Adorada perrita afgana, tesoro mío:
Esto es, brutal y paradójicamente, lo que hay: aunque te amo soy un desgraciado misógino.
Siempre he tenido muy claro que no nací para pastelero ni presidiario; nací para lo que soy, nací para asesino. Lo de grumete fue una circunstancia y lo de escribir, mal y poco, un desahogo, ay, con el que no gano ni un céntimo. Menos mal que Pepín El Francés, así lo conocen aquí -bajos fondos de Rotterdam- me enseñó lo de la falsificación; con eso y algún contrato voy tirando.
Además, aunque nunca me he visto en la fea condición de cadáver poco falta habida cuenta que Merlín empieza a chochear. Pero antes de terminar mis días en una celda, sodomizado por un capellán bujarrón y tres comunes con las pollas llenas de chancros, prefiero que se me claven en las carnes vivas las abejas emplomadas de los naranjeros de la Benemérita. Y si no tuviera en estos momentos el corazón maduro de la tristeza amarga que siento al despedirme definitivamente de ti, amada Sigrid, relataría con gracia lo que me ha traído hasta aquí. Sin embargo, hay una distancia de sospecha entre la sociedad y yo, una injusta presunción de maldad para conmigo, agrandada por el hecho de que maté a mí madre. Y no es así.
A una madre no se la mata por cualquier cosa, no, a una madre se la mata, sí, cuando hay poderosas razones. A mi madre la maté por amor a mi padre -don Ramón Couto Estrada- mi verdadero y único padre. A mi madre la maté por odio a Machonegro. A mi madre la maté por puta. El 17 de febrero 1971. Tengo la fecha bien fresca, cumplía dieciséis años. Me acuerdo obstinadamente y recuerdo el calendario con aquella modelo de Romero de Torres, testigo de como la follaba en la mesa de la cocina Pedro Reboreira, por mal nombre Machonegro, mi padre biológico. En aquella mesa de largos y anchos tablones de madera, lavados con lejía y con las estrías tan visibles. En aquella mesa en la que dejé muertos a los dos.
La verdad, mi madre me tenía mosqueado desde hacía tiempo. Cada vez que mi padre -don Ramón Couto Estrada- y yo dejábamos Belesar para la campaña de Terranova, yo como grumete, se ponía a cantar loca de alegría. No me gusta que a los toros te pongas la minifalda. Y metía tanto énfasis que hasta se escuchaba su canción guarra en el autobús de Pescanova que nos llevaba al barco, avergonzando a mi padre delante de sus compañeros. Buenos compañeros, por cierto, marinería fiel a la lealtad viril de los que se jugaban la vida, hombro con hombro, en las heladas aguas donde abundaba el bacalao.
Lo de mi padre, don Ramón Couto Estrada, era sangrante. De cuatro hermanos que éramos, yo el mayor, ninguno había salido de su semen. No había duda, bastaba con mirarnos las jetas. La mía era idéntica a la de Machonegro, mal bicho que atravesé de popa a proa con el estadullo. Porque mientras el buenazo de mi padre –don Ramón Couto Estrada- hombre entero y cabal, se dejaba la vida trabajando para la familia en mareas infernales con jornadas de dieciséis, dieciocho, veinte horas si no se podía parar la faena porque al echar el copo siempre venía lleno, la puta, la cerda, folla que va, folla que viene, en la cama caliente que había pagado don Ramón Couto Estrada, mi padre ¡Si hasta le usaban la crema de afeitar, las zapatillas y el albornoz! Y de todo ese fornicio infecto nacimos cuatro hermanos de distintos padres, ninguno de nuestro por siempre padre verdadero, don Ramón Couto Estrada.
