La obra de Jorge Luis Borges (Buenos Aires, 1899 - Ginebra, 1986) es una tupida trama de versos, metáforas y relatos en la que determinados temas recurrentes y referencias cruzadas permiten al lector saltar de un poema a un cuento, y de éste a un breve ensayo, como si se tratase de hipervínculos invisibles, de túneles en la madriguera del conejo carroliano, de atajos en un laberinto de palabras.
Sus Obras completas, que han editado sin la debida pulcritud ortográfica María Kodama y Emecé Editores, S.A., según reza la impresión, recogen poemarios (Fervor de Buenos Aires, el primero, es de 1923; Los Conjurados, que cierra la recopilación, del 85), breves monografías sobre Kafka, Whitman, Flaubert, Quevedo, el Quijote -más que Cervantes- o Martín Fierro, algunas disquisiciones filosóficas, más perplejas que iluminadoras, juguetes menores -como algunas canciones para guitarra- y una notable colección de cuentos breves. Son estos últimos, en mi opinión, los que hacen de Borges una figura gigantesca en la literatura del siglo XX; también, aquella vaga y misteriosa unidad temática que he mencionado, la repetición de determinadas situaciones en diferentes contextos y otras simetrías marginales que hacen percibir al lector que siempre se encuentra en diferentes capítulos de una única obra, prolongada minuciosamente durante más de sesenta años.
El laberinto, los espejos, los tigres considerados animales mitológicos, la muerte, la redención debida a un único acto, palabras y sentencias que el argentino veía como objetos terminados más que como partes de un discurso (1). Esa enumeración incompleta de elementos disímiles recoge algunas de las obsesiones del autor. Su capacidad para hilvanarlas en historias muy diferentes, su abrumador manejo del idioma y una cultura literaria exhaustiva (que va desde los textos clásicos hasta la obra poética de todos sus contemporáneos, pasando por toda la literatura religiosa, los primeros textos del inglés antiguo, del islandés, o la Divina comedia) son, a mi juicio, los tres rasgos más destacados de la obra en prosa de Borges, en la que en ocasiones resulta difícil saber si nos muestra un cuento imaginado por el autor, la reelaboración de una leyenda de origen desconocido o la narración precisa de un hecho real.
2. El relato
La casa de Asterión pertenece a una de sus colecciones de cuentos más célebre, El Aleph, de 1949. La trama es de una simplicidad absoluta: narra, en cinco párrafos y un par de frases, la historia del Minotauro en el laberinto de Creta que Dédalo construyera para su reclusión. Se trata de un capítulo conocido de las mitologías griega y romana, cuyos antecedentes no figuran en el breve cuento de Borges y, por tanto, pueden ser obviados.
La principal novedad sobre el relato clásico reside en que Borges hace hablar al Minotauro en primera persona, en un juego de simetría que culminará en las dos líneas finales (sobre las que habré de volver más adelante), cuando el enfoque se traslade a Teseo y Ariadna, 'héroes' tradicionales del mito, antagonistas del narrador en esta versión así deformada. 'Asterión' fue llamado el Minotauro en dos textos griegos: por Pausanias de Lidia en el libro II de su Descripción de Grecia y, sobre todo, en la Biblioteca erróneamente atribuida a Apolodoro de Atenas, que es la obra citada por Borges al inicio del cuento (2). Sea como fuere, y dado lo poco conocido de ese nombre propio, parece que Borges quiera jugar con el misterio de su personaje, ya que a lo largo del relato proporciona diferentes pistas acerca del protagonista, pero, al igual que sucede en las novelas policiales, su identidad no resulta evidente hasta el final.
Los habituales entretenimientos eruditos del autor aparecen incluso en un texto tan breve como el que comentamos. No han pasado bajo los ojos más de tres o cuatro líneas cuando hemos de saltar hasta una nota a pie de página que nos aclara que 'el original dice catorce, pero sobran motivos...', &c. Ese 'original', por supuesto, no existe. Como en El inmortal, o en tantos otros relatos suyos, Borges retoma la inveterada tradición del 'texto encontrado' como mecanismo que proporcione credibilidad a la historia que cuenta -aunque en este caso la sutileza se reduce a esa única palabra, 'original'.
La referencia al número catorce como sinónimo de infinito, que aparece por primera vez en la mentada nota al pie, pero se repite más adelante, parece enlazar con la tradición legendaria: siete doncellas y siete jóvenes varones debían ser entregados por Atenas a Creta cada nueve años, en pago de no sé qué derrota bélica, para su abandono en el laberinto, en la casa de Asterión. Sin embargo, en el último de los párrafos en los que habla el protagonista, Borges le hace decir: 'Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal'. Ignoro si se trata de un error del autor o si esa repetida alusión al catorce/infinito responde a otro mecanismo; dice Borges en El informe de Brodie (1970): 'He hablado de la reina y del rey; paso ahora a los hechiceros. He escrito que son cuatro: este número es el mayor que abarca su aritmética. Cuentan con los dedos uno, dos, tres, cuatro, muchos; el infinito empieza en el pulgar.' Así, puede suceder que la sinonimia entre infinito y catorce fuera debida simplemente al azar y no al número de víctimas atenienses, que el argentino creyó nueve.
