Su verdadera afición por las peleas de gallos se desató con fuerza cuando empezaba a ir mal la tienda de paños y mercería que regentaba en una calle lúgubre del casco antiguo de la ciudad con su mujer, una rolliza y animosa pueblerina de antiguos y ya rancios posibles que enseguida se encargó de las apuestas, de sisar los cuartos cuando no se daban cuenta a los jugadores novatos y de subastar sus dudosos favores sexuales a los veteranos con más imaginación.
Fue entonces cuando pensó en darle un uso más útil a la trastienda desvencijada donde almacenaba un género áspero y chillón pasado de moda, un pequeño alambique ya en desuso del que no llegó a sacar nunca más que unas cuantas botellas de ginebra peleona pero que le curaba las encías y un resto arrumbado de esperanza, oxidado por su falta de generosidad y clientela. Montó el cuadrilátero con tablones publicitarios robados a la caja del motocarro que usaba el chamarilero del barrio vecino, dejándolo reducido a un grotesco cabriolé. Preside el endeble tinglado un cartel de Nitrato de Chile manchado por un artista local pariente del concejal de cultura, que fue distraído del museo de la ciudad por el ordenanza que hace las veces de portero en las peleas de fin de semana, las más concurridas y rentables. Completa el escenario un amplio arnés de cartón colgado de la pared frontal con vistosas chinchetas de colores y sobre el que se despliega como una araña digna una vieja toquilla negra de macramé hecha de ganchillo, la cual hace pasar como un mantón de Manila orgullo de la familia ante los parroquianos más pánfilos. Uno de éstos le aconsejo la necesidad de contar con un logotipo que diera una imagen moderna al incipiente negocio, para lo que eligió un pequeño marco de madera en el que se incrustan simétricos y en dos sobrias filas los cinco aros olímpicos, hechos con bocas de condones pintados a mano, aprovechando la moda reciente de ver los Juegos por televisión.
El primero de los propietarios de los gallos que hoy luchan es un organillero ambulante y malencarado que responde al apodo de El Cuervo, tanto por su aspecto hosco que acentúa una nariz ganchuda y huésped como por sus respuestas secas como trallazos a cualquiera que le incomode y la voracidad que muestra al azuzar a los animales en plena pelea. Va tocado con un extraño sombrero puntiagudo, más cerca del gorro de dormir que del tocado frigio o del bonete propio de un juglar, consiguiendo un efecto tan anacrónico como eficaz para su propósito de distraer al rival cuando arma con alcohol y azufre los espolones metálicos de su gallo. Para completar la maniobra lleva siempre sobre el hombro un mono pequeño, pacífico y de cara agria que es el primogénito de la decimoquinta generación de una famosa dinastía de congéneres tan hábiles en proezas circenses como en juegos de mesa. El animalito de El Cuervo, por nombre Vladimir en honor de la remota infancia como niño de Rusia de su dueño, fue enseñado a jugar al dominó en parejas, rara y admirada especialidad muy popular, por su amaestrador, Tortiev, una leyenda de esos circos humildes y en miniatura que, procedentes del Este de Europa, se instalan todos los inviernos en la ciudad, en solares de cochambre rotos de charcos y corroídos de olvido por las autoridades municipales.
El maestro Tortiev había ascendido en su larga carrera desde la pionera doma de pulgas a adiestrar animales de soledad y brasero como chihuahuas, gatos, hámsters, caracoles y urracas, y completaba su vocación con la de presentador y cartel publicitario del circo, para lo que cuidaba su imagen con un gesto presumido que era la única concesión al lujo que su nostalgia le permitía: en cada sesión se pintaba la pupila de su ojo de cristal con un color fosforescente que hacía juego con el momento del día en que se celebraba, fuese matiné, de tarde-noche o golfa. Estaba casado y formaba pareja artística con una enana trapecista y gimnasta que, vestida con un traje ajado de lentejuelas de muñeca y armada con una mirada bizca y descarada, dominaba tanto los aparatos -anillas, barra fija y paralelas, plinto bajo, potro recortado y tarima- como las suertes del oficio, desde el doble volantín sin red al giro vertiginoso de su cuerpo al desdoblarse la cuerda enrollada de la que colgaba sujeta por la boca, causando desde su audacia y columpio de juguete un estupor libre de toda compasión en el público.
(Continuará)
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