Mi padre -don Ramón Couto Estrada- era tan trabajador -y lo sigue siendo porque aún vive, y bebe, amado y respetado de sus cuatro hijos- que cuando no estaba embarcado, y bien sabe el diablo que en aquellas infernales mareas de seis meses ganaba de sobra como para no trabajar el resto del año, cultivaba unas amplias y fecundas leiras que había pagado con las copas que no pudo beber en altamar. Ponía al tiro una yunta de bueyes mansos –Alex y Fede- sonados por el acoso de insufribles mosconas cojoneras; tanto era su rencor contra el mundo que a veces debíamos trabarlos con las pihuelas para que en su cornuda desesperación no nos cocearan. La alegría de la casa eran Loliña y Brasilia, de pura raza frisona, con las ubres siempre prestas para ser ordeñadas por expertas manos. Años atrás habíamos tenido un mono -Bill- que me había regalado un marinero holandés; lo devoró Perroantonio, nuestro fiel mastín, una noche lunar que se colocó como una moto lamiéndoles las ubres a Brasilia y a Loliña. Y ya animado, le largó un viaje al cuello a un ganso que nos había tocado en una rifa, pero ni con esas se quedó callado; mientras el cuerpo seguía andando por su cuenta, la cabecita desde el suelo continuaba a perorar en su extraño lenguaje. http://www.mandaringoose.com/killedbytonidog~13.htlm/. A los bueyes mansos los pastoreaba Adrede, zagalillo simpático y harto adelaida, de inteligencia manantía y caliente, malvado y sin estudios, feliz, empero, haciéndole asaz cabronadas a toda la aldea, especialmente a Brasilia y a mí. El ganado, mejorando lo presente, se estabulaba en la planta baja, como era costumbre en el norte de España. Al piso se accedía por una escalera interior desde el establo o por otra exterior, según conviniera. Y te juro por las cenizas del Caudillo que el día de marras sí que convino.
Mi padre, don Ramón Couto Estrada, era engrasador en el Maruxía IV y armero en tierra. Muy buen engrasador, el mejor desde Rotterdam a Saint-Louis; más abajo, ya no sé. Tan bueno era que, cuando no andaba a la mar, la Policía y la Benemérita le traían armas para que las pusiera a punto y dejara bien engrasadas; al pelo, decían entre ellos. Lo cojonudo es que Merlín, de fabuloso olfato, diferenciaba los distintos tipos de grasa si bien que a quinientos metros detectaba la presencia de la autoridad por el peculiar olor del lubrificante de sus armas, cantando su presencia. Lapasma, lapasma, lapasma.
Del establo, así digo ahora que tengo lecturas pero de niño decía la cuadra, lo mejor era el estadullo, que yo manejaba con singular maestría, como una lanza un príncipe masai. Porque aunque soy un asesino, no soy un asesino cualquiera; presunción aparte, tengo un toque de príncipe masai, aunque sospecho me viene de Machonegro. El estadullo era largo, reseco, duro, de nogal patinado por el uso, rematado en punta de hierro para azuzar al ganado y dirigirlo, clavándoselo con maestría en la cerviz o la testuz pero sin herirlo. Yo con el estadullo era ambidiestro. Incluso lo lanzaba a distancia con cualquiera de las dos manos acertando siempre en el blanco. Llegué a ser tan preciso que, si no volaban demasiado lejos, era capaz de ensartar una gran gaviota en su lento vuelo. No sé por qué rayos de superstición antigua, antes de lanzar mi jabalina campesina escupía en la punta.
Y es que, disculpa dulce Sigrid, me voy a mear en el coño de la Bernarda de la mala leche que me entra cuando recuerdo todo aquello. Lo peor, lo que más me roía el corazón y me desangraba de amargura, aún bisoño para determinar alguna acción reparadora, era que cada vez que cruzaba inevitablemente en Belesar con el hideputa de Machonegro quedaba mirándome de arriba abajo, insultante, riéndoseme en la cara. Felizmente, todo eso ya acabó, cada cual ha tenido lo suyo. Mi padre, vengado; a la zorra debe estar metiéndole el hocico por el recto proceder Californio, el íncubo dante; y yo riéndome de Machonegro que creía que siempre iba a ganar. En buena ley, todo se lo debo a Merlín.
Merlín era un mirlo de luminosa mirada de genio, viejo de casi sesenta años, que mi padre con paciencia buena y arte antigua había enseñado a hablar. En gallego, español e inglés. No demasiadas palabras –y una en alemán- pero suficientes para hacer reír a todo el mundo. A todo el mundo menos a Machonegro que se ponía amarillo de bilis cada vez que mi padre -don Ramón Couto Estrada- llegaba con Merlín a la taberna de Purita. Purita, cartofen; y Purita le daba una patata a Merlín. Cartofen era lo que Merlín sabía decir en alemán, y lo único que entendía Purita. Pero en gallego, español e inglés era otra cosa. Puritaquismipritionderocs, puritaquismipritionderocs, puritaquismipritionderocs. Y la guapa Purita le daba un beso en el pico a Merlín y un cubito de hielo que apresaba entre las garras y remontando el vuelo dejaba caer sobre la cabeza de Machonegro.