El carácter del personaje central llega al lector a través de esos cinco párrafos de monólogo. Oscila entre la nobleza impostada ('No en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo aunque mi modestia lo quiera'), la realidad, más o menos obvia, de que todos somos irrepetibles ('El hecho es que soy único') y una simpleza irreductible, de bestia, que a ratos se sobrepone a sí misma no sin presunción ('Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer') y en otros momentos aflora con sinceridad ('Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. (...) A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.') Esa complejidad del protagonista consigue que el lector sienta afecto y curiosidad por un personaje que hasta ese momento, tanto en el imaginario mitológico como en los bestiarios medievales, apenas pasó de un monstruo secundario y poco favorecedor de la empatía.
Como en un soneto culteranista, las alusiones y referencias son catorce, son infinitas. Sólo en el último de los cinco párrafos que constituyen el grueso de la narración encontramos:
-las muy varias resonancias religiosas de 'para que yo los libere de todo mal',
-una cita casi literal al Libro de Job, 19, 25:
'Yo sé que mi Defensor está vivo
y que él, el último, se levantará sobre el polvo'
frente al texto de Borges: 'porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo',
-un eco del propio autor, probablemente involuntario; pues dice: 'Si mi oído alcanzara todos los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos', para contarnos, algunas páginas después y ya fuera de ese cuento, en El Aleph: 'Los fieles que concurren a la mezquita de Amr, en El Cairo, saben muy bien que el universo está en el interior de una de las columnas de piedra que rodean el patio central... Nadie, claro está, puede verlo, pero quienes acercan el oído a la superficie declaran percibir, al poco tiempo, su atareado rumor...'
-una vaga remembranza al Dante, uno de los autores más queridos y estudiados por Borges -y que notoriamente imaginara al Minotauro como un toro de rostro humano- cuando, declarando ya quién es, cómo es, dice al fin Asterión: '¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?'
Tras esas palabras de Asterión -que finalizan el soliloquio que ha constituido el relato hasta ahora- y una elipsis gráfica en forma de doble espacio, las dos últimas líneas de la narración contienen varios elementos llamativos. En principio, se muestra el final clásico de la historia mediante una nueva alusión indirecta: 'El sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.' Nadie lo ha contado, pero sabemos que Asterión ha muerto. Las novedades en el carácter del protagonista, el original enfoque de su monólogo interior han desaparecido para enlazar con la tradición del relato mitológico canónico. No hay, por supuesto, un artificioso 'final sorpresa'; pero Borges aún ha guardado una perplejidad: 'El minotauro apenas se defendió', dice Teseo.
3. Lo que no está en el relato
Creo -lo que no sé si está permitido a un comentarista- que subyace una metáfora sorprendente en toda la historia que Borges cuenta. Mas bien: una alegoría. Dice el texto: '(...) de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro patio o Bien decía yo que te gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya verás como el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.'
Frente a Asterión, sabemos -aunque el texto no lo narre- que Teseo no puede fingir su recorrido. Atado al hilo que Ariadna desovilla, le basta con volverse para conocer con certeza de dónde viene.
Esa es la diferencia entre quien es veraz y el mentiroso. Mientras que ambos ignoran su futuro y, por lo tanto, tienen infinitos futuros ante ellos (siquiera virtuales) sólo el mentiroso, de quien es símbolo secreto el Minotauro, tiene a su espalda pasados también infinitos, pues no otra cosa es la mentira sino un depósito inagotable de pasados. Y esa elección de Borges en sus simpatías (ese trato acaso amoral, pero sin duda admirativo hacia el príncipe monstruoso al que, por primera vez en la literatura, prestamos atención y oímos hablar) es la misma elección que el autor hizo en su tarea. La ficción, por encima de la historia, o del periodismo; de la realidad. Mejor: la realidad al servicio de la ficción.
El epílogo al conjunto de relatos en el que fue editado La casa de Asterión proporciona un último dato. Dice Borges: 'A una tela de Watts, pintada en 1896, debo La casa de Asterión y el carácter del pobre protagonista.' Ese adjetivo, en quien con tanto cuidado elegía los epítetos, no creo que sea ocioso; probablemente dice más que todas estas palabras acerca del hilo invisible de amistad que unía a un argentino de cincuenta años y al imposible hijo de una reina legendaria y un toro regalado por un dios.
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Notas:
(1) ‘Doy con el insigne soneto de Quevedo al duque de Osuna, horrendo en galeras y naves e infantería armada. Es fácil comprobar que en tal soneto la espléndida eficacia del dístico
Su Tumba son de Flandes las Campañas
Y su Epitafio la sangrienta Luna
es anterior a toda interpretación y no depende de ella.’
(Las Kenningar. Historia de la eternidad, 1936)
(2) El nombre propio del Minotauro parece hacer referencia bien a una mancha con forma de estrella en la frente de éste, bien a la constelación de Tauro.
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La cosa en sí.
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