Empleó un afán indómito en conseguirlo. Eligió el oficio de mecánico porque veía en la rutina, procesos, herramientas y repetición de gestos propios de ese trabajo una garantía del rigor y sobriedad necesarios para triunfar sobre el tiempo. Regenta un taller cuya propiedad no sólo le ahorra la incertidumbre de la renta y del genio de un patrón, sino tener que negociar las condiciones periódicamente y, con ellas, la variación de un estado que anhela inmutable. No admite encargos cuyo ritmo de reparación y plazo de entrega al cliente no pueda decidir él ni cobra importes superiores a su austera capacidad de gasto, prefiriendo con frecuencia pagos en especie para no tener que salir al mercado. Se aplica con devoción en el arreglo de motores, frenos, sean mecánicos, hidráulicos o servo, rectificado de culatas, reglaje de válvulas, ajuste de carburación y encendido, alineamiento de dirección, enderezando ejes y palieres, puliendo rodamientos, colocando manguitos y husillos de bolas, haciendo laminados y engrases, reparando sistemas de refrigeración e inyección, compresores, calderines, tornos y fresadoras, sustituyendo correas, suspensiones, cajas de cambios, transmisiones, engranajes, cremalleras, ventiladores, muelles de gas, reductores y alternadores.
El garajista ama las descripciones exhaustivas pero satisfacerlo con un catálogo más amplio de sus maniobras y reparaciones sería quitarle parte del control (y de la gloria secreta) al que aspira. Piensa que el inventario detallado y completo de sus operaciones y elementos de su taller es la mejor garantía de que no le suceda nada. Ningún suceso inesperado es su obsesión. Trabaja con una precisión que excluye todo recurso al azar, su gran enemigo en la demolición del tiempo. La trivialidad de sus gestos y la tenacidad de su trabajo le salvan de un peligroso aburrimiento que podría abrirle el abismo de la memoria o la esperanza.
Su rasgo distintivo es la neutralidad. Una neutralidad tan plana y discreta que evita la calificación de exquisita por considerarla un estado tendencioso y efímero. La alimenta cuidadosamente, con distancia y desconfianza a partes iguales. Su propósito es evitar interferencias externas o raptos emocionales en su gran proyecto vital de abolir el tiempo. La abolición consiste en desmenuzarlo en momentos idénticos y repetitivos cuyo único nexo entre sí sea el ritmo que la actividad de su oficio le impone. Tan sucesivamente idénticos que sean intercambiables y le aseguren vivir el año próximo como si fuera el pasado, haciendo inútil el recuerdo al ser indistinguibles. Aspira a que los acontecimientos se sucedan sin historia que los una, anulándose mutuamente en su perfección lineal.
Por supuesto, no celebra aniversarios, fiestas, casamientos ni días feriados; no se duele de ciclones, catástrofes, muertes ni desgracias; no participa en conmemoraciones patrias, fastos locales o verbenas de vecindad. No admite excepciones en la monotonía con que ha condenado al tiempo a cadena perpetua. En su lugar, se concentra en pequeñas ceremonias de interior, escondidas con vergüenza en el ritmo constante de sus maniobras mecánicas. Una liturgia monoteísta desprovista de cualquier solemnidad y practicada con la humildad de un zapatero remendón pero al servicio de una gran empresa. Cree que cualquier alteración en la rutina -que identifica con la felicidad-, como la producida por una sencilla visita, una inundación, un nacimiento o una muerte, no es más que un accidente pasajero que su constancia y método sabrán anular cuando aparezca.
Muestra una tendencia lógica por el desorden más absoluto, un caos de grasa, piezas y horas, buscado concienzudamente para evitar que el orden le civilice y distraiga del asesinato. Sin embargo, en su taller hay un único espacio limpio y despejado de trastos, un lienzo de pared que reservó hace años para la sorpresa, cuando descubrió que sólo la convivencia con ella podría domesticarla e impedir su asalto al fortín de la indiferencia que con tanto empeño construye. En ese hueco ha colgado un cartel que le regalo un extranjero en pago por un equilibrado de ruedas. El brazo que desciende, dirigido de reojo por la mirada de la barbilla, le parece contradictorio: por un lado representa la pérdida de tiempo que tanto desea pero también el desmayo, la languidez que tanto combate. En su misma indeterminación y en el absurdo (tan idéntico a su proyecto) de que una figura así destaque en su taller está la atracción que siente por ella.
Sin embargo y con el tiempo se da cuenta de que su vieja máxima de hacer invisible lo exterior, intentando dominarlo al importar en su garaje enemigos como el cartel, sólo servirá a su proyecto si se hace invisible a sí mismo, si anula su conciencia de los sucesos externos que pretendía abolir al ignorarlos o adoptarlos, si renuncia a ese fatuo dominio del tiempo que pretende. Si renuncia a que su vida tenga historia y, por tanto, desenlace, como este mismo cuento.
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Fe de imágenes:
1. Pierrot Men: Le garagiste, Manakara, 1997.
2. Bruce Nauman: From hand to Mouth, 1967.
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