Sin embargo, la relación entre mi padre –don Ramón Couto Estrada- y Merlín no era de risa; eran más que amigos, no podían vivir el uno sin el otro. Y tanto es así que hasta venía con nosotros a la campaña de Terranova. El día de autos no fue una excepción. Cuando llegamos en el autobús de le empresa al muelle de amarre en Chapela, nos informaron que el barco no saldría hasta el día siguiente, vista una avería en la sala de máquinas. Habrás comprendido, supongo, divina Sigrid, que sin esa avería yo ahora no sería un asesino. Pues has comprendido mal porque, antes o después, habría matado a Machonegro, mi padre biológico, no para borrar el estigma de la filiación, nunca engendraré hijos de esta maldita estirpe, sino por placer y para vengar a mi verdadero padre, don Ramón Couto Estrada.
De vuelta a Belesar, con Merlín en el hombro, mi padre –don Ramón Couto Estrada- dijo que fuéramos a tomar un chocolate a la taberna de Purita; quizás presentía que en ese momento no debía ir a casa. Aunque lo de mi madre era notorio, yo creía ingenuamente que guardaría un mínimo de formas, que acometería sus porcalladas muy de noche, con cierta clandestinidad, o algo así. Pero mi padre -don Ramón Couto Estrada- sabía que no tenía escrúpulo alguno. Y yo no habría ido a casa si Merlín, que había olfateado a Machonegro, no hubiese salido volando precisamente hacia allí después de obtener un beso y un cubito de hielo de Purita. Puritaquismipritionderocs, puritaquismipritionderocs, puritaquismipritionderocs.
Vai buscar Merlín, Monchiño. Y fui, carallo sí fui, sabiendo bien a lo que iba. Porque yo a mi padre, don Ramón Couto Estrada, no le negué ni negaré nunca nada.
Mi madre era joven, engolfada en su emputecida belleza, con la edad de la serpiente bíblica, treinta y tres años, y toda su ciencia viciosa. Se casó a los dieciséis con mi padre –don Ramón Couto Estrada- y a los diecisiete ya me parió de sus coyundas con Reboreira, por mal nombre Machonegro. Después tuvo con otros hombres tres hijos más, mis hermanos menores, pero nunca dejó de follar con Machonegro ni con los demás tampoco. Esa era parte de su ciencia seductora, entregarse a todos para que ninguno tuviera la exclusiva y, encelados, seguir deseándola.
Aquel día pude haberme encontrado con cualquiera de ellos, los padres de mis hermanos o algún amante nuevo, pero por el cubito de hielo entre las garras de Merlín no cabía duda de con quien toparía. Casi tropecé con mis hermanos menores, raposiños en agraz, jugueteando frente a casa. Me llené de violencia: la ladrona ni siquiera los había mandado a la escuela tanta era su prisa por joder. Y en pleno día. La sangre no me subió a la cabeza, como suele decirse, sino que me bajó a los cojones reventándolos de odio. Tanto odio que, hoy día sé por qué, me empalmé bestialmente. Merlín revoloteaba buscando un lugar por donde entrar pero la puerta y las ventanas estaban cerradas. Accedí directamente al establo abriendo de una patada la puerta que habían olvidado cerrar con llave, agarré el estadullo y escupí en la punta, subí las escaleras interiores, por el pasillo escuché a mi madre berrear como con desesperación. Ay, touro, touro, ay, touro, ay, ay. Y allí estaban, ella tirada en la mesa de madera de la cocina, bajo el almanaque de la modelo de Romero de Torres, y él de pie dominando. Gústache, eh, gústache foder, eh, gústache, eh, fode, burra famenta, fode, fode. Entonces, Merlín, que había entrado detrás de mí, dejó caer el cubito de hielo en la cabeza de Machonegro. Se volvió asustado, el poderío le cayó a los pies y por primera vez no me rió en la cara. El estadullo los atravesó a ambos y quedó clavado en la mesa. Alguna sangre saltó por la cocina y, enviadas sin duda por la mano justiciera de Belcebú, unas gotas fueron a posarse sobre la boca de la modelo de Romero de Torres transformando su expresión quizás triste en franca sonrisa.
