosa que hay que hacer, palabra, antes de la reforma agraria, la nacionalización de la banca o la investigación de los capitales robados, de verdad, lo primero que hay que hacer, te lo digo sin reservas, créeme, es desentontecer España. Ese es el primer punto del programa…? Esto está escrito en el año 1971. Pero, un año antes y en “Las hermanas coloradas”, Plinio sentenciaba: La guerra no produjo un millón de muertos. Dejó un millón de enterrados y nadie sabe cuántos millones de muertos andando, agonizantes o sin hombre dentro. Afortunadamente, se trataba sólo de una novelilla policíaca. Así, al menos, las calificó mi padre al invitarme a la conferencia.
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