Como si estuviera en la Torre de la Vela anunciando la toma de Granada, abrí las ventanas de par en par y con Merlín en mi hombro grité cuatro veces. Matei a Machonegro, morreron os dous. Joder, nunca me sentí tan a gusto. La taberna de Purita no estaba lejos, todos escucharon lo que dije y salieron bajo la parra de la entrada. El único que no salió fue mi padre –don Ramón Couto Estrada- toda vez que desde el primer momento supo lo que iba a pasar. Volví a repetirlo pero ya sin gritar. Matei a Machonegro, morreron os dous. Entonces habló Purita. É que Monchiño é moito Monchiño. Vou buscar unha ducia ou duas de botellas do mellor albariño. Oxe invito eu.
Dos horas después estaba en Portugal, con trescientas mil crudas pesetas en los calcetines, una pistola fulgente en la sobaquera y Merlín, borracho de albariño, devolviéndome en la oreja. Todo ello regalo de mi padre -don Ramón Couto Estrada- más una carta de recomendación para un amigo suyo, de Vigo, temerario bebedor roqueño, bujarrón activo, anarquista reconvertido el hampa de Rotterdam, y que aún no sé por qué leches llamaban Pepín El Francés, ya te dije, mi Sigrid del alma. Me dio documentación a nombre de Juan C. Rodríguez y enseñó el arte de la falsificación; también quiso darme por culo pero tanta generosidad me pareció excesiva. No obstante, a su debido tiempo, me introdujo en el medio de los mercenarios de sangre.
Con el paso de los años, me convertí en asesino profesional. Pero no soy un asesino cualquiera; la primera vez asesiné por odio, después, de manera altruista: aunque cobrando, sólo mato mujeres adúlteras. Si son latinoamericanas o esposas de marineros, hago el trabajo gratis. Adquirí cierta nombradía en este oficio de tinieblas –Belaborda es mi nombre de guerra- soy respetado y escrupulosamente respetuoso con los términos de los contratos. Me buscan las policías de todos los continentes y sé que algún día me coserán a tiros, Merlín y yo vamos perdiendo facultades, pero de momento soy invulnerable; cuando hay un policía armado a menos de quinientos metros enseguida me avisa. Lapasma, lapasma, lapasma. Mis únicos amigos son un proxeneta, entre cojo y reverencia y algo filósofo – apodado Mercutio- expulsado de las JONS por maricón, y un marqués desheredado, don Fernando García del Cigarral y Alvar de Toledo, por aparecer calibrando vasos en películas porno, vestido con minifalda negra, mandilón calado y cofia blanca. No tiene pudor alguno, en cierta ocasión que fuimos clandestinamente a Belesar, Perroantonio le mordió el culo y a los dos días lo enseñaba jactándose en internet para vergüenza de su honorable familia. Pero es el más leal de los amigos aunque el más infiel de los amantes. Me hace gracia Mercutio cuando acuchilla la noche borracho. A Witt le di diecisiete veces por saco, la primera sin su consentimiento: SÍ.
En Navidades acudo de incógnito a Belesar con Merlín por mor de echar unas risas con los vecinos, mis hermanos y mi padre, don Ramón Couto Estrada. Puritaquismipritionderocs, puritaquismipritionderocs, puritaquismipritionderocs. Cosas de la vida, habiendo cumplido más de cien años, el cubito de hielo me lo deja caer a mí encima, el muy cabrón. Empieza a írsele la cabeza y hasta se le mete a Purita bajo las faldas en plan viejo verde. Gustachefodere, burrafamenta, gustachefodere, gustachefodere, burrafamenta. Nunca se pasa, pero le larga unos picoteos en el pubis que la ponen toda colorada; prueba evidente de que a Purita no le desagrada.
Me alegro de haber abandonado España, donde el más cobarde se chulea a cuerpo gentil como si tuviese una gran polla marcándole paquete mandinga y un lady derringer insinuado en la bocamanga del blazer. Mas por allí sólo deambulan malaguitas de único cojón y coraje apolillado cual ex combatientes de los sindicatos verticales. Y si volviera a nacer, a ti y a España volvería a traicionaros. Ya ves, amor, la clandestina vida que llevo es demasiado complicada y la misoginia está harto enraizada en mí. Sé que sabrás comprenderme y asimismo sé que puedo confiar en ti. Merlín me lo ha dicho: sigrigut, sigrigut, sigrigut. Tres veces y en inglés, buen síntoma.
Etiquetas: Juan C. Rodríguez
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